Para haber sido Inglaterra el motor primario de la Revolución Industrial y sede del primer proceso moderno de urbanización masiva y migración campo-ciudad, llama la atención el poco interés que los pintores de la isla prestaron a dichos fenómenos. Quizás por la influencia del romanticismo, quizás por su fijación con el verde y las clases altas, quizás por lo poco atractivo que resultaba la paleta de grises, los objetos mecánicos y los cuerpos sucios y engrasados, los británicos tendieron a obviar lo que sucedía en las calles y continuaron pinceleando sus glorias militares, retratos de nobles y escenas naturalistas como si nada hubiera cambiado. No fueron capaces de detectar que el gran Imperio Mundial del siglo XIX estaba pronto a perder su trono; o quizás todo lo contrario: lo detectaron, y se dedicaron a dejar registradas aquellas cosas que estaban prontas a desaparecer.
Excepciones hubo: así como en Alemania estuvo Menzel y Voglsamer, en Francia Valette y en Italia Pelliza de Volpedo, en Inglaterra destacaron los trabajos de Doré y Anna Airy, artistas que volvieron los ojos a las clases trabajadoras y exploraron el acelerado proceso de urbanización que cargó de vida y miseria a las grandes ciudades europeas. Sus escenarios no fueron los parques, las lagunas, los palacios ni los cafés, sino los tugurios, fundiciones y fábricas militares:
Entre todos estos artistas, el nombre que sin duda sobresale es el de L. S. Lowry. Su trabajo revela una enorme fascinación por la vida metropolitana, los obreros y los nuevos escenarios urbanos; ambientes de chimeneas humeantes, grandes explanadas, masas de transeúntes y una que otra iglesia olvidada recortando el fondo.
Con fuerte influencia técnica de Pisarro, Seurat y Van Gogh, una de sus señas características fueron sus figuras humanas de «palitos de fósforos»: personas pequeñas, oscuras, sin rostro, que deambulan de espalda, encorvadas y aparentemente silenciosas, como perdidas en el gran concierto urbano. Recorriendo las calles entre grandes edificios y lotes vacíos, los cuerpos humanos parecen de una escala mínima, lo que se refuerza aún más por la perspectiva escogida: siempre desde las alturas, como si las calles fueran vistas desde un microscopio y las figuras pequeños insectos. Al contrario de los cubistas o de los trabajos de Grosz, sin embargo, en su trabajo los cuerpos no aparecen violentados por la ciudad sino integrados a ella, paseando, caminando en parejas, jugando o simplemente de pie, admirando -como nosotros- las cientos de postales cotidianas que se despliegan ante sus ojos. Un pintor que supo comprender la complejidad de los cambios sin demonizarlos.