Conocí Santiago a los trece años, en 1987, cuando vine a pasar las vacaciones de invierno adonde una tía. Por primera vez viajaba solo. Hasta entonces, mis únicos viajes sin compañía adulta habían sido algunas expediciones ferroviarias con unos amigos: practicábamos el arte de andar en tren sin pagar y nos bajábamos en Gorbea o Pitrufquén, donde pasábamos un día ocioso y ribereño a lo Tom Sawyer, hasta que la tarde traía el tren de regreso. Por lo visto, tenía sobradas razones para quedar deslumbrado por los espejos o por el tráfico, pero curiosamente no fue el escenario urbano lo que me causó mayor impresión. La ciudad parecía desenfocada detrás de su elenco estelar: los vendedores ambulantes, los predicadores, el Hombre de Goma, el Luis Miguel, el Pingüino, el prestidigitador de la Plaza de Armas, todos esos seres inverosímiles que lograban copar mi panorama de turista inexperto. De hecho, de aquella vez no guardo un solo recuerdo especial de la Alameda o del cerro Santa Lucía, pero, en cambio, todavía no se van de mi cabeza los vendedores de calle Santo Domingo que ofrecían agujas para destapar el calefont o pastillas de desodorante para el wáter. Lo impactante de ese turismo, al parecer, no era ver con mis propios ojos el caballo de Pedro de Valdivia o las piletas del paseo Huérfanos con impresiones de manos en bajorrelieve, sino encontrarme de sopetón con lo inimaginable, lo que no aparecía en los noticiarios, lo que de ningún modo podía figurar en las postales.
Tuve la suerte de que la tía en cuya casa me alojaba era muy desaprensiva. Apenas puse un pie en la Estación Central, en vez de llevarme a Fantasilandia o a tomar helados al Savory o a ver alguna película al Cinerama, mi tía me hizo unas copias de sus llaves y, literalmente, me soltó en la ciudad, para que la conociera solo, a mi antojo, sin dinero y sin más indicaciones que las necesarias para ir al centro y volver a su casa, en la población La Victoria.
Las noches, por cierto, eran tristes: a veces se cortaba la luz y nos dedicábamos a escuchar las noticias en una radio a pilas, algunos gritos en las calles y el zumbido de los helicópteros que parecían a punto de posarse sobre el techo. En ocasiones se escuchaban disparos y mi tía cortaba intempestivamente las noticias y ponía un casete de Pablo Milanés, de Schwenke & Nilo, de Paco Ibáñez; la verdad es que ya no recuerdo de quién. Lo que sí recuerdo es que eran canciones atmosféricamente cabizbajas y que mientras las escuchábamos para asordinar los disparos ella me contaba historias y nos mirábamos las caras temblequeantes por la luz de la vela. Otras veces el silencio era total, pero eso no me parecía preferible a los balazos, sino que daba un miedo más oscuro, como de presencia inescrutable y ominosa, y después de eso me costaba mucho dormir.
Pero eso, ya lo decía, era en la noche. Apenas llegaba la mañana mi tía se iba a su trabajo y yo tomaba la micro en Avenida La Feria rumbo al centro. Me bajaba en Bandera con Moneda y, desde ahí, creo que no dejé una calle sin recorrer entre la Norte Sur y la Plaza Italia y entre Mapocho y la Alameda. Pronto me quedé en el centro y descubrí que el príncipe que lo gobernaba era el predicador danzarín, llamado Gloria al Pulento, y que el mercado negro de dólares aún estaba en operación y que un fakir podía sangrar de verdad y que el Hombre de Goma era realmente peligroso si se lo proponía. El centro se me iba revelando como una obra de teatro transitable, algo así como la ópera flotante de John Barth, sólo que en vez de río había un suelo duro sobre el cual se contoneaba, tranquila y nerviosa, la sierpe interminable del espectáculo y su público.
Cuando caía la noche, el ánimo se me ahogaba en una especie de anticlímax, con la ópera flotante desvanecida súbitamente en taconeos y bocinazos mientras yo caminaba hacia Teatinos a tomar la Matadero Palma Nº2 roja. Después me alejaba del centro por calles cada vez más oscuras, iluminadas apenas por sus lucecitas de mercurio que ya agonizaban de miedo frente al amarillo progreso de las luminarias de sodio. La Victoria me recibía silenciosa y apacible, aunque el olor a caucho quemado anunciaba otra noche negra. Mi tía desaprensiva servía la comida y luego escuchaba, a la espera del apagón, todas esas cosas que ella sabía de sobra, pero que yo le contaba como si fueran visiones del más allá: que los ciegos de Santiago, por ejemplo, no eran músicos ni pedían limosna como los de Temuco, sino que se instalaban cerca de la Casa Royal y vendían alargadores, antenas, robacorrientes y rollos de huincha aisladora, y que todo eso se lo colgaban del cuerpo, prendido por aquí y por allá, de modo que parecían equecos electrónicos, ataviados con los adminículos irónicos de su imposibilidad: la luz.
* Leonardo Sanhueza es escritor. Ha publicado los libros de poesía Cortejo a la llovizna (Stratis, 1999), Tres bóvedas (Visor, 2003) y La ley de Snell (Tácitas, 2010); sus versiones de todos los poemas breves de Catulo, Leseras (Tácitas, 2010), y una antología de sus crónicas, Agua perra (J. C. Sáez, 2007). Además es autor de la antología El Bacalao. Diatribas antinerudianas y otros textos (Ediciones B, 2004) y de la compilación de la Obra poética de Rosamel del Valle (J. C. Sáez Editor, 2000). Ha sido ganador de distintos premios y becas como el Premio de la Crítica (2011) y el Premio Internacional de Poesía Rafael Alberti (Cádiz, 2001). Colonos (Editorial Cuneta, 2011) fue elegido el mejor libro del año 2011 según la Academia Chilena de la Lengua. Es columnista regular de la sección de cultura del diario Las Últimas Noticias.
** Las imágenes que ilustran este texto fueron tomadas del archivo del desaparecido diario Fortín Mapocho (http://archivofortinmapocho.cl/). Pedimos disculpas a los fotógrafos dueños de los originales por no consignarlos como autores; la catalogación del archivo no contiene toda la información.