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OTO 2006

La calle, cuna de criminales/

Barriadas, niños y gángsters en el cine neoyorkino

James Sanders

Artículo | Revista

Resumen

El artículo explora el imaginario que el cine neoyorquino construyó de las barriadas de su ciudad a partir de la década del treinta. El eje que guía la discusión es la compleja relación entre espacio publico -en especial la calle- y las patologías sociales: alcoholismo, prostitución, analfabetismo y criminalidad. Se plantea que el cine se preocupó, en una serie numerosa de cintas, de denunciar las calles de las barriadas como productora de criminales, lo que causó un alto impacto en la opinión pública y terminó moldeando lo que sería la primera política gubernamental de construcción de viviendas: el proyecto de Red Hook Houses. El artículo cierra afirmando que, una vez cumplido el objetivo moralista de los estudios de cine, paradójicamente las cámaras no se trasladaron a los nuevos conjuntos de vivienda sino que continuaron utilizando como escenario predilecto a la vieja calle de barrio, alimentando con ello un imaginario que terminó por transformarse en uno de los grandes referentes de la Nueva York mítica.

Palabras Claves

Vivienda social, Representaciones urbanas, Nueva York

Abstract

This article explores the imaginary build by New Yorker movies about the city's slums since the decade of 1930. The discussion is led by the complex relation between public space -especially the street- and social pathologies: alcoholism, prostitution, illiteracy and crime. It is stated that cinema was concerned, in a large series of movies, of reporting slums' streets as a factory of criminals, which caused high impact in public opinion, shaping eventually what would become the first housing policy of the US: Red Hook Houses Project. The article ends arguing that once the moral goal of cinema studios was accomplished, paradoxically the cameras didn't move to the new housing projects, but they kept on using the old neighborhood street as their favorite stage. This fed an imaginary that eventually became one of the well-known references of the mythic New York.

Keywords

Housing projects, urban representations, New York, urban movies

1. Introducción: la calle, corruptora de almas

Estamos en Nueva York, y estaba ocurriendo un alineamiento extraordinario.

De un lado estaban los reformistas -planificadores, trabajadores sociales, expertos en vivienda-, ansiosos por atacar el viejo problema, aún intacto, de las barriadas urbanas [slums], a pesar de décadas de iniciativas privadas para su mejora. Se había hecho evidente para ellos que la única solución real era una intervención gubernamental a gran escala. El problema era que, incluso en el estilo activista del New Deal, se mantenía un profundo rechazo al involucramiento de las agencias públicas en los bienes raíces, empresa de carácter esencialmente privado. Era mediados de la década del treinta y los reformistas necesitaban construir consenso, de manera de poder demostrar a la opinión pública cómo las barriadas de la ciudad se habían convertido en una amenaza, no sólo para sus habitantes sino que para la sociedad en general.

Del otro lado se encontraban los productores de Hollywood, quienes venían de un periodo de films sumamente exitosos acerca de gángsters en las grandes ciudades. Querían ahora añadirle sabor a esta formula que ya se había vuelto familiar. Una posibilidad promisoria era revivir una antigua idea: delinear los orígenes de los gángsters, trazando el recorrido que los llevó a ser quienes eran. No era una idea en absoluto nueva en la ciudad cinematográfica, ya que sus orígenes pueden rastrearse a Regeneration (1915) , un film de Raoul Walsh que sigue la historia de un gángster desde su niñez en un block de viviendas de la calle Bowery [1]. Más recientemente, Sidewalks of New York, un film de 1931 protagonizado por Buster Keaton, trata de un millonario que se enamora de una chica proveniente de una barriada (Anita Page), mostrando de paso el desesperado intento de Page por evitar que su hermano rebelde (Norman Phillips Jr.) se convierta en un gángster. Siguiendo la vida de estas notables figuras, los estudios vieron la posibilidad de mezclar el discurso social con la acción dramática, contando historias de gángsters que se hacen camino entre las dificultades legales de su juventud hacia muertes explosivas y llenas de tiroteos. Era la mezcla perfecta entre sentimientos bien intencionados y violencia aceptable que Hollywood encuentra irresistible.

Mientras, los reformistas se dan cuenta que mostrando las calles de las barriadas como el «campo de cultivo» del crimen -incrementando, por tanto, el temor en las audiencias de clase media- era mucho más probable que recibieran apoyo para el mejoramiento de las barriadas que a través de cualquier otro tipo de peticiones abstractas basadas en la preocupación por los pobres.

Figura 1. «Calle de Nueva York, MGM» (1949). Las escenas nocturnas rara vez se filmaban de noche por los costos extras que implicaba. En vez, se filmaba durante el día en estudio, el que era cubierto por una gran carpa negra. El resultado era irreal: el abrasante sol de California daba pronto paso a la aterciopelada noche de Manhattan.

Viéndolo desde la distancia, la noción Hollywoodense acerca de cómo los gansters llegaron a ser lo que son era bastante progresiva: no nacían, sino que se hacían. Recordemos que era una época en que aún mucha gente creía que algunos grupos étnicos o raciales estaban predispuestos a la conducta criminal. Hollywood, en cambio, siguió de manera consistente esta nueva línea de pensamiento: la conducta estaba profundamente influida por el «ambiente»- es decir, por nutrición más que por naturaleza. Esto hizo aparecer, sin embargo, una nueva pregunta: ¿Qué era precisamente eso tan dañino del «ambiente» de la barriada? Hollywood decidió ignorar totalmente la respuesta más obvia: la pobreza misma. La existencia de una enorme y casi-destituida clase de ciudadanos era una realidad demasiado amplia y estremecedora como para ser atacada en los films, y más aún, una clase cuya «solución» implicaba una agenda aún más radical como para ser abordada por cualquier estudio. Pero existía aún otro problema más: la pobreza misma no era particularmente fotogénica. El hambre, la desesperanza, la miseria de una vida de deseos eran, para los productores, temas simplemente deprimentes, el tipo de films que la gente de seguro iba a evitar.

Existía, sin embargo, una respuesta a este dilema, a la que los productores se aferrarían firmemente. Por décadas se fue estableciendo un cierto consenso en cuanto a que muchos de los problemas de las barriadas recaían en su estructura física, en la calle. Para los reformistas, la intensa actividad de la calle -su «vitalidad», para autores como Elmer Rice- era simplemente un resultado inevitable del mismo block de viviendas: con interiores profundos, densos, virtualmente inhabitables, y la pérdida del otro único espacio abierto disponible (el jardín trasero), ¿Dónde más se iba a concentrar la vida?

Los reformistas odiaban todo acerca de la vida de barrio en estos lugares. Los planificadores urbanos estaban asombrados por su aterradora, casi absurda mezcla de actividades: niños jugando y adultos socializando en el mismo atestado corredor donde los vendedores ambulantes comercializaban sus artículos, los autos trataban de circular y los camiones llevaban mercadería a las tiendas y talleres que se alinean en la acera. Para los trabajadores sociales, el pecado más grande de la calle no era su mezcla de distintos tipos de actividades sino de distinto tipo de personas, incluyendo desagradables personajes tales como prostitutas, jugadores, criminales y los parroquianos de cantinas y salas de pool. A diferencia de lo que ocurre en el hogar, donde los padres pueden mantener algún nivel de control, la calle promueve la falta de supervisión sobre la conducta, una estructura social laxa que permitió a los jóvenes ir a cualquier parte y verlo todo -y seguramente, a ojos de reformista, ser pervertidos por cuanto vieron.

Figura 2. Esta fotogafía, tomada por la New York City Housing Authority, muestra una de las más de mil trescientas casas de patio trasero que todavía quedaban en 1934 en la ciudad.

Esta era, efectivamente, una esperanzadora premisa: el problema no radicaba en el asunto económico de la pobreza ni en el asunto sanitario de las viviendas, sino en el asunto moral que representaba la calle, con todas sus tentaciones y falta de control social. En el Hollywood de 1930, por supuesto, cualquier atisbo de tentaciones sexuales quedaba fuera del estricto Código del Productor [2], lo que dejaba activa sólo a la tentación criminal, la que era más que aceptable para los productores ya que volvía directo al tema de los gángsters.

Las películas que se filmaron intentaron demostrar cómo la calle convertía a niños en criminales violentos, ofreciendo después una muestra de esa violencia para regocijo de la audiencia. El proceso de degeneración era directo y brutalmente causal: la calle, como lo declara el subtítulo de Dead End, era la «cuna del crimen». En 1938 otro cinta, Angels With Dirty Faces, fue un poco menos obvia en cuanto a que los gansters son simplemente «niños buenos que se han vuelto malos» [‘good kids gone bad’].

Los niños presentados en Dead End se convertirían luego en los legendarios hombres que experimentaron la influencia corruptora de la calle. Conocidos como «La Pandilla de la Calle 54 Este», probaron su popularidad al ser nuevamente representados en el cine, un año más tarde en Angels, y luego siendo conocidos por décadas como «Los Chicos de Dead End». Llegando a la adultez media fueron rebautizados como los «Bowery Boys». Sus nombres eran Leo Gorcey, Huntz Hall, Billy Halop, Bobby Jordan y Gabriel Dell. En Dead End, los conocimos cuando se reunían en la calle en una calurosa mañana de verano, el retrato mismo de la juventud deprivada. Su ambiente insalubre se ejemplifica en unos pocos detalles: niños que nadan en las aguas nauseabundas del East River; un niño a quien llaman «T.B» [nombre común de la tuberculosis] por sus afecciones crónicas; vistas casuales de violencia intrafamiliar y alcoholismo. Pero es la falta de supervisión, de sentido y de civilidad de la calle -que permite a los niños meterse en todo tipo de problemas-, la que parece más amenazante: los vemos pegarse y abusar el uno del otro, extorsionar a un chico nuevo por dinero, apostar a las cartas y golpear brutalmente a Philip, un niño rico al que además roban su reloj. En algún punto de la cinta el líder de la banda, Tommy (Billy Halop), recuerda con ironía como era él cuando llegó al barrio, «un niño-suave-de-calcetines-blancos», figura que contrasta con su rudo presente. «Si , amigos -dice orgulloso, casi al final- todo viene con el aprendizaje».

Figura 3. Una de las raras excepciones al generalizado silencio sexual en las películas de los treinta es «Dead End» (1937), en la cual se sugiere un componente sexual que agrava las inmoralidades de la calle. Al regresar a su antiguo barrio, el gángster encarnado por Humphrey Bogart encuentra a su amor de niñez, descubriendo, para su horror, que se ha convertido en una prostituta común. En la imagen, el cuadro con que comienza la cinta, en un paneo que «cae» desde lo alto de la refinada sociedad neoyorkina a las cloacas del suburbio.

Cuando volvemos a ver a los «chicos» un año más tarde, en Angels With Dirty Faces, están un poco menos violentos, pero aún se advierte su aspecto de rufianes, pavoneándose por una vereda en Lower East Side sin supervisón de ningún adulto y ninguna otra entretención más que robar maquinas expendedoras y carteras. Uno de los bolsillos que atacan pertenece a un tipo sombrío llamado Rocky Sullivan, un producto de las mismas calles (lo que sabemos gracias al prologo, situado 15 años atrás). Ahora, convertido en todo un gángster -caracterizado brillantemente por Jimmy Cagney- sigue a los chicos a su casa club. Y puede hacerlo porque conoce su ubicación: alguna vez fue su casa club.

De esta manera se completa el ciclo. El chico de la calle de hoy es el gángster del mañana. El gángster de hoy es el chico de la calle de ayer. En Dead End el producto final del ciclo es personificado por «Baby Face» Martin, caracterizado por Humphrey Bogart como notorio «enemigo público» que ha vuelto al barrio de su infancia para encontrar a su madre. A su encuentro con los chicos del Dead End, rebozantes de juventud, y considerándolos como pupilos aptos, les enseña cómo hacer sus armas más mortales y sus técnicas más violentas. Van por buen camino.

Estos films fueron en raras ocasiones reticentes a la idea del rol determinante del ambiente, y en especial de la calle misma. En Dead End, un arquitecto local llamado Dave (Joel McCrea) defiende a los chicos arguyendo «¿Qué pueden hacer ellos contra todo esto? Deben luchar por un lugar en que jugar, luchar por todo». En Angels, Jerry, el sacerdote católico local, amigo de infancia de Rocky, justifica su cruzada arguyendo que lo hace por «todos esos otros niños, cientos de ellos que están en las calles y malos ambientes, a los que no quiero ver crecer como Rocky».

Pero hay más. El correctivo de las calles en barrios de clase media -una vida hogareña estable- parece esquivo en las barriadas. La familia y el hogar son caracterizados por mujeres que, a ojos femeninos, casi no tienen ningún poder. Drina (Sylvia Sydney), la trabajadora hermana mayor de Billy Halop en Dead End, no logra mermar las costumbres delictuales de su hermano. Tampoco Laurie Martin (Ann Sheridan), amiga de infancia de Rocky que hoy se ha convertido en lo que ella llama una «trabajadora sociable», puede cambiarlo ni a él ni a los chicos del barrio que lo idolatran. En una reveladora escena de Sidewalks of New York, Anita Page ofrece una fiesta de cumpleaños para su hermano menor, con torta y regalos, pero éste se escabulle rápidamente por la ventana de su dormitorio para reunirse con sus compañeros de pandilla. El hogar, en los barrios de blocks de vivienda, no logra empatar con las tentaciones de la calle. El admirador secreto de Page, un millonario caracterizado por Buster Keaton, intenta ofrecer una alternativa a la calle, construyendo con recursos propios un gimnasio y un centro social. El Padre Jerry, enAngels, da con una respuesta similar: un temporal gimnasio entre las tiendas locales. Ambas evocan las modestas metas de los primeros reformadores de las barriadas, así como las limitaciones impuestas tanto a filántropos privados como a la Iglesia, de hacer algo más que remover la superficie del problema.

Figura 4. Dramatizando la relación entre pandillas juveniles y criminales de mayor monta, esta escena de «Dead End» nos muestra a un conocido «enemigo público» llamado Baby Face Martin (Humprhey Bogart, con traje gris al centro) quien, volviendo a su viejo barrio, le ofrece lecciones de violencia a los Dead End Kids, quienes lo escuchan con atención.

En este punto, Dead End ofrece aún menos esperanza. La Iglesia no aparece a la vista, y el novio de Drina no es un millonario filántropo sino sólo Dave, el arquitecto desempleado. Pero Dave tiene ideas impresionantes. Quiere «derribar todo esto y todos los lugares como este», se nos dice, y «construir un mundo decente, donde la gente pueda vivir de forma decente y ser decente.» Desafortunadamente nadie en la película le pone ni la más mínima cuota de atención, y la historia concluye con el joven Billy Halop siendo enviado a un reformatorio por atacar al chico rico Tommy. Dave advierte amargamente, eso sí, que su reclusión en el reformatorio sólo completará su «educación». «Yo te he visto antes» le dice a Halop. «Hay miles como tú en calles como esta. Empiezan con cuchillos y terminan con pistolas.» Las calles del barrio permanecen intacta, lista para una nueva generación.

2. El reformismo urbano: los primeros proyectos de vivienda

Mientras todo esto sucede, sin embargo, alguien estaba escuchando a Dave: una de las pocas personas que, de hecho, podía hacer realidad su sueño. El invitado de honor en la audiencia de la premier de Dead End, en Agosto de 1937 era Robert F. Wagner Sr., senador senior por el Estado de Nueva York, quien ese mismo año promovía una legislación representativa de la época, el ‘Acto de Vivienda de Wagner-Stegall’, la que finalmente ponía a los gobiernos federales a trabajar en la erradicación de las barriadas. Un par de años antes esa legislación habría sido impensable, pero ahora el ánimo del público estaba cambiando, en parte gracias a films como Dead End, que en este momento crucial ayudaban a convencer al público de que las precarias condiciones de las barriadas realmente afectaban su propio bienestar, si no por otra razón, criando gángsters profesionales. En realidad, Wagner tenía razón de estar agradecido del productor de Dead End, Samuel Goldwyn; y naturalmente, el departamento de publicidad de Goldwyn estaba feliz de poder capitalizar el distinguido interés del senador.

Red Hook fue también un modelo importante porque constituyó realmente un proyecto de radicación. Como por arte de magia el sueño de Dave de «derribar todo esto» se hizo realidad. Construir Red Hook significó estandarizar todos los edificios existentes en el lugar; aún más impresionante, el proyecto barrió con todas las calles existentes y las reemplazó por algo de lo que estaban seguros evitaría los problemas dramatizados en los films de la calle: como otros proyectos que vendrían más adelante, las viviendas de Red Hook se alzaban en una serie de torres aisladas, dispersas en un espacio abierto convertido en jardines. La actividades mezcladas que tanto había molestado a los planificadores estaban ahora ordenadamente separadas: viviendas al centro, tiendas empujadas hacia los perímetros del proyecto, industrias totalmente prohibidas, y el juego de los niños, la socialización de los adultos y el movimiento de autos y camiones, cada uno tenía su propias «zonas», amplias y delimitadas. En lugar de cantinas en las esquinas y aceras llenas de gente, habían hectáreas de parques y senderos serpenteantes al estilo suburbano. Todos los problemas físicos y sociales de la calle -su promiscua mezcla de usos y personas, sus peligrosas tentaciones morales- se resolverían a través de un simple expediente: la eliminación de la calle misma.

Figura 5. «Red Hook Houses», Brooklyn, 1938. Además de haber sido el primer proyecto de vivienda social construido por las autoridades norteamericanas, Red Hook fue el primer en ser diseñado bajo el revolucionario esquema de torre-en-el-parque, en el cual todo rastro del patrón urbano tradicional de calles y blocks fue eliminado. Las funciones que tenían lugar en la calle -transporte, residencia, comercio y recreación- fueron separadas y llevadas a zonas exclusivas.

Los problemas de la calle, hasta ahora, han sido reiterados en toda una serie de películas sobre blocks de viviendass, no sólo Dead EndAngels With Dirty Faces y Sidewalks of New York, sino realizaciones como One Third of a Nation de 1939, que criticaba a la calle por ser especialmente dañina para los niños, sea por el juego sin supervisión, sea por los riesgos del tráfico de automóviles. Sin embargo, a diferencia de los antiguos films de blocks de viviendas, One Third of a Nation concluye con una distintiva nota optimista, inspirada simplemente en las recientes iniciativas del gobierno: Mary (Sylvia Sydney) le explica a su hermano lisiado que el propietario del edificio en el cual ellos arriendan «le entregará toda la cuadra a la cuidad, y van a construir casa nuevas, casa decentes. Y no vas a tener que jugar más en la calle. Habrá pasto y árboles y lugares para que los niños jueguen con columpios y una cancha de handball«. Al cierre de la película, vemos que efectivamente se están construyendo nuevas viviendas mientras la valiente voz de Sylvia Sydney simplemente repite, «pasto y árboles, parques y lugares de recreación». La ciudad en el cine siempre ha ilustrado la forma de la ciudad real, pero nunca antes (y nunca más) se alineó con los esfuerzos por transformarla. En un momento histórico clave, los caminos de la cuidad cinematográfica y el mundo real se intersectaron de forma crucial.

3. Ya construimos el sueño, ¿y ahora qué?

Retrasados por la Segunda Guerra Mundial, los esfuerzos de erradicación de las barriadas por parte del gobierno tuvieron una explosión durante los años de post-guerra. En 1937, Dave no solo quiso «destruir todo esto» -refiriéndose a la barriada en la que vivía- sino, aún más ambiciosamente, a «todos los lugares como este.» Eso era exactamente lo que el gobierno se proponía hacer. En Nueva York (y en otras grandes ciudades también) distritos completos pronto fueron reducidos a escombros y reemplazados por la nueva visión de proyectos tipo torre-en-un-parque, en los que se localizaba a miles de personas. Sin excepción, estos proyectos compartían la misma antipatía por la calle tradicional, un discurso que había alcanzado el status de alabanza.

Sin embargo, ahora viene un curioso cambio en la situación. Uno podría haber pensado que los cineastas de Hollywood, habiendo alimentado de forma tan efectiva los alegatos contra las calles de las barriadas antes de la guerra, se unirían ahora al resto para situar sus películas de post-guerra en los nuevos escenarios que proliferaban por todo Nueva York, ¿No era éste precisamente el paisaje de árboles y pasto, senderos y lugares de recreación que habían pedido durante tanto el tiempo?

Pero no lo hicieron. Ni siquiera una vez. En cambio, de entre todas las cosas, seguían volviendo una y otra vez a las viejas calles.

Algunos volvieron directamente al tema de niños problema (llamados ahora «delincuentes juveniles») que sucumbían a las fuertes tentaciones de la calle. La película City Across the River, una versión de 1949 de The Ambos Dukes, novela de Irving Shulman acerca de la vida de las pandillas en la calle Amboy en Brooklyn, puede verse como una actualización post-guerra de Dead End: más cruda, más violenta, pero compartiendo la misma creencia de que son las fallas físicas del distrito las causantes -o al menos reforzantes- de la conducta violenta de los jóvenes: «A veces pienso que la única solución es erradicar a toda la gente y tirar una bomba atómica en la barriada», dice una profesora desesperada, dando una pista de los programas de erradicación que ya han comenzado a nivelar los distritos con una minuciosidad que no dista mucho del de una bomba atómica, preparando el camino para nuevos proyectos habitacionales.

Figura 6. Para «Romance en Manhattan» (1934), el departamento de arte de RKO creo no sólo un techo en miniatura, sino que además construyó un skyline de cinco capas de edificios, cuya escala decreciente creaba la ilusión de profundidad (comparen el tamaño de las ventanas del fondo con las de los edificios en primera fila).

Otros films volvieron a la calle con otra mirada. En 1945 Fox produce un film basado de la afamada novela de época A Tree Grows in Brooklyn, de Betty Smith. Dirigida por Elia Kazan y situada enteramente en Williamsurg 1912, la película mostraba la barriada a mayor escala de lo que había sido vista antes, presentando además una vida de calle sorprendentemente compleja y matizada. Al igual que la novela, el film no es sentimental ni moralista en cuanto a las realidades observadas en la vida de las barriadas. Vemos, por ejemplo, las calamitosas escaleras que la joven Francie Nolan (Peggy Ann Garner) debe subir cada día para llegar a su apartamento, y podemos reconocer la humillación de su familia cuando la crisis económica los obliga a cambiarse a otro departamento, aún más arriba y más barato dentro del edificio. Dentro del edificio nos encontramos con un departamento comprimido y muy por bajo los estándares de salubridad y calidad, donde los espacios de cocina, comedor y dormitorios comparten una sola habitación. Es obvia la razón por la que Francie y su hermano prefieren pasar la mayor parte del tiempo afuera, en la calle -aún cuando, a su manera, la calle no es menos poblada y sobreabundante de ruidos e imágenes que su departamento.

Para ofrecer un retrato completo del mundo de Francie, Fox construyó en gran parte de su estudio una calle de Nueva York, haciendo una recreación completa del Williamsburg de 1910. El escenario, en 1945, podría haber servido como cartilla para todo aquello que los planificadores detestaban -e intentaban eliminar- de las calles de las barriadas urbanas: Los niños juegan entre carros en movimiento y automóviles (uno de los juegos se trata de aplanar peniques bajo los trolleys que pasan); las viviendas están entremezcladas, no sólo con gran cantidad de locales comerciales -carnicería, panadería, almacén, cantina, ferretería, tabaquería, lavandería- sino también con algunas actividades industriales: fabricantes de ropa, de sombreros, tapicerías, la Compañía Manufacturera de Williamsburg y Cheap Charlie, el hombre de la chatarra quien paga a los niños por los trapos que recolecten. El distrito es un asalto a los sentidos, desde los gritos chillones de los vendedores ambulantes, bocinas de los automóviles y música del organillero, a la profusión de grandes y chillones carteles y avisos, esparcidos sobre casi cada centímetro de pared. En este distrito «supuestamente» residencial, no existe un momento de descanso, calma o paz.

Sin embargo, en una escena memorable, recibimos una visión totalmente diferente de la calle a través de los ojos del padre de Francie, Johnny Nolan (James Dunn) un músico, romántico y soñador que lleva a su adorada hija de la mano durante una caminata de domingo. De pronto todo se ve bajo una luz diferente. Johnny inclina su sombrero ante las señoritas y saluda a Mr. Ching, el lavandero chino; parece, de hecho, conocer a todos en la cuadra. Mirando a través de las vitrinas de las tiendas, él y Francie se imaginan el placer que esos ítems -por ejemplo unos patines- podrían ofrecer. A los ojos de Johnny, la calle no es confusión sino abundancia de vecinos y atracciones, de gente que saludar y cosas que admirar, un universo de amistad y posibilidad. Johnny Nolan nos recuerda que con toda su congestión y desorden, la calle puede ser hogar.

¿Y qué hay de esos habitantes de la calle, de los mismos Dead End Kids? Tan populares como siempre, estaban sufriendo una sorprendente transformación. Después de ocho films en Warner, se cambiaron a Universal, donde tuvieron muchas más apariciones antes de terminar a comienzos de los 50 en Monogram, un pequeño estudio cuyo único escenario construido era una calle de Nueva York. Ahora se llamaban los ‘Bowery Boys’, y su lado delincuente había sido suavizado y y vuelto más amigable. Se reúnen aún en las aceras, murmurando chistes, burlándose de los ingenuos, embarcándose en juegos bruscos; pero hacia el final de la película, a través de variadas actividades supuestamente cómicas, pueden lograr salvar a un huérfano o completar otro hecho digno. No se trataba de niños buenos transformados en malos: ahora estaban en peligro de re-convertirse de niños malos a buenos.

Figura 7. La cinta de King Vidor «La multitud» (1928), hace un retrato de la vida de la clase trabajadora en Nueva York, y está ambientada en un departamento de una pieza que pertenece a Mary y John. Interesado por la autenticidad, Vidor insistió que la taza de baño fuera visible de practicamente cualquier ángulo del set, un detalle que enfureció a Louis Mayer, quien, luego del estreno, decidió que en ninguna otra película de MGM volvería a aparecer un baño.

De alguna manera el destino de las viejas calles fue el mismo. Seguían siendo tan populares en la pantalla como antes, pero ahora frecuentemente se la miraba bajo una luz diferente y mucho más agradable. En los años 50, cuando la urgencia social que habían generado los primeros films de barriadas se aminoraba en la misma medida que el New Deal, las calles de blocks de vivienda de Nueva York emergen como una suerte de escenario clásico estadounidense, tan familiar e identificable como las Villas de Nueva Inglaterra, los ranchos del Medioeste y los pueblos del Oeste. Hasta las tensiones de Sidewalks of New York, las películas le devolvieron a la audiencia, una y otra vez, la antigua cuadra de la ciudad con todos sus detalles hogareños y utilitarios: los grifos de agua con forma de columnas aflautadas rechonchas, los ornamentados postes de luz tipo «ladrón del obispo», la distintiva señalética de calles con sus blancas letras tipo serif, el pavimento de granito tipo «block belga», los ornamentados puestos de tren subterráneo con sus tejados tachonados. Alrededor del mundo estos films cimentaron, para las audiencias, una iconografía urbana tan familiar como las cabinas telefónicas rojas y los buses de dos niveles de Londres, o los kioscos y entradas Art Nouveau para cafés y estaciones de metro de París. La comprensión tácita de estos films era que Nueva York, así como muchas otras ciudades del mundo, ha desarrollado un «lenguaje» de elementos de las calles que son tan distintivos y conocidos que pueden ser identificados por el público en cualquier parte. De forma irónica, los neoyorkinos dan por sentado el especial estilo de su ciudad, casi sin darse cuenta cuando una serie de burócratas municipales e ingenieros remueven estos elementos distintivos, reemplazándolos por arreglos banales que no se diferencian de aquellos encontrados en otros lugares.

Esta inhabilidad de dejar atrás la antigua calle era reveladora – y sugestiva. ¿Existía acaso un atractivo en la calle de blocks de viviendas, que siempre estuvo allí, tal vez escondido bajo las polémicas acerca de su destrucción? Los cineastas tenían ahora la oportunidad de situar sus películas en los brillantes sucesores de la calle, los proyectos habitacionales, con sus explanadas de pasto, árboles y lugares de juego formales, pero no mostraban ni el más mínimo interés en hacerlo.

Fue fácil entender por qué. En términos simples, el proyecto habitacional no era atractivo para las cámaras. Así como sus planificadores lo habían intentado conscientemente, el proyecto dispersaba a la población y difuminaba sus funciones a través de su amplia expansión multihectáreas, de manera que cualquier vista de éste a través de un lente mostraba poca gente y aún menos actividad. En lugar del alboroto humano de la antigua calle había -como mucho- unos pocos peatones aislados en los senderos serpenteantes y amplios jardines del proyecto; en lugar del marco bien definido de las fachadas continuas había un paisaje suelto y amorfo de edificios ampliamente separados. Atrás quedaban los ricos ornamentos y variedad, incluso de las calles de blocks de viviendas streets más modestas; las altas piezas de ladrillo de los proyectos de Nueva York, no sólo individualizadas en altura, sino casi idénticos unos con otros. Por todas sus fallas sociales, las calles de las barriadas eran innegablemente pintorescas; por toda su superioridad social, el proyecto habitacional parecía monótono, uniforme y tedioso. No era una consideración trivial ya que, antes que nada, la prioridad del cineasta es hacer una película interesante: llenar las tomas con algo que capture la atención de la audiencia. Las películas, como declarara una vez Alfred Hitchcock son «primero que nada… un medio bidimensional… tienes un rectángulo que llenar. Llénalo. Componlo». Esto era difícil, si no imposible de hacer con el proyecto habitacional. Pero era terriblemente fácil con las viejas calles de las barriadas neoyorkinas.

No es sorprendente, por lo tanto, que por más de cuatro décadas el proyecto de vivienda se mantuviera fuera de la pantalla. Nunca se construyó un proyecto habitacional en ningún estudio de Hollywood, ni se filmaron más que unas pocas escenas en proyectos reales en Nueva York. Una rara aparición de los proyectos en una película de postguerra fue Cortland Homes, diseñado por el arquitecto Howard Roark y luego destruido en The Fountainhead. Es significativo que nunca llegamos a ver Cortland como un ambiente ocupado, como algún tipo de «hogar». Sea visto como una maqueta o como un sitio de construcción desfigurado, el proyecto se mantiene como un juego de un diseñador, una expresión heroica de voluntad arquitectónica pero con vaga intención social.

Figura 6. «Calle de Nueva York, MGM» (1951). Esta vista aerea del afamado estudio de grabación de MGM que reconstruye una calle de Nueva York -demolida en 1978 para construir condominios- revela con claridad su carácter de espacio contenido. Su calidad urbana contrasta dramaticamente con el patrón suburbano visible en el costado superior izquierdo.

4. Los proyectos modernos en las pantallas de cine: Straight Out of Brooklyn y Clockers

No fue hasta 1991 en que una película muestra efectivamente la primera mirada sustentable a un proyecto habitacional de Nueva York. Straight Out of Brooklyn fue escrita y dirigida por un cineasta afro-americano de diecisiete años, llamado Matty Rich, quien había nacido en el mismo proyecto de Brooklyn que usó como escenario para su primer film. Irónicamente el proyecto en cuestión no era otro que Red Hook Houses, el progenitor, en 1938, de todo el esfuerzo federal de vivienda.

Straight Out of Brooklyn es una notable ópera prima, obstaculizada por un bajo presupuesto de producció n. Esto es, sin embargo, parte de su impacto: una mirada desde dentro, de un jó ven cineasta, a aquello en que se ha transformado el proyecto de vivienda después de cuatro décadas desde su inicio idealista.

En la era de postguerra la vivienda pública en Nueva York se ha convertido en una verdadera ciudad dentro de la ciudad: alberga sobre medio millón de personas, una población mayor que muchas ciudades estadounidenses. Sus arrendatarios reflejan el cambio demográfico de Nueva York, ya que hoy son en su mayoría familias negras y puertorriqueñas las que vienen a reemplazar a la antigua población de raza blanca de los proyectos.

Para los años 50 parecía obvio que el simple determinismo de los primeros reformistas tenía profundas fallas, especialmente su creencia de que la forma de la barriada era una causa esencial de la conducta antisocial violenta. En un ambiente sano sin barriadas ni calles, según habrían planteado Dead End One Third of a Nation, la gente seguramente «viviría decentemente y sería decente», según las palabras de Dave. Pero no era tan simple. A pesar de sus verdes jardines, senderos serpenteantes y edificios ampliamente separados, los proyectos habitacionales estaban probando ser vulnerables a las mismas antiguas enfermedades que habían plagado las barriadas, además de algunas nuevas. En particular, como lo demuestra el film de Rich, el antiguo problema de «niños buenos convertidos en malos» seguía siendo un problema a principios de 1990 tanto o más que antes.

Figura 9. «Vista aérea, Lower East Side» (1935). Cuatrocientos mil neoyorquinos vivían en esta zona en 1935, en bloques de una altísima densidad (cuatrocientos por acre o más). Esta es, sin embargo, la mitad de la densidad que presentaba esta zona en 1900.

Straight Out of Brooklyn comienza en el interior de un apartamento donde un adolescente llamado Dennis Brown, caracterizado por Lawrence Gilliard Jr., vive junto a su familia (la escena fue filmada en el apartamento de la abuela del director, en Red Hook). No se trata, claramente, de un antiguo block de vivienda. Atrás quedaron las habitaciones escuálidas y oscuras, las murallas de adobe en proceso de putrefacción, los nauseabundos baños. Aunque austero y poco espacioso (Dennis y su hermana comparten una pequeña habitación) el espacio, al menos, se ve limpio y bien iluminado, con modernos baños y cocina. Pero al igual que los otros tugurios que hemos conocido, se trata de una cueva de problemas domésticos. El padre de Dennis (George T. Odom), amargado por el racismo social y por sus propios fracasos, golpea a su esposa (Ann D. Sanders) de forma brutal, en ataques de rabia alcoholizada que sus hijos no pueden evitar escuchar a través de la puerta de su habitación. Mientras, las peleas del propio Dennis con su padre se vuelven cada vez más feroces.

Es obvia la razón por la que Dennis se queda afuera, en compañía de sus amigos Kevin y Larry (personificados por Mark Malone y el mismo Rich) quienes parecen los herederos espirituales de los chicos del Dead End. No son chicos malos sino adolescentes desorientados e impresionables, creciendo en un lugar difícil que no perdona. Bajo sus bromas y chistes, percibimos la frustración que los empuja a salir al mundo. Dennis dice a sus amigos «todo lo que tenemos es la calle».

Pero no hay calles en Red Hook. Los planificadores se han encargado de eso. Sólo hay espacios de estacionamiento, de recreación y jardines, y es en uno de estos espacios donde, antes, vemos a un narcotraficante matando a alguien, cegado por la ira. Cuando el sonido del disparo hace eco en el proyecto, una amplia visión de las murallas de ladrillo de los edificios nos muestra cómo la violencia es absorbida por este paisaje vasto y anónimo. De hecho, a medida que la película continúa, se vuelve obvio el poco impacto que ha tenido la eliminación de las calles, ya que los problemas de la barriada persisten. Los parques y espacios abiertos no pueden evitar que la familia de Dennis se desintegre, ni lo alejan de sucumbir a la típica tentación del dinero fácil y el estatus que trae consigo la actividad criminal, en su caso el asalto a mano armada a un narcotraficante local. La violencia domestica, la frustración de la pobreza, el atractivo del crimen, todo eso parece no sólo haber sobrevivido a la antigua barriada, sino que está progresado en perfectas condiciones, enmarcado entre los nuevos árboles y jardines.

Figura 10. «Straight Out of Brooklyn» (1991). Situada en el proyecto de vivienda Red Hook, y dirigida por el entonces primerizo Matty Rich -quien creció en el mismo proyecto- la cinta cuenta la historia de un adolescente llamado Dennis (Lawrence Gilliard Jr.), quien sueña con salir de ese lugar de cualquier manera posible.

En cualquier caso, el diseño del proyecto habitacional hace que la llegada de Dennis al crimen sea aún más fácil. Si los reformistas alguna vez atacaron la calle por su incontrolable y laxa estructura social, difícilmente podrían imaginarse los efectos del plano de los proyectos habitacionales, su paisaje abstracto, donde casi toda conexión se organiza entre espacios abiertos, abajo, y en altos edificios, arriba. En una escena el sonido de un disparo en la noche despierta a la madre de Dennis; en pánico, corre a la habitación de Dennis, descubre que no está en su cama y está segura de que su hijo fue baleado. Como suele suceder, Dennis no se encuentra en peligro en ese momento, pero sentimos la profunda desesperación de la madre, la incapacidad de ejercer ningún control sobre lo que ocurre fuera de su departamento. No tiene ninguna posibilidad de saber qué es lo que ocurre allí afuera.

Al comienzo del film de Rich los proyectos habitacionales se convierten en un paisaje común en la ciudad cinematográ fica, generalmente como parte de un paisaje de pobreza urbana. En Just Another Girl on the I.R.T (1992) de Leslie Harris se muestra un deteriorado proyecto en Brooklyn, en el que vive Chantel (Ariyan Johnson). El proyecto no se presenta como solución ni como causa de sus problemas, sino simplemente como otro factor en su desafortunada existencia. Fresh (1994), de Boaz Yankin, nos presenta otro hecho similar a través de la historia de un inteligente niño de 10 años (Sean Nelson) que vive en un departamento del proyecto junto a su abuela y otros once primos, tres por cada habitación. El film observa pero no da su opinión acerca de este hacinamiento (técnicamente ilegal pero muy común en todos los proyectos), lo que simplemente pervierte las razones originales para la construcción de los proyectos. Tampoco se comenta acerca del interior del apartamento, completamente vacío y utilitario, lo que claramente traiciona el tácito intento original del proyecto de ser una especie de archivador de gente pobre más que un hogar real. Uno de los pocos reconocimientos explícitos que hace la película en cuanto a su miserable escenario, aparece al final, cuando a Fresh se le presenta la oportunidad de ir a vivir en otro lugar. Este solo hace una petición: «no quiero volver a vivir en un proyecto».

En 1995 el director Spike Lee ofrece una de las miradas más cercanas y certeras que se han dado al proyecto habitacional, detallando meticulosamente lo que Straight Out of Brooklyn delineó en un principio: el rol del proyecto como una «cuna del crimen» moderna, un lugar donde niños decentes se convierten en adultos destructivos. Al igual que en el film de Rich, Clockers de Lee deja en claro que esta problemática trayectoria social ha sobrevivido al cambio crucial -la eliminación de la calle- que tenía por finalidad derrotarla; mucho más explícito que el film anterior, identifica de forma precisa cómo el paisaje utópico del proyecto se fue adaptando para propósitos ilícitos -quizás aún peor de lo que alguna vez fue la calle tradicional.

Clockers, basada en la novela de Richard Price, fue filmada en las Gowanus Houses, un proyecto de postguerra en Brooklyn que en la película llevan por nombre «Nelson Mandela Houses». Por un momento, en la amplia toma de apertura, podemos ver el proyecto como probablemente lo imaginaron los planificadores hace décadas: un verde y ornamentado refugio de la ciudad, al centro un circulo de bancas mirando hacia el mástil con su orgullosa bandera estadounidense. Sin embargo, esta idílica visión es rápidamente quebrada cuando una «banda» de adolescentes de ruda apariencia se toman una de las bancas. Aún conservan un débil rastro de los Dead End Kids en su agresiva discusión acerca del gangsta rap, pero la nueva realidad queda clara cuando el líder, Strike (Mekhi Phier) corta la conversación abruptamente: «Ocupémonos del negocio», dice. Los chicos han venido al proyecto no a socializar sino a trabajar, a entregar drogas a los clientes -adictos locales, jóvenes prostitutas, chicos de clase media de Connecticut- con buen o mal clima, día o noche, trabajando a toda hora: son los «clockers».

Como queda claro en la película, ni Strike ni su jefe viven en el proyecto, sino en la periferia.¿por qué, entonces, han venido aquí?. Con la ayuda de Malik Hassan Sayeed, el director de fotografía, Lee nos muestra cuán adecuado es el proyecto para este tipo de negocios. Un lente telefoto escoge a un cliente que se acerca a ellos desde la distancia. Uno de los jóvenes vendedores sale a su encuentro, toma su orden y luego silba una señal. Ahora la cámara gira hacia hacia Strike, que está sentado cerca del mástil -podemos ver que se trata de una posición central en la que puede controlar toda la operación. Strike se golpea el pecho y nuevamente la cámara se mueve, ahora lateralmente hacia un jardín en el extremo del proyecto, donde se ha apostado un vigía para ver si viene la policía. El vigía devuelve la señal de que todo esta despejado, información que Strike transmite al vendedor (golpeándose, esta vez, la cabeza), quien se mantiene la mayor parte del tiempo escondido. El vendedor toma el dinero del comprador y llama a la puerta de un edificio cercano; en pocos minutos un corredor sale y bota una bolsa en un basurero cercano, luego el mismo comprador lo sigue, recoge la bolsa y se retira. La venta se ha completado.

Figura 11. «Clockers» (1995). Para la versión fílmica de la novela de Richard Price, Spike Lee y su equipo filmó en loicación por doce semanas en el verano de 1994, en el proyecto Gowanus Houses, Brooklyn. En la imagen de arriba se puede ver una mirada aérea del proyecto, cuyos edificios ya no se encuentran encapsulados por espacio urbano sino que flotan en espacio abierto, desconectando el ámbito privado del proyecto de su contraparte pública de una manera que usualmente se ha tornado desastroza para sus habitantes. En la imagen inferior, Iris Jeeter (Regina Taylor) intenta proteger a su hijo menor Tyrone (Pee Wee Love) de Strike (Mekhi Phifer) y de otros narcotraficantes (o clockers), quienes controlan el espacio público.

Con cruel precisión la escena nos muestra cómo el amplio y verde paisaje del proyecto ha sido transformado con fines ilegales. Ofrece espacios abiertos amplios y dispersos ligados por líneas de visión largas e ininterrumpidas, los terrenos permiten a los clockers (con su sofisticada división del trabajo) estar dispersos entre ellos mismos, no sólo para cuidarse de la policía sino también para mantener las drogas y el dinero lo más separados posible, en caso de que ocurriese algún problema; de hecho, momentos después de terminar la escena, aparece la policía y realiza una búsqueda sin encontrar nada; el principal escondite de drogas se encuentra a buen resguardo en un edificio cercano. Filmando la escena con un lente telefoto, Lee y Sayeed transforman al público en cómplices de la acción: nosotros observamos cómo se lleva a cabo el acto ilícito a través de las mismas líneas de visón en las que se respaldan los traficantes. El lente telefoto también ayuda a transformar el paisaje aislado y disperso del proyecto habitacional -en algún momento desalentador para los cineastas- en una serie compacta de cuadros llenos de incidentes.

Por su puesto, no somos los únicos que estamos observando. Ubicados en el centro mismo del proyecto, los clockers son inevitablemente el centro de atención de los niños pequeños -especialmente de un niño llamado Tyrone (Pee Wee Love), inteligente y huérfano de padre, quien idolatra a Strike y ha comenzado a transportar drogas, sus primeros pasos en una vida declocking . A diferencia de la madre sufriente presentada en Straight Out of Brooklyn, Iris (Regina Taylor), la madre de Tyrone, es joven y vigorosa y no está dispuesta a perder a su hijo sin dar la pelea; incluso ha reclutado un patrulla (Keith David) para tal causa. ¡Pero que difícil resulta la tarea en el proyecto! Sus altos edificios distribuidos deliberadamente para evitar la delimitación o cerramiento de cualquier espacio abierto han distanciado todo aspecto de la vida doméstica, del espacio público ubicado abajo. Cuando Iris valientemente desciende desde su hogar para reprender a los clockers, intentando restaurar algún sentido de responsabilidad comunitaria («Yo los conozco», les dice, «¡Conozco a sus madres!») sentimos dolorosamente cuan poco sentido de «comunidad» existe en este verde espacio enfermo, anónimo y engañoso, donde los pocos símbolos de autoridad -una madre preocupada, un policía amable- actúan sin el apoyo de una entidad social mayor. Hacia el final de la película Tyrone ha sido rescatado, pero otro clocker yace muerto en el suelo por un disparo en una riña por drogas; alejándose de la escena del crimen, un policía sugiere disgustado que «Deberían mandar estos proyectos a Timbuktu».

Por fin, los cineastas y reformistas han coincidido, el problema era obvio: la calle era una cuna del crimen, un criadero de tentaciones ilícitas, la clave para los problemas de las barriadas. La respuesta no era menos simple: «saquen a toda la gente y dejen caer una bomba atómica». Y eso es justamente lo que sucedió cuando los proyectos habitacionales de postguerrra eliminaron todas las calles y las transformaron en algo totalmente diferente. Ahora el círculo estaba completo, y aún no había respuesta, excepto explosivos.

Este artículo fue invitado por el Consejo Directivo de la revista para ser publicado en bifurcaciones, y corresponde a  un extracto del capítulo 6 («Street scene») de la parte 2 («On the town») del libro de James Sanders, titulado Celluloid skyline: New York and the movies. Agradecemos al autor y a la editorial Knopf por las facilidades otorgadas y el interés por su publicación al español. Traducido por María José Zabala.

James Sanders es arquitecto y escritor.

[1] N. del E.: La calle Bowery es una de las más conocidas de Manhattan, que marca más o menos la frontera entre Chinatown y Little Italy. En tiempos pasados, la calle llevaba al campo de Peter Stuyvesant , tomando su nombre de una vieja palabra holandesa para granja, «bouwerij».

[2] Algunos proyectos habitacionales hicieron apariciones cortas y negativas en muchas películas más tardías. En 1971, «The French Connection» el desordenado departamento del detective Popeye Doyle (Gene Hackman) ubicado en un proyecto, sugiere que este rudo policía no tiene una real vida hogareña. En «Jacob’s Ladder» (1990) la existencia pesadillesca de postguerra de Tim Robbins se sitúa en otro triste proyecto en Brooklyn, mostrando el mayor contraste posible con flashbacks de su alegre vida familiar antes de la guerra, en un departamento en Riverside con toldo, portero y otros símbolos de comodidad doméstica urbana.