Es fácil (y probablemente, cómodo, tentador) quedarse en la imagen del sueño americano. O bien del sueño americano fracasado. El inmigrante ilegal que cruza la frontera arriesgando su vida y pasa las mil penurias huyendo de la policía o lavando platos en alguna cocina de Manhattan, sumando cada día un poquito más de decepción.
Sam no es mi tío, tiene el valor (en el sentido de valentía y de virtud) de mostrar la experiencia migrante como un poderoso caleidoscopio en el que las muy distintas experiencias se van transformando y mostrando todos sus brillos y oscuridades. Estas crónicas muestran el sueño americano no como una pesadilla sino que como un mal sueño, uno que deja incómodo, solitario, que a ratos no nos entrega lo que esperábamos. Un sueño con turbulencias. O bien un sueño esquivo. Una duermevela de insomne, con el corazón apretado.
No todo el que viaja sufre y no todo el que se queda es feliz. Tan fácil y tan brutal como eso. Pero en cada decisión se esconde una historia, desde la iniciativa de viajar a Nueva York a probar suerte en la música, o aceptar becas para realizar doctorados en prestigiosas universidades. Eso y una carga gigante de expectativas.
Como indica Idelber Avelar en su introducción, “[l]os expatriados corren los perennes riesgos de fundar extrañas comunidades dedicadas a rendir culto a identidades perdidas que jamás han existido, o bien anhelar una redención que el país de llegada, por definición, no puede ofrecer”
Las crónicas que reúne este libro hablan de viajes personales y viajes de familia, de historias de constante deambular que a ratos constituyen una interesante biografía. Así, dice en su crónica, Aileen El-Kadi: “Ser parte de una familia multinacional tiene una gran ventaja: uno acaba siendo siempre un individuo interesante por diez minutos para toda clase de gente. Pero cuando terminas de narrar tus varios orígenes, genealogías exóticas, incomunicable multilinguismo, los diversos territorios por los que has pasado y escuchas el último oh! Y wow! de tus interlocutores, la vida te devuelve a su opacidad cotidiana y uno regresa, involuntariamente, a la homogeneización existencial” (26)
La crónica migrante se vuelve un experimento camaleónico: tratar de pasar desapercibido, sonreír lo justo para demostrar emoción, pero no mucha (eso sería “muy latino”), hablar con el tono de voz preciso. La experiencia migrante se vuelve un caminar sobre cáscaras de huevos. Siempre al borde del desastre. Como dice El-Kadi: “Dejaba mi laptop ‘desatendida’ cuando estaba en los cafés trabajando en mis papers para exhibir una absoluta confianza en mis civilizados conciudadanos” (32)
Visiones y re-visiones de la experiencia migrante hay muchas. Daniel Alarcón, en su relato, se afirma a la esperanza que destila un territorio en el que, aparentemente, hay espacio para todos. Joao Paulo Cuenca, en “Terror”, construye una crónica en diálogo, o micro-obra de teatro, en la cual una pareja de amantes se ve sacudida por los atentados a las Torres Gemelas. Joaquín Botero, en la delirante “Cuchilleros”, cuenta cómo, de sus estudios de sociología, pasó a ser experto cortador de queso en una elegante tienda de Nueva York, experiencia que él describe como “un Survivor con cuchillos”.
Gabriela Esquivada deja la experiencia personal de lado para poner el foco sobre La Gata, una cantante argentina caída en desgracia y que pulula por Miami a ratos cantando, a ratos limpiando baños. Personaje que antes capturara la atención de una documentalista independiente. Comenta Esquivada: “La Gata tiene la edad de una abuela. Bebe sin parar. Trasnocha. Tiene siete vidas en castellano y nueve en inglés. Aunque ella no atiende a esa marca, el nombre la define.” (93).
En Miami, Claudia Piñeiro se pierde camino a una cena con argentinos radicados en esa ciudad. Al darse por vencida, comenta: “Empecé a sospechar que tal vez había sido mejor que no hubiese encontrado el camino. No sé si hubiera soportado tanta felicidad. No sé si ellos hubieran soportado que a mí, por otra parte, me fuera bien en Argentina. Y que quisiera volver.” (108).
En “Debajo de la línea de sombra”, André de Leones narra su entrevista con un inmigrante brasilero y dictamina: :…de este o de aquel lado de la frontera, cualquier frontera, no importa: todo es sombra” (115).
En “Y entonces dios”, de Diego Fonseca, el enfoque también está en el Otro pero aquí con un giro interesante, la influencia de las tecnologías en ese intento de cruzar frontera, de sentirse en casa. Cuenta la historia de Alberto, un colombiano, al que parece que el sueño americano sí le sonríe mostrando todos sus dientes hasta que finalmente esa sonrisa se convierte en mordida brutal. La crónica desnuda el arribismo y la desesperación de las expectativas en medio de la experiencia en el extranjero, y esas teconologías que sirven tan bien parar crear terribles ficciones de nosotros mismos. Comenta Fonseca: “Todo sueño tiene un anverso odioso y pedestre malamente llamado vida real”. (127)
“Dicho hacia el sur” de Eduardo Halfón contiene reflexiones brillantes en medio de la crónica de su viaje de Guatemala a Estados Unidos. Así, se refiere al inglés como una “lengua madrastra” (en contraposición a su lengua materna, el español) y disecciona la experiencia del migrante de la siguiente manera: “Por toda fuerza que actúa sobre un cuerpo – aquí sigue la tercera ley de movimiento de Newton – este cuerpo realiza una fuerza igual y contraria. Dicho de otro modo: el movimiento del migrante no es rectilíneo. Dicho aún de otro modo: en el migrante ejerce otra fuerza, igual y contraria a esa primera.” (138)
Guillermo Osorno, en “Venimos como una gran familia”, narra el viaje de un grupo de mexicanos para ver un partido de fútbol. El entusiasmo deportivo, si bien sirve de unión, también marca diferencias y permite reflexiones tristes. Al volver todos en bus a Nueva York, alguien comenta acerca de la belleza de la ciudad a lo lejos. A lo que uno de los personajes contesta: “Pero no es tan preciosa cuando has vivido y trabajado allí” (156).
De la tristeza, la amargura, incluso, de algunas de estas crónicas, se pasa (¿se viaja? ¿se cruza?) a la carcajada y el humor más negro, sin escalas. “I am Magical” es una joya de crónica de Yuri Herrera. Cuenta la visita de este escritor a un restaurante “buena onda” en el que todos los platos tienen nombres como “I am magical”, “I am Fabulous”, “I am Worthy”. Comenta el escritor: “No sabía por qué, pero me daba escalofríos pensar en lo que podía estar sucediendo en aquella cocina. Tanta bondad, tanta buena vibra, debían estar ocultando algo horroroso; en algún momento entreví a los cocineros por entre el parpadeo de la puerta batiente y me pareció que también ahí sonreían, no como uno puede sonreír en un trabajo que le gusta, sino como sonríe un conductor de televisión, entusiasmándose ante cada estupidez que tartamudea el respetable.” (162-3)
Y es que, en muchas de estas crónicas, el recibimiento que obtiene el viajero en su nueva ciudad parece como el de la escena de la fiesta en la película La Comunidad, de Álex de la Iglesia; plagada de sonrisas siniestras, en una coreografía inquietante.
En “Renuncio”, Hernán Iglesias Illa reflexiona a partir de su ceremonia de juramento a la Constitución de los Estados Unidos. De ella solo queda una foto mal sacada, incómoda. La burocracia que bordea lo kafkiano también es protagonista de “Tierra de libertad” de Santiago Rocangliolo, en la cual cuenta los roces en una pareja al momento de postular a una visa para los Estados Unidos.
En “Herencias”, Carola Saavedra recorre las ramificaciones de sus recuerdos de infancia y su relación con Estados Unidos, en los cuales ir a Disney era un sueño al que su familia se oponía por tratarse de un antro de perdición, el “heraldo de la sociedad de consumo”, entre otras cosas.
De la infancia se pasa a la academia, en la siguiente crónica; en “California al desnudo” Andrea Jeftanovic divide su experiencia en la región entre la vida on campus y la vida off campus, ambas con sus responsabilidades, alegrías y amarguras; cargando las expectativas de ser la Janis Joplin chilena y encontrando refugios temporales en la música.
Eloy Urroz, habla de la infancia y la carga que supone nacer en un país, en “Un anacoreta en el desierto de los rubios monolingües”, en el cual se establece finalmente la escritura como un nuevo exilio, o una nueva experiencia migrante dentro del traslado general.
En “El ciempiés”, otro migrante fantástico ocupa el centro de atención de Ilan Stavans. Un impostor como ninguno, alguien que ha cruzado la frontera innumerables veces, que incluso se había inflitrado en Harvard como estudiantes, aún sin contar con los papeles necesarios.
En “El País de Nunca Jamás”, Camilo Jiménez retrata su no-experiencia migrante, de qué manera lo que no pasa influye en lo que verdaderamente sucede; de qué manera un no-viaje puede ser otra forma de migrar. Así, en su caso, Nueva York se vuelve un sueño que siempre se escabulle por entre sus dedos por alguna razón (amorosa, económica, familiar). Al final, concluye: “Hace menos de un año tuve el último sueño conmigo en Nueva York. Esa vez cruzaba en una bicicleta de turismo el puente de Brooklyn, camino a la casa que nunca tuve en esa ciudad, en el país de nunca jamás. En el sueño pedaleaba sin llegar nunca a ningún lado.” (234)
En la mayoría de estas crónicas se retratan experiencias dislocadas, lugares que abarcan más de lo creemos, lugares que cargan con los fantasmas de otras locaciones, como en el relato de Edmundo Paz Soldán, “Buenos Aires, Alabama”, en el que su experiencia en Estados Unidos carga con los recuerdos de su estadía feliz en Buenos Aires.
Jorge Volpi, se despega un poco de la crónica testimonial, para ofrecer una astuta reflexión entre ficción y frontera en “Los crímenes de Santa Teresa y las trompetas de Jericó”. En ella afirma: “[l]a ficción es un instrumento que permite cruzar todo tipo de fronteras sin ser descubiertos. Mientras los poderosos edifican barreras y murallas, escritores y lectores se las ingenian para quebrantarlas, aprovechándose de ese polizón ligero y escurridizo que es el pensamiento.” Para luego agregar “…siempre que leemos derribamos murallas y nos convertimos en otros.” (255)
La reflexión de Volpi se detiene particularmente en la ficción de Roberto Bolaño; ficción que se caracteriza por un transgredir fronteras (entre géneros, en los temas que aborda, etc) y que lleva esa trangresión a la exploración más descarnada de la violencia en 2666. Ya al final de su texto, Volpi propone: “[s]i, como hemos visto, las fronteras son construcciones imaginarias, acaso la mejor forma de combatirlas sea por medo de variedades más provechosas de la imaginación”(262)
En “Esto te costará diez dólares”, Juan Pablo Meneses se detiene en la decadencia de un actor porno que hace su show en un club nocturno a mal traer; mientras que en “Un escritor de mierda en Park Avenue”, de Diego Enrique Osorno, al que se sigue, para contar su historia, es al millonario Carlos Slim. De su experiencia, cuenta el narrador: “ A veces creo que mis días en Nueva York son como los de alguien recién internado en uno de esos centros de rehabilitación para adicciones. Pero de uno lujoso. Siento como si Nueva York me estuviera curando de reportear México, de mirarle tanto sus lados más fantasmagóricos para escribir crónicas que alguien leerá un día, cuando haya tiempos mejores – si los hay – y crea que lo relatado es un cuento de terror, algo que seguramente no sucedió.”(293)
Para terminar, cierran este libro (magnífico, ambicioso, tremendo) dos crónicas. En “Mapas (Lo que pasa en Vegas), Wilbert Torre sigue los pasos de Cuauhtémoc Figueroa, encargado de conseguir votos latinos para las elecciones, mientras que, en “El Sueño Americano”, Jon Lee Anderson centra su crónica en Fresno, sus trabajos allí, sus decepciones.
Sam no es mi tío es una valiosísima colección de crónicas que marca el pulso de ese mal sueño, o sueño entrecortado de tantos que viajan a Estados Unidos para encontrarse, para perderse, o una mezcla incómoda de ambas.
Ficha Técnica de la obra
NOMBRE: Sam no es mi tío. Veinticuatro crónicas migrantes y un sueño americano.
AUTOR: Diego Fonseca y Aileen El-Kadi (Eds.)
AÑO: 2012 (Primera Edición)
EDITORIAL: Alfaguara
* María José Navia es escritora. Es licenciada en Letras en la Universidad Católica de Chile, magister en Humanidades de la New York University, y actualmente realiza su doctorado en Literatura y Estudios Culturales en Georgetown University. Publicó la novela ‘Sant‘ (Incubarte Editores, 2010), así como varios en cuentos en distintas antologías. Actualmente está terminando su segunda novela ‘Lost and Found / Objetos Perdidos‘. Desde hace algunos meses administra el proyecto Ticket de Cambio, en donde reseña novelas y crónicas (http://ticketdecambio.wordpress.com/)