Resumen
¿Cómo pensar la ciudad en términos de “autobiografía”? ¿Cómo apropiarnos de tamaño espacio, ajeno y misterioso, y sobre todo común, compartido con millones de personas? En general se tiende a considerar la autobiografía en el eje temporal, pero toda biografía es también inseparable de la dimensión espacial donde esos acontecimientos tienen lugar. Así, para habitantes de las ciudades la historia se entreteje en el espacio urbano de modos visibles e invisibles pero nunca intrascendentes. En este ensayo intentaré responder a esas preguntas abordando la ciudad como punto de encuentro de diversas miradas, saberes, artes, oficios, literaturas, anclajes y errancias, utopías y distopías. En otras palabras, intentaré pensar la ciudad como espacio biográfico.
Palabras Claves
Imaginarios urbanos, arquitectura, autobiografía, memoria.
Abstract
How to think the city in terms of “autobiography”? How to appropriate such an alien, mysterious and shared space? Usually, autobiography tends to be considered on a temporal axis, but all biography is also inseparable from the spatial dimension in which those events take place. Thus, for the inhabitants of cities history unfolds in the urban space in ways that are both visible and invisible, but never irrelevant. In this essay I shall attempt to approach these questions by looking at the city as a focal point among different views, knowledge, arts, crafts, literatures, in-mobilities and wanderings, utopias and dystopias. In other words, I aim to think the city as a biographical space.
Keywords
Urban imaginaries, architecture, autobiography, memory.
¿Cómo pensar la ciudad en términos de «autobiografía»? ¿Cómo apropiarnos de tamaño espacio, ajeno y misterioso, y sobre todo común, compartido con miles, millones de personas? En general se tiende a considerar la autobiografía -la biografía misma- en el eje temporal, el transcurso de las cronologías, el paso obligado del tiempo marcando los acontecimientos significativos de las diversas etapas de la vida humana. Pero toda biografía -como toda inscripción en la memoria- es también inseparable de la dimensión espacial, del entorno, el sitio, el escenario donde esos acontecimientos tienen lugar. Así, como habitantes de las ciudades, nuestra historia se entreteje en el espacio urbano de modos visibles e invisibles pero nunca intrascendentes.
Intentaré entonces responder a esas preguntas abordando la ciudad como punto de encuentro de diversas miradas, saberes, artes, oficios, literaturas, anclajes y errancias, utopías y distopías. En otras palabras, pensar la ciudad -el espacio urbano, físico, geográfico- como espacio biográfico.
1. Espacios
Pero ¿qué concepción del espacio anima esta comparación? Y aquí no puedo dejar de recordar una situación bastante risueña, que muestra cómo ciertos temas o significantes insisten en nuestro léxico y nos acompañan, aún inadvertidamente, a lo largo de nuestra trayectoria. Cuando invité a Doreen Massey, la reconocida geógrafa cultural inglesa, a participar con un capítulo en el libro que compilé hace unos años, Pensar este tiempo (2005) -su artículo lleva el título de «La filosofía y la política de la espacialidad»-, caí en la cuenta de que yo también había trabajado la noción de espacio, en bastante sintonía con la suya, aun sin conocerla, en mi libro El espacio biográfico (2002) a lo cual me respondió, con una sonrisa, que quizá yo también era geógrafa…
En efecto, yo había postulado la noción de «espacio» -en la doble dimensión de una espacio/temporalidad- para albergar, más allá de los géneros considerados canónicos y sus relativas especificidades (biografías, autobiografías, memorias, diarios íntimos, correspondencias) a una multiplicidad de formas y géneros de umbrales no siempre nítidos, concernidos en mayor o menor medida por una narrativa vivencial o autorreferencial (entrevistas, relatos de vida, testimonios, autoficciones), que involucraban tanto el lenguaje verbal como el audiovisual y cuyo despliegue, en la literatura, los medios de comunicación, el cine, el teatro, las artes visuales y hasta la investigación académica, era cada vez más notorio. Este espacio biográfico -al que es necesario sumar, en los últimos años, el torrente de las prácticas auto/biográficas en la Web- se transformó así en un analizador, en un horizonte de inteligibilidad para dar cuenta, sintomáticamente, de lo que puede considerarse como una verdadera reconfiguración de la subjetividad contemporánea.
¿Por qué proponer una lectura sintomática? Es que cabe formularse ciertos interrogantes ante la insistencia y la simultaneidad de un fenómeno que no expresa meramente tendencias o modas de creciente expansión en un mundo mediatizado, sino que alcanza incluso a géneros tan consagrados como la novela o el documental (novela autobiográfica, autoficción, documental subjetivo), produciendo debates enconados al respecto: el sí mismo como protagonista en desmedro de la trama y la invención que caracterizan a la literatura, por ejemplo.
Más allá del clásico interés por la vida de los otros, por atisbar los diversos registros de la privacidad y la intimidad con su carga ineludible de voyeurismo, pueden aventurarse algunas hipótesis. Quizá esa explosión de narrativas del yo, y sus incontables des/figuraciones, como diría Paul de Man (1984), suponga una profunda necesidad de autoafirmación, de rescate de la singularidad en sociedades de creciente uniformidad e indistinción; una búsqueda identitaria y de reconocimiento frente al anonimato de las redes, esas distancias del cuerpo y de la voz que instauran los nuevos medios de comunicación (aunque estemos todo el tiempo «conectados»); y también una exaltación de la subjetividad ante la monotonía de las vidas reales de la época, la incertidumbre de las trayectorias laborales y los destinos -la propia idea de planificación parece ajena a nuestros avatares. Pero hay también en ello buenas dosis de competitividad, individualismo y narcisismo, estimuladas por las lógicas del mercado y la publicidad, que no dejan nada afuera, incluidos la literatura o el arte que aparecen como «de resistencia»: festivales de literatura, «el escritor como espectáculo», el crítico o académico como curador, etcétera.
O tal vez, mirado desde otro ángulo, este fenómeno tenga que ver con desencantos, con el fracaso de las utopías colectivas, con un debilitamiento del lazo social en términos de comunidad y solidaridad, y también con la emergencia de experiencias traumáticas y la necesidad de dar la voz: el auge desmesurado de la memoria, ya sea como añoranza o rescate de un pasado perdido o como trabajo de duelo, y su institucionalización en políticas públicas, conmemoraciones, recolecciones, museos, memoriales, monumentos y contramonumentos (Young, 2000), dan cuenta de ello.
Volviendo a Doreen Massey, su concepción de la espacialidad, que también remite a un espacio/tiempo, es sumamente pertinente para el tema que quiero desarrollar aquí, y podría condensarse en tres aspectos: 1) el espacio es producto de interrelaciones, desde lo inmenso de lo global hasta lo ínfimo de la intimidad; 2) es lo que hace posible la multiplicidad, la coexistencia de voces y trayectorias diferenciales; y 3) precisamente porque es producto de relaciones e interacciones siempre está abierto, en proceso de formación, en devenir, nunca acabado (Massey, 2005).
Esta mirada difiere entonces de una conceptualización del espacio como una superficie, como una extensión delimitable, de fronteras nítidas, de una continuidad y una temporalidad entendida bajo las reglas de un «avance», de un «progreso» o de una mera acumulación. Permite entender el espacio -en este caso, el espacio urbano- como el territorio por excelencia de la multiplicidad, la hibridación, la simultaneidad y superposición de las diferencias, las interacciones de todo tipo, la coexistencia de anacronismos y vanguardias, de futuros pasados, de avances y retrocesos, de disrupciones, resurgimientos y decadencias en inquietante vecindad (como el perturbador concepto de Rem Koolhas junkspace, espacio-basura, espacio de lo indeterminado, lo informe, lo gelatinoso, lo obsoleto, el desecho que generan las grandes ciudades junto con su despliegue de potencia y futuridad. Volveremos sobre esto).
Pensado así, como producto de interrelaciones, el espacio es eminentemente político: tiene que ver con el poder, es generizado -en la noción de gender-, impredecible y, en tanto inacabado, escapa siempre a la «planificación». Se puede proyectar una ciudad, sus edificios, calles, plazas, servicios, con las mejores intenciones -y quizá es muy bueno que eso suceda-, pero nunca podrá anticiparse la multiplicidad de sus usos, su esplendor o su decadencia, los modos del habitar, los tránsitos, las trayectorias.
En esta óptica, tampoco es posible pensar las identidades como determinadas por el espacio -físico, geográfico, nacional, regional, urbano, barrial-, sino como producto justamente de las tensiones e interacciones que constituyen ellas mismas la espacialidad, y donde se relativizan los términos de un «adentro» y «afuera», más aún en tiempos de globalización. Esto impone ciertos resguardos ante algunas concepciones, como las de «tribus urbanas»: el espacio urbano define de alguna manera a sus personajes, pero también es definido por ellos.
El principio dialógico de Bajtin (1982) es particularmente apropiado para pensar estas relaciones donde es imposible fijar el punto del origen: no hay un «primero» que inaugura el rito de la interacción, sino que ésta es constitutiva de la sociedad misma y de la relación entre sujeto y mundo; no una mutua exterioridad, donde el sujeto o el objeto tendrían primacía según se acentúe en uno u otro polo -y entonces, subjetivismo u objetivismo-, sino el sujeto en el mundo y el mundo en el sujeto, y así, la razón misma concebida como una instancia social y dialógica.
Del mismo modo, podemos concebir los espacios públicos y privados en pluralidad y multiplicidad (no hay en verdad un solo «espacio público»), mutuamente implicados. Si la intimidad invade los espacios públicos, sobre todo a través de los medios de comunicación, lo público invade el corazón del hogar a través de la conexión satelital, de la televisión a la Internet y la telefonía celular. La tecnología viene así a dar prueba de la vigencia de un viejo tema: el de la relación misma entre individuo y sociedad que tan bien definiera Norbert Elias (1991): no el individuo como un desprendimiento de la sociedad ni ésta como una sumatoria de individuos, sino dos momentos de una mutua implicación, el umbral incierto entre una intimidad atravesada ya por la norma de lo social y una sociedad de (inter) subjetividades o, para decirlo con su propia expresión, «la sociedad de los individuos».
Es en esa interacción dialógica, en esa mutua implicación de lo público y lo privado, de lo personal y lo social, que propongo pensar la ciudad -el espacio urbano- como espacio biográfico. Una compleja trama donde la ciudad se impregna del ser de sus habitantes (ya lo decía el famoso adagio de Shakespeare, What is the city but the people?),y al mismo tiempo configura ese ser: la lengua común, las genealogías, las marcas históricas, los ritos cotidianos, esa enorme energía reproductiva que parece equipararse a la vida misma.
2. Recorridos
El espacio biográfico bien podría comenzar por la casa, el hogar, la morada -en el sentido fuerte de morar, estar en el mundo, además de tener un cobijo, un resguardo, un refugio. La casa natal como el punto inicial de una poética del espacio, como diría Bachelard (1965), un modo de habitar donde anidan la memoria del cuerpo y las tempranas imágenes que quizá nos sea imposible recuperar, y que por eso mismo constituyen esa especie de zócalo mítico de la subjetividad. Lugar extático en las fotografías que atesoran instantes irrecuperables, pero a la vez el primer territorio de la exploración, de los itinerarios que definen el movimiento y el ser de los habitantes y de la ciudad misma.
Bachelard se detiene en esa pequeña geografía universal: la sala, los dormitorios, el sótano, el desván. Cada uno con su carga poética y dramática, las risas, las luces de celebración, la calidez de la lámpara junto a la ventana y las sombras de los rincones que preanuncian los momentos de melancolía o de meditación. La casa misma está constituida por los tránsitos cotidianos, tránsitos donde el género marca inequívocamente sus ritmos -como lo muestra el inquietante filme de Chantal Ackerman Jeanne Dielman, 23 Quai du Commerce 1080 Bruxelles (1975), que se detiene en los quehaceres y recorridos domésticos, el eterno afanarse de la protagonista en los pasillos, la pileta de lavar, la cocina, lugares donde quizá no se detendría otra cámara y que suponen para ella filmar como una mujer. (Por cierto, esta visión idílica y poética poco tiene que ver con la injusticia del habitar que caracteriza a nuestras ciudades latinoamericanas -y no solamente-, y menos aún con ese significante que parece asumido con una perturbadora naturalidad: homeless.)
Transgrediendo el umbral hacia lo público, la calle, el barrio, el plano amplificado de la urbe, podemos perdernos con Benjamin -pese a la indudable desaparición del flâneur– o «escribir» esos tránsitos con Michel de Certeau (1990), aunque seamos incapaces de «leerlos» según reza su conocida expresión. Una ciudad trashumante o metafórica, que desborda la traza urbana y el trabajo del urbanismo, susceptible de ser abordada desde una perspectiva poética o mítica del espacio.
Pese al automatismo de marchar por los mismos lugares, de la inatención con que miramos a menudo por las ventanillas, el recordar los pasos de otro tiempo allí donde todo ha cambiado es uno de los modos más rotundos en que se enuncia la temporalidad. Así, suele impactarnos el retorno -luego de viajes, exilios, de vivir en otra parte- cuando ya no reconocemos el lugar. Lo que se ha perdido, aún cuando no nos «pertenezca» verdaderamente, aún cuando no sea la casa natal, también se ha llevado consigo algo de nuestra biografía, del mismo modo que las casas que ya no habitamos se nos han vuelto extrañamente ajenas: otras luces y sombras, otros moradores, desconocedores de lo que guardan las paredes, esa intensidad de cuerpos, gestos, emociones, que perduran quizá como campos de energía. Jonas Mekas, el célebre documentalista experimental lituano/americano, en su filme Letter from Greenpoint (2004), mientras se despedía de la casa donde había vivido por décadas recorriéndola con su cámara digital, reflexionaba precisamente sobre esto: la presencia intangible de quienes habían pasado por allí, conformando el espíritu del lugar.
La diferencia entre interior y exterior guarda cierta semejanza con la que media entre distancia y proximidad, entre la panorámica desde el avión y el «abajo» de la muchedumbre, los remolinos de la circulación y la respiración de la calle. La inmensidad de la metrópoli, su infinita extensión en el caso de las megalópolis, deja dudas sobre su cualidad humana, dando lugar a todas las fantasías, desde los cataclismos geológicos a la ciencia ficción: San Pablo, por ejemplo, y la cresta montañosa de los edificios que parecen brotados sin control de la tierra; la infinita llanura nocturna de Los Ángeles en las imágenes inolvidables de Blade Runner;o el sorpresivo océano de luces de México DF cualquier atardecer bajando del Ajusco.
«Andar es no tener lugar», dice de Certeau. «La errancia que multiplica y agrupa la ciudad hace de ella una inmensa experiencia social de la privación del lugar» (de Certeau, 1990: 155). ¿Pero no podría pensarse, por el contrario, que andar es también apropiarse del lugar, tal como la lectura o la escucha se apropia del texto, lo incorpora, lo transforma en experiencia? Por cierto, hay andares diferenciales, cargados con el peso de la obligación -o la desesperanza- o imbuidos de levedad en la deambulación. Es posible pensar la ciudad como una trama textual, narrativa, donde metáforas, metonimias, hipérboles y sobre todo oxímoros se articulan sin cesar bajo la mirada avezada del poeta o del crítico, que no seguramente la del transeúnte apresurado. Pero también puede pensarse como el «imperio de los signos» (parafraseando a Roland Barthes), donde la visualidad prima sin duda aunque indisociable de la sonoridad -la ciudad nocturna y silenciosa puede generarnos enorme inquietud-, lugar de encuentro con el Otro en su más rotunda otredad -étnica, lingüística, cultural, sexual-, habitada por los nombres -calles, plazas, barrios, monumentos, edificios, comercios- en una cartografía caprichosa que une acontecimientos trascendentales de la historia con remotas geografías; que pone a dialogar héroes desconocidos con artistas, poetas, santos, músicos, oficios, herbolarios, en conjuntos o vecindades que hacen recordar la enciclopedia china de Borges. También esos nombres, recorridos una y otra vez, forman parte esencial del espacio biográfico.
Pero no todo se ve ni tiene nombre en la ciudad, o bien, hay otros lugares y otros nombres escamoteados a lo visible, en tanto vivimos en espacios antiguos, lo nuevo surgiendo siempre sobre los restos de lo viejo, acumulaciones sobre ruinas, un telón de trasfondos borrosos: «Dormimos donde se agitan somnolientas revoluciones antiguas», otra vez de Certeau (1990). Espacios acosados por fantasmas, ánimas del pasado y espectros del presente, junto con los que se agitan en el sueño, caros al psicoanálisis.
Sobre esos misterios de la ciudad la literatura y el cine han trabajado sin descanso –Los Misterios de París, de Eugenio Sue; Les Mystères de Paris, filme de Charles Burguet; El misterio de la Rue Morgue y El Misterio de Marie Rogêt, de Poe, hitos fundantes de la novela policial; y una más cercana: Misteriosa Buenos Aires, de Mujica Láinez, para dar sólo algunos ejemplos emblemáticos. Del lado del cine, la ciudad es protagonista absoluta de la mayor parte de los filmes que vemos, el escenario por excelencia de todos los registros de la vida humana: personajes, historias, mitos, afectos, sensaciones, violencias. Así, en un impacto visual que se hace hábito, reconocemos ajenas geografías en un efecto de anticipación: antes de llegar ya habremos recorrido -y sufrido- los derroteros de sus personajes en una rara familiaridad. La misma que después de haber estado allí, según el viejo adagio antropológico, nos llena de excitación ante su aparición en la pantalla, más allá de la historia que se narre. Los amantes de las ciudades podemos ir al cine sólo para «ver Londres» o París, o New York o Estambul… y disfrutar del reconocimiento de una calle, una esquina, un barrio, una vista, poniendo una vez más en evidencia ese deseo ancestral del andar, de estar en otra parte, nunca satisfecho.
Hay por cierto, ciudades-fetiche, cual actores o actrices, que un director exalta con su filmografía (la Nueva York de Woody Allen, la Roma de Fellini, la Venecia de Visconti), pero es quizá el cine mismo el que opera esa simbolización: ¿qué sería de Los Ángeles sin las incontables películas sobre Los Ángeles? También podemos recorrer una ciudad tras las huellas de personajes memorables, reales o ficticios: Berlín con Benjamin o Win Wenders, Londres con Mrs Dalloway y Virginia Woolf… Es que no sólo en la ciudad natal se entrama nuestra biografía: hay ciudades míticas, amadas, idealizadas; ciudades donde se llega por interés, por curiosidad o por necesidad; exilios voluntarios u obligados; búsquedas, migraciones. Si la figura del extranjero era emblemática de la modernidad y preanunciaba la difuminación de las fronteras en un mundo cada vez más extenso, el tejido mismo de las urbes se ha transformado en una especie de geografía universal: barrios chinos, coreanos, turcos, italianos, paquistaníes, griegos, bolivianos, y la lista podría seguir en virtud de los continuos flujos migratorios. Si hace unas décadas hablábamos de «multiculturalidad», el auge de la comunicación satelital hace hoy quizá más pertinente hablar de «transculturalidad», en tanto puede vivirse en dos ciudades, dos universos, dos lenguas, simultáneamente, en una cotidianidad desdoblada, como lo muestra un estudio sobre comunidades turcas en Londres, por ejemplo (Aksoy y Robins, 2005).
Partiendo de la casa natal nos hemos ido lejos. Es que quizá no sea tan clara para el caso la distinción heideggeriana entre «morar» y «deambular»: morar es también deambular, física y virtualmente -en tanto «navegamos» en la Web, un verbo no casualmente elegido. Los tránsitos parecen hoy primar por sobre anclajes y raíces, a menos que se piense en «raíces en el aire», como decía Barthes. En ese movimiento, que no descree sin embargo de linajes, genealogías, ancestros, identificaciones, huellas de infancia, afectos, pertenencias, pueden pensarse también las identidades -lejos de la fijación y el esencialismo- en tanto identidades narrativas, fluctuaciones entre lo mismo y lo otro, lo que permanece y lo que cambia, la otredad constitutiva del sí mismo. Pensar la relación entre ciudad y subjetividad supone también esa fluctuación, una temporalidad disyunta de pasados presentes, una espacialidad habitada por discontinuidades, tanto físicas como de la memoria; pero también una trama social y afectiva perdurable, configurativa de la propia experiencia.
3. Memorias
¿Qué es lo que la memoria sustrae al olvido? ¿Cómo opera esa aporía aristotélica de «hacer presente lo que está ausente»? Según el filósofo -en la lectura de Ricoeur (2004)-, al recordar se recuerda una imagen (con toda la problematicidad de lo icónico: el dilema de la representación, su relación intrínseca con la imaginación y por ende, su debilidad veridictiva) y la afección que conlleva esa imagen. Podríamos afirmar que no hay imagen sin un contexto espacial, un ámbito en el cual se recorta y también, con un dejo benjaminiano, que en la ciudad la memoria nos sale al paso, a cada paso, aún desprevenido. Memorias de su propia temporalidad -y entonces, ya hecha historia- y memorias que nos pertenecen, que están atesoradas como en un desván, sin ser llamadas, pero que de pronto irrumpen al atravesar un espacio familiar, un cierto giro de la calle, una casa que habitamos o frecuentamos en otro tiempo, el sitio de una escena feliz o dramática, la escuela a la que iban nuestros hijos, la plaza, el café, la panadería… Imágenes súbitas, que se articulan en sintaxis caprichosas y transforman el simple andar en un ejercicio de anamnesis, de rememoración.
Es que los recorridos cambiantes dentro de la ciudad nos alejan a veces de lo conocido: nos mudamos de barrio o de calle, abandonamos una rutina añeja e inauguramos otra, descubrimos nuevos atajos y nuevas fronteras. Porque en verdad, la ciudad contemporánea, pese a su multiculturalidad, a la Babel de lenguas que a menudo resulta, no ha dejado de incrementar la segregación espacial, estableciendo cada vez más fronteras interiores, no sólo por barrios o zonas bien delimitadas sino hasta por una simple calle, que puede dividir dos universos, trazar una línea de demarcación -étnica, social, de clase- casi tan contundente como un muro.
Pero entre la memoria histórica, lejana, de hechos y sitios que tal vez desconocemos, y la memoria biográfica, familiar, que inviste afectivamente objetos y momentos, hay otras memorias de pasados recientes, que insisten dolorosamente en la conciencia colectiva. Memorias ligadas a acontecimientos traumáticos, cuyos anclajes físicos, materiales, también salen al paso ante el transeúnte no tan desprevenido: estelas, inscripciones, placas, baldosas, museos, monumentos, memoriales. Marcas urbanas que señalan padecimientos y destinos trágicos, heridas de guerra, xenofobia, injusticia o persecución, desde las lacerantes placas en algunas escuelas de París que recuerdan a los niños judíos llevados al campo de concentración al vertiginoso abismo del Ground Zero en Nueva York.
En Buenos Aires esas marcas son múltiples y trazan una cartografía aterradora: las huellas que la última dictadura militar dejó en los distintos barrios -los ex centros clandestinos de detención, tortura y exterminio, cuyas estructuras permanecen en algunos casos y en otros son sólo ruinas- y las marcas producidas por acción gubernamental, organismos de derechos humanos, vecinos o artistas para estimular justamente el trabajo de la memoria: el Museo de la Memoria, en el predio de la ex Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), el mayor centro de exterminio del país; el Parque de la Memoria, junto al río, con esculturas alusivas a la desaparición y un largo muro discontinuo con miles de nombres; los pañuelos de las Madres grabados en las baldosas de plaza de Mayo; baldosas colocadas por entidades vecinales señalando las casas donde vivían militantes que fueron secuestrados y asesinados; y una larga tradición en marchas, manifestaciones, actos, performances, acompañadas de distintos elementos de señalización: fotografías, pancartas, siluetas, manos, pañuelos, etcétera [1].
(Entre ellas se destaca la práctica del «escrache», que comenzaron a realizar los HIJOS de desaparecidos para señalizar los domicilios donde viven, tranquilamente, algunos represores aún no condenados.)
Pero hubo otros acontecimientos, más recientes, que también dejaron huellas dolorosas, acompañadas de la profunda desazón que produce la impunidad: dos atentados terroristas con bombas, el primero, en 1992, contra la Embajada de Israel, que la destruyó por completo causando cantidad de muertos, y el segundo, en 1994, contra la AMIA, la Mutual Israelita Argentina, que causó casi 100 muertos, incluidos transeúntes y vecinos. En el primer caso, una plaza seca, con árboles y recordatorios ocupa el lugar vacío del edificio; en el segundo, el edificio fue reconstruido dejando en el frente un retiro con los nombres de las víctimas, que fueron honradas también con pequeños árboles y placas a lo largo de las calles circundantes. Pero además, y como un efecto esperable, todos los edificios públicos de la comunidad judía -escuelas, templos, clubes, asociaciones- se constituyeron en marcas urbanas de la memoria, en tanto colocaron delante de sus puertas defensas de distinto tipo, que operan una notoria señalización, quizá imperceptible para quien desconozca lo sucedido.
Otro anclaje emblemático de memoria es el sitio donde se encontraba la disco Cromañón, donde en diciembre de 2004 se produjo un incendio que causó la muerte de 200 personas, en su mayoría jóvenes; una tragedia cívica, podríamos decir, en la que se combinaron vicios en los permisos de habilitación, usos indebidos del espacio -exceso de público, salidas de emergencia bloqueadas- e imprudencia del auditorio, que acompañaba con bengalas un recital de rock. En tanto el sitio en sí mismo fue clausurado, fue la calle la que se transformó en una especie de santuario de recordación, la que albergó el dolor y la protesta de los familiares, así como multitud de objetos, ofrendas, obituarios.
4. Futuros
Entre las metáforas que Wittgenstein (1988) utilizaba para hablar del lenguaje se destaca la de la ciudad: un antiguo núcleo en torno del cual se van agrupando los nuevos barrios -los nuevos sentidos-, sin que por eso pierda su carácter reconocible y peculiar. Sabemos que, inversamente, no podríamos aplicar esa descripción a la ciudad real, ya que el proceso de agregación de los barrios, en una larga temporalidad, muchas veces desdibuja de tal modo ese «centro» que deja de ser reconocible, o bien transforma a la ciudad dejándola sin centro, en una incontrolable dispersión, o da lugar a una «ciudad difusa», concepto sumamente inquietante para arquitectos, urbanistas y planificadores. La crisis de las ciudades, su crecimiento desaforado en el caso de las megalópolis, los dilemas de la planificación, el empeoramiento de las condiciones de vida, la inequidad, la desigualdad de accesos y recursos, la marginalidad y la violencia cotidiana, son temas que, analizados desde las más diversas perspectivas, llenan bibliotecas enteras, además de constituir un desafío para cualquier gestión y, en muchos casos, su fracaso.
Pero esos infortunios no atenúan la fascinación que desde siempre despertó la ciudad en poetas, filósofos, pensadores, novelistas, artistas plásticos, fotógrafos, cineastas; ya sea en visiones admirativas, idealizadas, fantaseadas, como realistas, críticas, apocalípticas o «post-autónomas», como denomina Josefina Ludmer (s.f.) a ciertas narrativas del presente. Si nos remitimos a nuestras ciudades latinoamericanas, por ejemplo, es justamente a través de la literatura, el cine y las artes visuales -actualmente en un franco proceso de expansión y experimentación-, que se expresa con mayor elocuencia la potencia de la urbe contemporánea, los ritmos, los ritos, los tráficos, los consumos, las tensiones y contradicciones que hacen a estilos de vida e historias diferentes, a la coexistencia de lo posmoderno y lo anacrónico, lo local y lo universal, y hasta lo diaspórico -un significante «de moda» que también cabría analizar. Así, se infringe fronteras territoriales y literarias, físicas y simbólicas, reales y virtuales, articulando identidades-otras, individuales y colectivas, y produciendo obras que resisten la clasificación -novela, testimonio, autobiografía-, o que hacen indisociables dos términos de un oxímoron (Ludmer [s.f.] habla, por ejemplo, de «realidadficción»).
Hay también una especie de oxímoron entre la avanzada en diseño y tecnología de los nuevos proyectos arquitectónicos y urbanísticos de autores célebres a nivel mundial, y lo decrépito, lo decadente, lo obsoleto, que se produce simultáneamente en las mismas ciudades. Curiosamente, esa simultaneidad de los fenómenos, que ciertos fotógrafos de arte, como el alemán Thomas Struth, logran captar con enorme agudeza (hay una notable obra suya, Pudong Shanghai [1999], donde los dos polos convergen en una visión hipnótica, casi metafísica), anticipa otro tiempo, el futuro, un tiempo impredecible en verdad para la ciudad, en tanto el espacio mismo está, volviendo a Doreen Massey, inacabado, siempre en devenir.
Quizá esta condición sea inherente a la ciudad en todo tiempo, pero hay ciertas características del presente que merecen una particular atención. En su apasionante ensayo Future city, Fredric Jameson (2003) analiza justamente esa duplicidad comentando los dos primeros volúmenes de una obra colectiva organizada por Rem Koolhas, el famoso arquitecto holandés, titulada Project on the City, cuyo carácter innovador y fuera de género la coloca más en la vecindad de los estudios culturales que del urbanismo.
Jameson comienza con un dato inquietante, que en su opinión puede leerse como el fin del urbanismo (al menos, el modernista): en 2025 se estima que alrededor de 5 billones de personas vivirán en ciudades. De ellas, 33 son megalópolis, 27 se encuentran en países de bajo desarrollo y 19 en Asia, lo cual hace pensar en un enorme deterioro de la condición urbana (y humana). Por otro lado está el impactante despliegue urbanístico de China, donde se construyeron en Shanghai 9.000 rascacielos desde 1992, agrupados en ciudades que parecen querer revivir la idea de Utopía, una travesía hacia el futuro que sin embargo no puede prever quiénes las habitarán.
Dos conceptos atraen en particular la atención de Jameson: la idea de shopping, ya no simplemente como la forma canónica del mall americano de extramuros, universalizada, que en su tendencia actual vuelve al corazón de la city o se desdibuja en la boutique individual a lo largo del strip o en eBay, sino como forma contemporánea -y adictiva- del deseo. «Finalmente, todo lo que se puede hacer en la ciudad es shopping [to shop]», dice alguna de las voces de ese libro, casi como una forma de existencia y de relación con el mundo, una práctica del espacio que si siquiera supone obligadamente el hecho de comprar, y donde hasta el objeto, la mercancía, ha desaparecido: no es ya su materialidad lo que cuenta sino, por cierto, el imaginario que conlleva, su simbolicidad, su puro fetichismo. (Al respecto, y haciendo una interrupción al texto de Jameson, el cineasta alemán Alexander Kluge en su obra Noticia de la Antigüedad ideológica- Marx- Einsenstein- El Capital [2008], da cuenta, de un modo directo y alegórico al mismo tiempo, de cómo el diseño aporta sutilmente a esa ley del deseo: las leyendas que operan como separadores de escenas «evocando tanto a Einsenstein como a Brecht- están diseñadas al modo de logotipos, cada palabra con una tipografía que remite a épocas y estilos diferentes, y que van puntuando así, un tanto subrepticiamente, la lógica de la mercancía que estructura El Capital.)
El otro concepto que Jameson analiza es el de junkspace, espacio-basura, lo decaído, lo viejo, lo descascarado, lo gelatinoso, lo inasible, lo irreconocible, grietas que comienzan a multiplicarse en un lugar, cables retorcidos, máquinas que no funcionan, vidrios estallados, letras que se han caído del cartel, espacios vacíos, abandonados, edificios -que bien pueden ser un shopping– que súbitamente se transforman en un «dinosaurio cavernoso», sombrío, amenazante. Pero junkspace es también el imperio de lo «re» -reciclado, restaurado, rediseñado, reacondicionado, recuperado, renovado-, que puede conducir a lo borroso, lo desdibujado, lo anodino, lo insulso, lo insípido, como producto de la anulación de la historia. Desaparición del original, de la forma -y una vez más, pérdida del aura-, donde el triunfo de lo híbrido, lo no reconocible, hace que la norma aparezca en su condición más represiva. Todos tenemos la experiencia de algún lugar cuya «remodelación» nos deja inermes, perdido quizá un anclaje importante en nuestro espacio biográfico, borradas las marcas de los usos, de los tránsitos, cambiados ciertos objetos de una escenografía; en una palabra, junkspace, un espacio escamoteado a la memoria y al afecto.
Otra lectura de la ciudad, donde la temporalidad transcurre en un espacio inasible, fuera del alcance de nuestra percepción, es la de Bruno Latour (s.f.), que ideó un libro visual en la Web donde la ciudad-Luz, que se ofrece tan fácilmente a la mirada, se nos presenta -a la manera de las ciudades de Calvino- en su invisibilidad, es decir, en todo aquello que está detrás de las imágenes típicas, turísticas, emblemáticas, de los recorridos canónicos, de los ritos, de los cafés famosos, de los espacios ceremoniales, como una red infinita de procedimientos que sostienen todos los servicios (la señalización, la provisión, la reparación, la contabilidad, el control, etcétera) en sus diversas materialidades: cables, tensores, luminarias, carteles, fibras ópticas, recorridos subterráneos, pantallas conectadas a todas las terminales, cámaras perpetuas, ojos satelitales que espían movimientos, flujos, rumbos, tráficos, tránsitos, controles digitales, programas computarizados, planos, cartas, mapas, redes, máquinas expendedoras, horarios, recorridos… Un trayecto inusual por la ciudad, donde la interrogación sobre el espacio -en el sentido de Doreen Massey, como producto de interacciones, interrelaciones- supone asimismo para Latour una interrogación sobre los modos posibles de concebir hoy lo social, la alternancia entre lo fracturado, atomizado, anómico y lo nivelado, estandarizado, americanizado. «Desde que se sigue la figuración cambiante de lo social», dice Latour en uno de sus apartados, «lo que se encuentra son oficinas, pasillos, instrumentos, dossiers, alineamientos, equipos, camionetas, precauciones, llamados de atención, vigilancias, alertas, no la sociedad» (Latour, s.f.).
5. Individual/Social
También desde nuestras perspectivas surgen interrogantes sobre la sociedad contemporánea y sus modalidades de interacción, o quizá, más apropiadamente, sobre la relación, siempre invocada, entre lo privado y lo público, lo individual y lo social. Interrogantes que parten de una posición no disociativa entre individuo y sociedad, la convicción de que la intimidad misma está modelada por reglas y convenciones, de que una biografía no solamente se construye siempre en relación con otros -y por ende, ni siquiera nuestra «autobiografía» nos pertenece por entero- sino que es, de alguna manera, un producto de un entorno, de una genealogía que va más allá de la trama parental, para abarcar el grupo, la generación, la colectividad. Sobre cada vida pesan, entonces, más allá de la peripecia singular, determinaciones, constricciones, orientaciones y valoraciones que rigen la conformación misma de la subjetividad, obligadamente una intersubjetividad.
Así, la ciudad como espacio biográfico es también el lugar de conformación de lo social, del tipo de relaciones que se establecen según las distintas comunidades, la localización barrial, las identificaciones de clase, étnicas, religiosas, culturales, sexuales, de género. Las identidades -abiertas, como el espacio, a la temporalidad- serán entonces el resultado, provisional y contingente, de la articulación de múltiples variables, donde lo biográfico impondrá una tonalidad particular. Sin embargo, no es tan sencillo percibir, ante distinto tipo de acontecimientos que afectan al conjunto, ante los avatares de la vida misma, cómo se establece ese vínculo entre lo individual y lo social, cómo dialogan -y también cómo se enfrentan- unas y otras memorias, vivencias, valoraciones y experiencias.
6. Postales autobiográficas
Quisiera concluir, haciendo honor al tema, con dos postales autobiográficas: dos ciudades, a las cuales me llevaron diferentes motivaciones, cada una en un confín del mundo -entre sí y desde mi lugar natal- y sin embargo con algo en común: la traza de violencia -de distinto tipo- que forma parte de su tejido habitual y una cualidad no particularmente glamorosa, en términos de armonía arquitectónica y facilidades de la vida urbana. La una, Los Ángeles, «La mal aimée» («La malquerida») como la llama, en un hallazgo feliz, Régine Robin en el capítulo que le dedica en su libro Mégapoles (2009); la otra, Beirut, alguna vez llamada la «París de Oriente», capital de un país siempre en conflicto.
¿Qué me llevó a ellas? A la primera, la curiosidad; a la segunda, una búsqueda de ancestros, de una memoria biográfica ya que no de «raíces», en tanto la identidad, como sabemos, no echa ataduras fijas en ningún espacio.
A LA fui en marzo de 2009, de la mano del libro de Régine -a quien conozco desde hace años-, que llegara a mis manos un día antes de la partida. Su trayecto, como de algún modo iba a ser el mío, venía entramado en la dimensión simbólica: novelas, filmes, imágenes, relatos, personajes de ficción y estrellas de celuloide. Me sorprendió gratamente el hecho de haber leído algunos libros en común y visto los mismos filmes, y tuve también la impresión de que esa ciudad -con fama de «malquerida», según urbanistas, planificadores y también visitantes-, iba a ser tan impactante para mí como lo había sido para ella. Una impresión no caprichosa, sino con un anclaje también simbólico: una gran exposición sobre Los Ángeles que había visto en París en 2007: 55 salas donde la geografía, la arquitectura, el urbanismo, la antropología, el arte, el cine, el crimen, el teatro, la literatura, la política, la beat-generation, el jazz y la mezcla pionera de etnias, lenguas y culturas -una globalización avant la lettre- trazaban un horizonte fascinante.
El primer impacto fue esa llanura urbana infinita vista desde un pequeño avión, en un larguísimo descenso viniendo del mar, donde la costa de California se había ido dibujando bajo mis ojos como el borde mismo del mapa, con sus relieves, accidentes y poblaciones, en un día soleado y perfecto.
Luego fue Downtown, el lugar no-lugar, rehaciéndose (y deshaciéndose) a cada paso, en una yuxtaposición insólita de lo nuevo, lo old fashion, lo decadente, lo decrépito y lo recuperado, reciclado, restaurado (la letanía de lo «re» que analizaba Jameson by Koolhas),identidades interrumpidas apenas esbozadas por desniveles del terreno, pasarelas, espacios vacíos, détours, cambios súbitos en la fisonomía urbana -es decir, pasajes entre lo transitable y lo intransitable o mejor, entre lo recomendable y lo no recomendable. En ese recorrido, lo más estelar eran ciertos edificios nobles, restaurados, como testigos de un pasado esplendor: el Bradbury Building (1893), donde se filmó la inolvidable Blade Runner; el Million Dollar Theather (1918), lugar mítico de la pasión del cine; el Millenium Biltmore Hotel (1932), con su fastuosidad de palacio europeo, y algunos más recientes, como el Bonaventura, emblema del post-modernismo, que dio lugar a un conocido artículo crítico de Jameson; o el novísimo Walt Disney Concert Hall, de Frank Ghery, una fantasía arquitectónica en el estilo del Guggenheim de Bilbao.
Edificios brotando de una calle desangelada, valga el adjetivo, en un contexto que se agota apenas en cientos de metros -luego, otra fisonomía aparece, para interrumpirse de nuevo poco más allá. Una ciudad desertada, atravesada por serios conflictos raciales, con huellas antiguas y recientes de violencia y marginalidad -gigantescos barrios de homeless que quedan fuera de cualquier recorrido turístico-, que sin embargo quiere comenzar a surgir nuevamente, en una lenta restauración.
Pero ésa no es la ciudad, o mejor dicho, no es toda la ciudad. A partir de allí -y en la trama infinita de avenidas y autopistas- todo recorrido será, aún involuntariamente, autobiográfico: Hollywood, con todas sus huellas en nuestra memoria, huellas que puntúan momentos de nuestras vidas (cuándo, con quién vimos Blade Runner o Strange Days o Collateral, o la inquietante Mulholland Drive de David Lynch), un drive que ahora recorremos sin encontrar ninguna de sus curvas misteriosas: Beverly Hills, emblema de fama, exclusividad y dinero; Bel Air, supremo reino de los monstruos sagrados; Santa Mónica; Malibu…
La sobreimpresión de lo simbólico sobre lo físico es notable: nada «es» según su fisonomía, o tomando la distinción de Saussure, lo diacrónico precede a lo sincrónico: vamos a ver algo del orden del déjà vu, o al menos, ya anticipado en imagen, palabra, narración. ¿Pero no será ésa la condición de todas las ciudades, agudizada en la globalización, o al menos, de aquéllas que nos son más cercanas, más familiares, más conocidas? Una pre-visión, una anticipación del territorio, que no sólo llega por vía del cine, la literatura, las artes visuales, sino también por la parafernalia mediática, las ofertas de turismo, las guías, los suplementos de los diarios, la Internet…
El aura, perdida hace mucho tiempo, tiene sin embargo una especie de relumbrar efímero cuando estamos allí, en el lugar preciso de la fantasía, en la rotunda presencia de la materialidad.
Una experiencia diferente fue sin duda la de Beirut. Una ciudad poco visualizada, casi nada imaginada; en mi recuerdo sólo había imágenes de un filme alemán durante la guerra civil: una ciudad sin paisaje, casi en ruinas, con el peligro acechando en cada esquina, sitiada, bajo racionamiento. Y el Líbano, país de mi familia paterna, donde también nació mi padre, era apenas un lejano relato de infancia (los famosos cedros en la montaña, abajo el mar, el jardín de Medio Oriente), un misterio familiar sin datos de llegada, sin contactos perdurables con los parientes; y más tarde un significante inquietante, aplicado a cualquier situación de desmembramiento político, cultural, territorial: «libanización».
Decidí ir en 2007, en medio de otro conflicto -difícil encontrar un momento de paz duradera-, después de la última invasión de Israel en 2006, cuando integrantes de una célula fundamentalista habían ingresado a un campo de refugiados palestinos en Trípoli, al norte del país, por lo cual el ejército estaba movilizado y había que pasar todo el tiempo por check-points.
No había novelas ni filmes que me anticiparan un recorrido, ni nombres glamorosos, ni idea alguna del paisaje ni del espíritu del lugar. Había visto por televisión algunas imágenes de la guerra reciente: efectos de la destrucción, caravanas de refugiados huyendo por los caminos, testimonios recogidos por cadenas internacionales en lugares que parecían de una ciudad próspera y moderna, pero que estaban bajo fuegos cruzados.
Lo que me impulsaba era una fantasía que había decidido poner a prueba, llevada quizá por el revival de la memoria y de la búsqueda de los ancestros -que parece de gran interés en estos tiempos-, y también por ciertas circunstancias puntuales: el hecho de tener una colega radicada en Beirut por corto tiempo, la cercanía de otra ciudad, Estambul, a la que iba por un evento académico; en definitiva, el deseo súbito de franquear esa distancia -ese vacío-, a muchos años ya de la muerte de mi padre.
Apenas aterrizó el avión y vi la ciudad blanca bajando hacia el mar tuve una sensación de extraña familiaridad. Una emoción indescriptible. Y así fue cada paso, desde una mirada que no podía creer del todo que yo estaba allí. Caminé todo lo que pude en un espacio marcado por la historia reciente, que también pretendía rehacerse a cada paso, borrar las huellas de la destrucción. Un centro destruido por la guerra civil y reconstruido en ese estilo neutro que algunos llaman «Disneylización»: lo que era tal cual era pero reluciente, terminado ayer, sin pátina ni espíritu del tiempo ni mucha vida pública. Y otros barrios populosos, con una animación callejera y un colorido que desdice las inocultables heridas de guerra de los edificios.
Y luego el Mediterráneo, el «Corniche», la costanera donde desde antes de las 7 de la mañana hay gente corriendo, caminando, charlando -incluidos los jóvenes soldados movilizados- en el runrún de las lenguas mezcladas (el árabe, el francés, el inglés); el service, un taxi-colectivo que arma el recorrido según el destino de sus pasajeros; los bocinazos perpetuos -se maneja más con la bocina que con el pedal; la comida que se despliega en múltiples variantes deliciosas, con artes de la mesa donde se nota la influencia francesa; y la célebre hospitalidad levantina: «Mi casa es tu casa». Por lo demás, una bienvenida emocionada al saber mi apellido y el motivo de mi búsqueda, el afecto hacia la Argentina (que recibió a miles de esos inmigrantes), las costumbres traídas de mi tierra, como el mate -la increíble experiencia de verlos tomar mate en nuestro estilo, especialmente a los drusos-, y las historias de guerras, que no les impiden el humor del vivir con hábitos de amistad y orgullo de ancestros: orgullo de los fenicios entre los cristianos maronitas, de la historia antigua, de la invención del alfabeto en una mítica ciudad, Byblos; de haber sido una tierra hollada por incontables oleadas civilizatorias, donde conviven hoy 18 etnias, con sus lenguas y sus religiones; y en mi caso, el asombro ante el hallazgo fortuito de un árbol genealógico familiar de varios siglos en el encuentro con virtuales -aún lejanos- parientes que llevan mi nombre.
Sin buscar raíces, sin itinerarios prefijados, encontré allí justamente ese espacio/tiempo imprevisible que define Massey: interacciones, interrelaciones, multiplicidades, un espacio abierto, estimulante, para una nueva invención de mi biografía, es decir, para articular de otra manera -y desde otro extremo del mundo- la eterna travesía de la identidad.
Referencias Bibliográficas
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Este texto fue, en una primera versión, una conferencia dictada en el Departamento de Estética de la Pontificia Universidad Católica de Chile el 19/11/09. Recibido el 1 de diciembre de 2012, aprobado el 15 de enero de 2013. Las imágenes que acompañan este artículo no forman parte del original, y su utilización es responsabilidad exclusiva de bifurcaciones.
Leonor Arfuch, Universidad de Buenos Aires. E-mail: larfuch@yahoo.com.ar.
Notas
[1] Memorias en la ciudad. Señales del terrorismo de Estado en Buenos Aires (2010) da cuenta de esta intensa actividad. Fue realizado por Memoria Abierta con el apoyo de la Embajada de Holanda en Argentina y editado por EUDEBA. Está organizado en 9 sectores que describen 240 huellas del terrorismo de Estado en los 45 barrios de la ciudad. Incluye información sobre 202 sitios de homenaje y 38 lugares de detención ilegal a través de testimonios, fotos y mapas.