1. La urbanización como proceso revolucionario
Nuestro punto de partida será una hipótesis: la urbanización completa de la sociedad, hipótesis que habrá que defender con argumentos y apoyar con hechos. Ello implica una definición: llamaremos «sociedad urbana» aquella que surge de la urbanización completa, hoy todavía virtual, pero pronto realidad.
Esta definición rompe con la ambigüedad de los conceptos utilizados. En efecto, frecuentemente se emplea el término «sociedad urbana» para caracterizar tipos muy diferentes de ciudad o «polis»; la «polis» griega, la ciudad oriental o medieval, la ciudad comercial o industrial, la ciudad pequeña o gran urbe. La confusión es tal, que se hace abstracción -o se ignoran- las relaciones sociales (relaciones de producción) que se hallan ligadas a cada modelo urbano. Se comparan entre sí «sociedades urbanas» entre las que no cabe comparación. Tras todo ello subyacen determinadas ideologías: el organicismo (según el cual cada sociedad urbana es en sí misma, un «todo» orgánico), el continuismo (para el cual existiría continuidad histórica o permanencia de la «sociedad urbana», el evolucionismo (tanto los períodos como las transformaciones de las relaciones sociales se paralizan o desaparecen).
Para nosotros, el término «sociedad urbana» lo aplicamos a la sociedad que surge de la industrialización. Es decir, la sociedad caracterizada por un proceso de dominación y asimilación de la producción agraria. Dicha sociedad urbana no puede concebirse sino como culminación de un proceso en el que, a través de transformaciones discontinuas, las antiguas formas urbanas estallan. Un aspecto importante del problema teórico es el de situar las discontinuidades respecto de las continuidades y viceversa. ¿Cómo podrían darse discontinuidades absolutas sin continuidades subyacentes, sin apoyatura ni proceso que le sea propio? Y, recíprocamente, ¿cómo podría darse continuidad sin crisis, sin la aparición de factores o relaciones inéditas?
Las ciencias especializadas (es decir, la sociología, la economía política, la historia, la geografía humana, etc.) han aportado numerosos conceptos para caracterizar «nuestra”» sociedad, su realidad, sus tendencias fundamentales, su actualidad y su potencialidad. Así, se habla de sociedad industrial, de sociedad tecnificada, de sociedad de la abundancia, de ocio, de consumo, etc. En todas y cada una de estas definiciones puede hallarse parte de verdad empírica o conceptual y parte de exageración y extrapolación. Para definir la sociedad postindustrial, es decir, aquella que nace en la industrialización y sucede a ésta, proponemos el concepto de «sociedad urbana», que hace referencia, más que a una realidad palpable, a una tendencia, una orientación, una virtualidad. De ahí que no quede excluida caracterización crítica alguna de la realidad contemporánea: tal, por ejemplo, su análisis de la «sociedad burocrática de consumo dirigido».
Se trata, pues, de una hipótesis teórica que el pensamiento científico puede plantearse, tomándola como punto de partida. Procedimiento no ya habitual, sino incluso necesario en las ciencias. Es más, no hay ciencia sin hipótesis científica. Debe quedar claro, desde un primer momento, que nuestra hipótesis, que se inserta en las llamadas «ciencias sociales», lleva implícita una concepción epistemológica y metodológica. El conocimiento no es necesariamente copia o reflejo, simulacro o imitación de un objeto con existencia real. Lo cual no significa, por otra parte, que la hipótesis defina su objeto obligatoriamente en función a una teoría previa del conocimiento, de una teoría del objeto o del «modelo». Para nosotros, en este caso, el objeto se inserta en la hipótesis, al mismo tiempo que la hipótesis incide sobre el objeto. Si dicho «objeto» se sitúa más allá de lo constatable (empírico), no por ello es ficticio. La sociedad urbana es para nosotros un objeto virtual, es decir, un objeto posible, cuyo nacimiento y desarrollo hemos de presentar ligado a un procesoy a una praxis (una acción práctica).
No cesaremos de repetir que nuestra hipótesis debe justificarse, y trataremos de hacerlo. En su favor no faltan pruebas y argumentos, desde los más simples hasta los más sutiles. ¿Será necesario recordar que la producción agraria ha perdido en los grandes países industriales, y a escala internacional, toda su autonomía?; ¿que ya no es el sector fundamental y que carece de características específicas, a no ser la del subdesarrollo? Cierto es que las particularidades locales y regionales, heredadas de una época en la que la agricultura era factor dominante, no han desaparecido, cabe incluso que las diferencias así surgidas lleguen a acentuarse en casos concretos; sin embargo, lo cierto es que la producción agrícola se transforma en un sector de la producción industrial, subordinada a sus imperativos y sometida a sus exigencias. El crecimiento económico, la industrialización, al mismo tiempo causas y razones últimas, extienden su influencia sobre el conjunto de territorios, regiones, naciones y continentes. Resultado: la aglomeración tradicional propia de la vida campesina, es decir, la aldea, se transforma; unidades más amplias la absorben o la asimilan; se produce su integración en la industrial. La concentración de la población se realiza al mismo tiempo que la de los medios de producción. El tejido urbano prolifera, se extiende, consumiendo los residuos de la vida agraria. Por tejido urbano no se entiende de manera estrecha la parte construida de las ciudades, sino el conjunto de manifestaciones del predominio de la ciudad sobre el campo. Desde esa perspectiva una residencia secundaria, una autopista, un supermercado en pleno campo forman parte del tejido urbano. Más o menos denso; más o menos compacto y activo, solamente escapan a sus influencias las regiones estancadas o decadentes limitadas a la «naturaleza». En el horizonte de los productores agrícolas, de los campesinos, se perfila la agro-ciudad, sustituyendo al antiguo pueblo. La agro-ciudad prometida por N. Jruschov a los campesinos soviéticos, se hace realidad en todo el mundo: en los Estados Unidos, excepción hecha de algunas regiones del sur. Los agricultores han desaparecido prácticamente; persisten solamente islote de pobreza rural junto a islote de pobreza urbana. Mientras que este aspecto del proceso global (individualización y/o urbanización) sigue su evolución, la gran ciudad ha estallado, provocando una serie de protuberancias ambiguas, tales como: conjuntos residenciales, complejos industriales, ciudades satélites, apenas diferentes de las zonas urbanizadas. La ciudad pequeña y mediana se transforma en dependencia, en una semicolonia de la metrópoli. Así, nuestra hipótesis se impone como conclusión de los conocimientos adquiridos y como punto de partida de un nuevo análisis y nuevas perspectivas: la urbanización realizada. La hipótesis se anticipa, prolongando la tendencia fundamental del momento actual. A través y en el seno de la «sociedad burocrática de consumo dirigido» se está gestando la sociedad urbana.
He aquí un argumento negativo, una prueba que de ser rechazada desembocaría en lo absurdo, a saber: ninguna otra hipótesis es válida ni cubre el conjunto de los problemas planteados. ¿Acaso «sociedad postindustrial»? Pero ¿qué se produce después de la industrialización? ¿Una sociedad del ocio? Dicho planteamiento se limita a una parte del problema, al análisis de tendencias y potencialidades, al «equipamiento», actitud que, si bien es realista, no disminuye la demagogia de la anterior definición. ¿Sería una sociedad de consumo masivo, en constante aumento? Nos limitaríamos a adoptar los indicadores actuales y a extrapolar, con peligro de reducir la realidad y la potencialidad a uno solo de sus aspectos. Y así sucesivamente.
La expresión «sociedad urbana» responde a una necesidad teórica. No se trata solamente de una presentación literaria o pedagógica, ni de una adaptación del saber adquirido, sino de una elaboración, de una investigación, y también de una creación de conceptos. Se perfila y se precisa una corriente del pensamiento en busca de un cierto concreto y quizás de lo concreto. Esta corriente, caso de confirmarse, tenderá a una práctica, la práctica urbana, captada o reencontrada. Sin duda, será necesario dar un último paso antes de penetrar en lo concreto, es decir, en la práctica social captada teóricamente. No se trata, pues, de buscar una receta empírica para fabricar ese producto, que es la realidad urbana. ¿No es precisamente eso lo que se espera con demasiada frecuencia del «urbanismo» y lo que, con demasiada frecuencia, prometen los «urbanistas»? Contra el empirismo que constata, contra las extrapolaciones aventuristas, contra el saber despedazado en migajas que se intenta hacernos dirigir, nos hallamos ante una teoría que se presenta a partir de una hipótesis teórica. A esta investigación y elaboración se asocian iniciativas de carácter metódico. Por ejemplo, la investigación sobre un objeto virtual con vistas a definirlo y realizarlo a partir de un proyecto tiene ya una entidad. Junto a los pasos y operaciones clásicas, la deducción y la inducción, existe la transducción (reflexión sobre el objeto posible).
El concepto de «sociedad urbana», tal y como lo presentamos aquí, es pues, al mismo tiempo una hipótesis y una definición. Asimismo, llamaremos más adelante «revolución urbana» al conjunto de transformaciones que se producen en la sociedad contemporánea para marcar el paso desde el período en el que predominan los problemas de crecimiento y de industrialización (modelo, planificación, programación), a aquel otro en el que predominará ante todo la problemática urbana y donde la búsqueda de soluciones y modelos propios a la «sociedad urbana» pasará a un primer plano. Algunas de las trasformaciones se realizarán bruscamente, mientras que otras tendrán carácter gradual, previsto, concertado. ¿Cuáles serán las últimas? Habrá que intentar dar una respuesta a esta legítima pregunta. Sin embargo, no puede asegurarse a priori que la respuesta sea clara y científicamente satisfactoria, sin ambigüedades. El concepto «revolución urbana» no implica necesariamente acciones violentas. Pero tampoco las excluye. ¿Cómo discernir de antemano lo que se puede producir mediante una acción racional? ¿No es propio de la violencia el hecho de desencadenarse, mientras que lo propio del espíritu sería el reducir al mínimo la violencia, comenzando para ello por destruir los prejuicios que atenazan toda reflexión?
En lo que respecta al urbanismo, he aquí dos etapas en el camino que hemos de recorrer:
– Desde hace algunos años, mucha gente ha concebido el urbanismo como una práctica social de carácter científico y técnico. En tal caso, la reflexión teórica podría, y debería ejercerse sobre esta práctica, elevándola al nivel epistemológico. Sin embargo, la ausencia de dicha epistemología urbanística es sorprendente. ¿Intentaremos aquí llenar el vacío? No. En efecto, dicha carencia puede explicarse. ¿Se debe quizá a que el carácter institucional o ideológico de lo que se llama urbanismo predomina actualmente sobre el carácter científico? Suponiendo que este mecanismo pueda generalizarse y que el conocimiento dependa siempre de la epistemología, el urbanismo contemporáneo parece ignorar la tendencia. Habría que saber el porqué, y decirlo.
– Tal y como se presenta, es decir, como política (con un doble aspecto institucional e ideológico), el urbanismo se halla sometido a una doble crítica, de derechas y de izquierdas.
La crítica de derechas, como nadie ignora, se apoya en el pasado, en un cierto humanismo. Alberga y justifica, directa o indirectamente, una ideología neoliberal, es decir, la «libre empresa». Abre el camino a todas las iniciativas «privadas» de los capitalistas y de sus capitales.
La crítica de izquierdas, y mucha gente todavía lo ignora, no es aquella que proclama tal o cual grupo, club, partido, aparato o ideólogo considerados «de izquierda». Se trata de una crítica que intenta abrir el camino de lo posible, explorar y jalonar un ámbito que no sea solamente el de «lo real», lo realizado, ocupado por las fuerzas económicas, sociales y políticas existentes. Es pues, una crítica utópica, puesto que se mantiene alejada de lo «real» sin por ello perderlo de vista.
Mas si trazamos un eje: 0 ————– 10 por 100, que abarca desde la ausencia de urbanización (la naturaleza «virgen», la tierra poseída por los «elementos») hasta la culminación del proceso, es decir, lo urbano (la realidad urbana), este eje es, a la vez, espacial y temporal: espacial en la medida que el proceso se efectúa en el espacio, al cual modifica por otra parte; temporal, puesto que se desarrolla en el tiempo (este último aspecto carece de importancia en un principio, para luego ser predominante en la práctica y en la historia). Este esquema no presenta más que un aspecto de dicha historia, una división del tiempo hasta cierto punto abstracta y arbitraria y que da lugar a unas operaciones (periodizaciones) en lugar de otras. Ello no implica ningún privilegio absoluto, sino, más bien, una necesidad común (relativa) respecto de otras divisiones.
Destaquemos algunos tipos del transcurrir del «fenómeno urbano» (brevemente, lo urbano). ¿Qué había en un principio? Una serie de pueblos, objeto de la etnología y de la antropología. En las proximidades de ese cero inicial, los primeros grupos humanos (recolectores, pescadores, cazadores y, quizá, pastores) han marcado y caracterizado el espacio, lo han explorado y jalonado. Han indicado las aldeas, los enclaves geográficos estratégicos. Más tarde, los campesinos, enraizados en el suelo, han perfeccionado y precisado tal topología del espacio, sin alterarla. Lo que más nos interesa es el hecho de que en muchos lugares del mundo, sin duda allí donde surge la historia, la ciudad ha acompañado o seguido de cerca a la aldea. La teoría según la cual han segregado lentamente la realidad urbana es fruto de una ideología. Generaliza lo que ha ocurrido en Europa, ante la descomposición de la romanidad (del Imperio Romano) y la reconstitución de ciudades en la Edad Media. Pero también lo contrario es perfectamente sostenible. La agricultura no ha superado la recolección, no se ha constituido como tal más que bajo impulso (autoritario) de centros urbanos, ocupados, generalmente, por hábiles conquistadores, convertidos en protectores, explotadores y opresores, es decir, administradores, fundadores de un Estado o de un esbozo de Estado. La ciudad política acompaña o sigue inmediatamente la instauración de una vida social organizada de la agricultura y de la aldea.
Es evidente que esta tesis no tiene sentido cuando de lo que se trata es de espacios inmensos, donde han sobrevivido sin fin un seminomadismo y una agricultura ambulante miserables. No cabe duda de que la tesis se fundamenta especialmente en los análisis y documentos sobre el «modo de producción asiático», sobre las antiguas civilizaciones que generaban al mismo tiempo vida urbana y vida agraria (Mesopotamia, Egipto, etc.). El problema general de las relaciones entre la ciudad y el campo dista mucho de hallarse resuelto.
Así, pues, nosotros nos aventuraremos y situaremos la ciudad política cerca del origen, en el eje espacio-temporal. ¿Quiénes poblaron esta ciudad política? Sacerdotes y guerreros, príncipes y «nobles», jefes militares. Pero también administradores, escribas, etc. La ciudad política no se concibe sin la escritura: documentos, órdenes, inventarios, percepción de impuestos. La ciudad es todo orden, ordenanza y poder. No obstante, su existencia implica también un artesanado e intercambios, aunque sólo fuesen debidos a la necesidad de procurarse las materias indispensables para la guerra y el poder (muebles, cueros, etc.), con el fin de darles forma y cuidarlos. Con carácter subordinado, la ciudad incluye, pues, artesanos e incluso obreros. La ciudad política administra, protege y explota un territorio, con frecuencia amplio. Dirige los grandes trabajos agrícolas: drenaje, regadío, construcción de diques, roturaciones, etc. Domina cierto número de aldeas; la propiedad del suelo, símbolo del orden y de la acción, se convierte en propiedad eminente del monarca. Sin embargo, los campesinos y las comunidades guardan su posesión real mediante el pago de tributos.
El intercambio y el comercio, si bien nunca han estado ausentes, deben aumentar. En un principio, en manos de gentes sospechosas, «extranjeros», se fortalecen funcionalmente. Los lugares destinados al intercambio y el comercio son, en un primer momento, claramente estigmatizados por signos de heterotopía. Estos lugares, así como las gentes que lo frecuentan y los que viven, son en un principio, excluidos de la «polis» política: reservas para caravanas, terrenos para ferias, suburbios etc. El proceso de integración del mercado y de la mercancía (gentes y cosas) en la ciudad se prolonga durante siglos. El intercambio y el comercio, indispensables tanto para sobrevivir como para vivir, aportan la riqueza y el movimiento. La ciudad política resiste con toda su energía, con toda su cohesión; se siente y se sabe amenazada, amenazada por el mercado, por la mercancía, por los comerciantes, por su tipo de propiedad (la propiedad mueble, y móvil por definición: el dinero). Innumerables hechos testimonian tanto la existencia, junto a las Atenas política, de la ciudad comercial -el Pireo-, como las prohibiciones, vanamente repetidas, de instalar las mercancías en el ágora, considerado espacio libre, destinado a encuentros políticos. Cuando Cristo expulsa a los mercaderes del templo, se trata de la misma prohibición, adquiere el mismo sentido. En China, en el Japón, los comerciantes siguen siendo durante mucho tiempo la clase urbana baja, confinada en un barrio «especializado» (marginación). En realidad, sólo es en el occidente europeo, al final de la Edad Media, donde la mercancía, el mercado y los mercaderes se introducen triunfalmente en la ciudad. Cabe pensar que los mercaderes ambulantes, en parte guerreros y saqueadores, eligieran deliberadamente las ruinas fortificadas de las antiguas ciudades (romanas) para llevar a cabo su lucha contra los señores territoriales. Según dicha hipótesis, la ciudad política renovada hubiera sido el marco de la acción que había de transformarla. A lo largo de esta lucha (de clases) contra los señores, poseedores y dominadores del territorio -lucha prodigiosamente fecundada en occidente, creadora de una historia e incluso de historia «a secas»-, el emplazamiento del mercado se convierte en el centro. Sustituye y suplanta al lugar de reunión (ágora, fórum). En torno al mercado, convertido en algo fundamental, se agrupan la iglesia y el ayuntamiento (dominado por la oligarquía de mercaderes), con su torreta o su campanil, símbolo de libertad. Obsérvese cómo la arquitectura sigue y refleja la nueva concepción de la ciudad.
El espacio urbano se convierte en el enclave donde se opera el contacto entre las cosas y las gentes, donde tiene lugar el intercambio. Dicho espacio se enriquece con la representación de esta libertad conquistada, que se asemeja a la Libertad. Se trata de un combate grandioso e irrisorio a la vez. En ese sentido, ha sido correcto el estudiar, atribuyéndoles un valor simbólico, las «ciudades fortaleza» del sudoeste francés, primeras villas que se constituían en torno a la plaza de mercado. ¡Qué ironía de la historia! Así, el fetichismo de la mercancía surge junto al reinado de la mercancía, con su lógica y su ideología, con su lengua y su mundo. En el siglo XIV se piensa que para que acudan mercancías y compradores basta con establecer un mercado y construir comercios, pórticos y galerías en torno a la plaza central. Se construyen (los propios señores y burgueses) ciudades mercantiles sobre terrenos incultos, casi desérticos, atravesados todavía por los rebaños y por seminomadas trashumantes. Estas ciudades del sudoeste fracasan, por más que lleven los nombres de otras grandes y ricas ciudades (Barcelona, Bolonia, Plasencia, Florencia, Granada, etc.). No obstante, la ciudad mercantil se inserta en nuestro proceso después de la ciudad política. En esta época (siglo XIV, aproximadamente, en Europa occidental) el intercambio comercial se convierte en función urbana; dicha función ha hecho que surja una forma (o unas formas arquitectónicas y/o urbanísticas) y, a partir de ellas, una nueva estructura del espacio urbano.
Las transformaciones de París ilustran una compleja interacción entre los tres aspectos y conceptos más esenciales: función, forma y estructura. Las burgadas y las barriadas, primero comerciales y artesanales: Beaubourg, Saint-Antoine, Saint-Honoré, se convierten en centros, que rivalizan con los poderes propiamente políticos (las instituciones), en lo que a influencia, prestigio y espacio respecta; los obliga a compromisos, participando con ellos en la construcción de una poderosa unidad urbana.
En el occidente europeo tiene lugar en un momento dado un «acontecimiento» enorme y, no obstante, latente, por así decir, ya que pasa inadvertido. El peso de la ciudad en el conjunto social llega a ser tan grande que dicho conjunto bascula. En la relación entre la ciudad y el campo, la primacía correspondía aún a este último: a sus riquezas inmobiliarias, a los productos de la tierra, a la población establecida territorialmente (poseedores de feudos o de títulos nobiliarios). La ciudad conservaba, con respecto al campo, un carácter heterotópico, caracterizado tanto por las murallas como por la separación de sus barriadas. En un momento dado, se invierten esas variadas relaciones; la situación cambia. Nuestro eje debe reflejar el momento capital en que se realiza ese cambio, ese derrumbamiento de la heteropía. Desde entonces, la ciudad ya no se considera a sí misma, ni tampoco por los demás, como una isla urbana en el océano rural; ya no se considera como una paradoja, monstruo, infierno o paraíso, enfrentada a la naturaleza aldeana o campesina. Penetra en la conciencia y en el conocimiento como uno de los términos -igual al otro- de la oposición «ciudad.-campo». ¿El campo?: ya o es más -nada más- que «los alrededores» de la ciudad, su horizonte, su límite. ¿Y las gentes de la aldea? Desde su punto de vista, ya no trabajan para los señores terratenientes. Ahora producen para la ciudad, para el mercado urbano. Y si bien saben que los negociantes de trigo o de madera los explotan, no obstante encuentran en el mercado el camino de la libertad.
¿Qué ocurre en torno a este momento crucial? Aquellos que reflexionan ya no se ven inmersos en la naturaleza, ese mundo tenebroso, dominado por fuerzas misteriosas. Entre ellos y la naturaleza, entre su centro y hogar (de pensamiento y de existencia) y el mundo, se sitúa un medidor esencial: la realidad urbana. Desde ese momento, la sociedad ya no coincide con el campo. Ya no coincide con la ciudad. El Estado, utilizando sus rivalidades, las domina, las reúne en su hegemonía. Sin embargo, la majestad que se anuncia se presenta velada a los ojos de los contemporáneos. ¿De quién será atributo la razón? ¿De la realeza? ¿Del divino señor? ¿Del individuo? Lo que resurgirá será la razón de la cité después de la ruina de Atenas y de Roma, después del oscurecimiento de sus realizaciones fundamentales, la lógica y el derecho. Renace el logos, pero su victoria no se atribuye al renacimiento de lo urbano, sino a una razón trascendente. El racionalismo que culmina con Descartes va parejo con el trastocamiento que supone la situación de la primacía rural por la prioridad urbana. Sin embargo, esto no se entiende así. Durante este periodo, no obstante, nace la imagen de la ciudad. Anteriormente, la ciudad detentaba ya la escritura, de la que poseía los secretos y poderes. Oponía ya la urbanidad (lo cultivado) a la rusticidad (lo ingenuo y brutal). A partir de cierto momento, ostenta su propia escritura: el plano. Por tal entendemos, no la planificación -aunque ésta se inicia también-, sino la planimetría.
En los siglos XVI y XVII, cuando precisamente tiene lugar esta inversión de orientación, aparecen en Europa los planos de ciudades y, en especial, los primeros planos de París. No se trata aun de planos abstractos o proyección del espacio urbano en un espacio de coordenadas geométricas. Conjuntos de visión y concepción, obras de arte y de ciencia, los planos muestran la ciudad desde arriba y desde lejos, en perspectiva, pintada y retratada a la vez, descrita geográficamente. Una intención, ideal y realista al mismo tiempo -producto del pensamiento y del poder-, se sitúa en la dimensión vertical (propios al conocimiento y la razón) para dominar y constituir una totalidad: la ciudad. Esta inflexión de la realidad social hacia lo urbano, esta discontinuidad (relativa) puede marcarse perfectamente en el eje espacio temporal, cuya continuidad permite situar y fechar correctamente unos periodos (relativos). Bastaría con trazar una línea media entre el cero inicial y el número terminal (por hipótesis, cien).
Esta inversión de orientación no puede ser disociada del crecimiento del capital comercial ni de la existencia del mercado. La demostración palpable es la propia ciudad comercial, injertada en la ciudad política, pero que prosigue su camino ascendente. La ciudad comercial precede en muy poco a la aparición del capital industrial y, en consecuencia, a la ciudad industrial. Tal concepto merece un comentario. ¿Es que la industria está ligada a la ciudad? Su conexión se establecería más bien con la no-ciudad, ausencia o ruptura de la realidad urbana. Sabido es que la industria se implanta -como suele decirse- en primer lugar cerca de las fuentes de energía (carbón, agua), de las materias primas (metales, textiles) y de las reservas de mano de obra abundante, sostenida a bajo precio. Así, pues, puede instalarse en cualquier sitio, pero, más tarde o más temprano, llega a las ciudades preexistentes, o bien las crea ex profeso, aunque más tarde puede volver a alejarse de ellas si dicho alejamiento le pudiera interesar. Así como la ciudad política resiste mucho tiempo ante la acción conquistadora -mitad pacífica, mitad violenta- de comerciantes, intercambio y dinero, en la misma medida se defendió la ciudad política y comercial contra el dominio de la naciente industria, contra el capital industrial, contra el capitalismo a secas.
¿De qué manera lo hizo? A través del corporativismo y del prefigurar las relaciones. Las consecuencias y rupturas a que nos referimos son escamotadas por el continuismo histórico y el evolucionismo. El pensamiento dialéctico se renueva a través de un extraño y admirable movimiento: la no-ciudad y la anti-ciudad emprenden la conquista de la ciudad, para penetrar en ella y hacerla estallar, y con ello la extienden desmesuradamente, para llegar finalmente a la urbanización de la sociedad, al tejido urbano que recubre los restos de la ciudad anterior a la industria. Si este extraordinario movimiento no llama la atención, si no ha sido descrito más que fragmentariamente, es porque los ideólogos han querido eliminar el pensamiento dialéctico y el análisis de las contradicciones en aras del pensamiento lógico, es decir, de la contratación de las coherencias y solamente de las coherencias. La realidad urbana, amplificada y rota a la vez, pierde en dicho movimiento los rasgos que le atribuía la época anterior: totalidad orgánica, pertenencia, imagen exaltadora, espacio medio y dominado por los esplendores monumentales. Ahora se llena del carácter de lo urbano en la disolución de la urbanidad; se convierte en disposición, orden represivo, demarcación con señales, sumarios códigos de circulación (de recorrido) y de referencia. Su expresión escrita se lee, ya sea como un borrador, ya sea como un mensaje autoritario. Se manifiesta más o menos imperiosamente.
Sin embargo, ninguno de estos términos descriptivos aclara completamente el proceso histórico: la implosión-explosión (metáfora tomada de la física nuclear), es decir, la enorme concentración (de agentes, de actividades, de riquezas, de cosas y de objetos, de instrumentos, de medios, de posibilidades y de pensamiento) en la realidad urbana, y el inmenso estallido, la proyección de múltiples y disociados fragmentos (periferia, extrarradios, residencias secundarias, satélites, etc.).
La ciudad industrial, frecuentemente sin forma, aglomeración apenas urbana, conglomerado o «conurbación», como el Ruhr, precede y anuncia la inmediata zona crítica. La implosión-explosión produce en ese momento todos sus efectos. El aumento de la producción industrial se superpone al crecimiento de los intercambios comerciales, y los multiplica.
Este crecimiento va desde el trueque hasta el mercado mundial, desde el intercambio de productos, realizaciones, pensamientos y seres humanos. Parece que la compra y la venta, la mercancía y el mercado, el dinero y el capital barren lo obstáculos. Durante esta generalización, el efecto de dicho proceso -a saber, la realidad urbana- se convierte también en causa y razón. Lo inducido pasa a ser dominante (inductor). La problemática urbana se impone a escala mundial. ¿Cabe definir la realidad urbana como «superestructura», que emerge de la estructura económica capitalista y socialista?, ¿o bien como simple resultado del crecimiento de las fuerzas productivas?, ¿o como modesta realidad marginal con respecto a la producción? ¡No! La realidad urbana modifica las relaciones de producción, sin, por otra parte, llegar a transformarlas. Se convierte en fuerza productiva, como ocurre con la ciencia. El espacio y la política del espacio «expresan» las relaciones sociales, al tiempo que indicen sobre ellas. Ni que decir tiene que únicamente a través de la problemática urbana, la realidad urbana se afirma y se confirma como dominante.
¿Qué hacer? ¿Cómo construir ciudades o «algo» que sustituya a lo que antaño fue la ciudad? ¿Cómo pensar el fenómeno urbano? ¿Cómo formular, clasificar y jerarquizar (para resolverlos) los innumerables problemas que plantea dicho fenómeno urbano y que difícilmente se colocan, no sin múltiples resistencias, en un primer plano? ¿Cuáles habrían de ser los progresos decisivos que habría que lograr para que la conciencia llegue a la altura de lo real (que la desborda) y de lo posible (que se le escapa)?
El eje que describe el proceso se jalona así:
¿Qué ocurre en la fase crítica? Este trabajo intenta responder a dicha interrogante, que sitúa la problemática urbana en el proceso general.
¿Se puede aprehender lo que está ocurriendo a través de las hipótesis teóricas que permiten trazar un eje, presentar un periodo (reconstruido), franquear con el pensamiento la zona crítica (llegando más allá)? Quizá. En cualquier caso, podemos emitir algunas suposiciones.
Se da -salvo prueba de lo contrario- una segunda inflexión, una segunda inversión de orientación y de situación. La industrialización, potencia dominante y coactiva, se convierte en realidad dominada a través de una crisis profunda, al precio de una enorme confusión, en el curso de la cual se confunden lo pasado y lo presente, lo mejor y lo peor.
Esta hipótesis teórica que se refiere a lo posible y a su relación con lo actual (lo «real») no puede ignorar que la entrada en la sociedad urbana y las modalidades de la urbanización depende de las características de la sociedad considerada durante la industrialización (neocapitalista o socialista, en pleno crecimiento económico o bien altamente tecnificada). Las diversas formas de acceso a la sociedad urbana, las implicaciones y consecuencias de dichas diferencias iniciales forman parte de la problemática que concierne el fenómeno urbano o a lo urbano.
Estos términos son preferibles a la palabra «ciudad», que parece designar un objeto definido y definitivo, objeto para la ciencia y objetivo inmediato de acción, mientras que la iniciativa científica exige en primer lugar una crítica de ese objeto y la noción, más compleja, de un objeto virtual o posible.
Dicho en otros términos: en tal perspectiva no cabe una ciencia de la ciudad (sociología urbana, economía urbana, etc.), sino un conocimiento en curso de elaboración del proceso global, así como de su término (objetivo y sentido).
Lo urbano (abreviación de «sociedad urbana») se define pues, no como realidad consumada, situada en el tiempo con desfase respecto de la realidad actual, sino, por el contrario, como horizonte y virtualidad clasificadora. Se trata de lo posible, definido por una dirección, al término del recorrido que llega hasta él. Para alcanzar dicho posible, es decir, para realizarlo, es necesario primeramente evitar o abatir los obstáculos que actualmente lo hacen inviable. El conocimiento teórico ¿puede mantener en la abstracción dicho objeto virtual, objeto de acción? No. Desde este momento puede afirmarse que únicamente es abstracto en cuanto abstracción científica, es decir, legítima.
El conocimiento teórico puede y debe mostrar el terreno y las bases en las que se fundamenta: una práctica social en movimiento, la práctica urbana en vías de constituirse a pensar de los obstáculos que encuentra. El hecho de que dicha práctica se presente en la actualidad velada y dislocada, el hecho de que hoy día la realidad y la ciencia futura apenas se vislumbren, son aspectos de la fase crítica. Lo que hay que poner de manifiesto es que esta orientación significa una salida y soluciones a la problemática actual. En resumen, el objetivo virtual no es otra cosa que la sociedad planetaria y la «ciudad mundial» más allá de una crisis mundial y planetaria de la realidad y del pensamiento, más allá de las viejas fronteras trazadas en tiempos del predominio agrícola y mantenidos a lo largo del crecimiento de los intercambios y de la producción industrial. No obstante, la problemática urbana no puede asimilar todos los problemas. Tanto la agricultura como la industria conservan los suyos propio, si bien se hallan modificados por la realidad urbana. Por otra parte, la problemática urbana no posibilita el que el pensamiento se lance imprudentemente a la exploración de lo posible. El propio analista es el que debe describir y caracterizar los tipos de urbanización. Su misión también consiste en enunciar la evolución de las formas, funciones y estructuras urbanas, transformadas por el estallido de la antigua ciudad y por la urbanización generalizada.
Hasta el momento, la fase crítica se comporta como una «caja negra»: se sabe lo que entra, se vislumbra, a veces, lo que sale, pero no se sabe claramente lo que ocurre en el interior. Tal situación inhabilita los procedimientos habituales de la perspectiva o de la proyección, que extrapolan a partir de lo actual, es decir, de lo constatado. Tanto la proyección como la perspectiva presenta una base determinada en ciencias específicas únicamente: la demografía o la economía política, por ejemplo. Ahora bien, lo que «objetivamente» analizamos es un todo.
A fin de mostrar la magnitud de la crisis, la incertidumbre y la perplejidad que acompañan a la «fase crítica», cabe llevar a cabo una confrontación. ¿Se trata de un simple ejercicio de estilo? Sí, pero también es algo más. He aquí algunos argumentos en pro y en contra de la calle, en pro y en contra del monumento. Dejemos para más tarde otros argumentos (en pro y en contra de la naturaleza, del urbanismo, del centro urbano, etc.).
A favor de la calle. No se trata únicamente de un lugar de paso y de circulación; la invasión de automóviles y la presión de su industria, es decir, del lobby del auto, han convertido al coche en un objeto piloto, al aparcamiento en una obsesión, a la circulación en un marco prioritario, y todos ellos en su conjunto en destructores de toda la vida social y urbana. Muy pronto será necesario limitar, no sin dificultades y estragos, los derechos y poderes del auto.
¿Qué es la calle? Es el lugar (topo) del encuentro, sin la cual no caben otros posibles encuentros en lugares asignados a tal fin (cafés, teatros y salas diversas). Estos lugares privilegiados, o bien animan la calle y utilizan asimismo la animación de ésta, o bien no existen.
En la escena espontánea de la calle yo soy a la vez espectáculo y espectador, y, a veces también actor. Es en la calle donde tiene lugar el movimiento, de catálisis, sin el que no se da vida humana, sino separación y segregación, estipuladas e inmóviles. Cuando se han suprimido las calles (desde Le Corbusier, en los «barrios nuevos»), sus consecuencias no han tardado en manifestarse: desaparición de la vida, limitación de la «ciudad» al papel del dormitorio, aberrante funcionalización de la existencia. La calle cumple una serie de funciones que Le Corbusier desdeña: fusión informativa, función simbólica y función de esparcimiento. Se juega y se aprende. En la calle hay desorden, es cierto, pero todos los elementos de la vida humana, inmovilizados en otros lugares por una ordenación fija y redundante, se liberan y confluyen en las calles, y alcanzan el centro a través de ellos; todos se dan cita, alejados de sus habitáculos fijos. Es un desorden vivo, que informa y sorprende. Por otra parte, este desorden construye un orden superior: los trabajos de Jane Jacobs han demostrado que la calle (de paso y preventiva) constituye en los Estados Unidos la única seguridad posible contra la violencia criminal (robo, violación, agresión). Allí donde desaparece la calle, la criminalidad aumenta y se organiza.
La calle y su espacio es el lugar donde un grupo (la propia ciudad) se manifiesta, se muestra, se apodera de los lugares y se realiza un adecuado tiempo-espacio. Dicha apropiación muestra que el uso y el valor de uso pueden dominar el cambio y el valor de cambio. En cuanto al acontecimiento revolucionario, éste tiene lugar generalmente en la calle. ¿Acaso el desorden revolucionario no entrega también un nuevo orden?; ¿acaso el espacio urbano de la calle no es el lugar para la palabra, para el intercambio, tanto de términos y de signos como de cosas?; ¿acaso no constituye el lugar privilegiado en donde se ha hecho salvaje y se encuentra, eludiendo prescripciones e instituciones, inscrita en las paredes?
En contra de la calle. ¿Un lugar de encuentros?, quizá, pero ¿qué encuentros? Aquellos que son más superficiales.
En la calle se marcha unos junto a otros, pero no es lugar de encuentros. En la calle domina el «se» (impersonal), e imposibilita la constitución de un grupo, de un «sujeto», y lo que la puebla es un amasijo de seres en búsqueda… De mercancía, que no ha podido limitarse a los lugares especializados, los mercados (plazas, abastos), ha invadido los anexos de los lugares privilegiados: el templo, el estadio, el ágora y el jardín. Más tarde, en la Edad Media, los artesanos, a la vez productores y vendedores, ocuparon las calles. Posteriormente han sido los comerciantes, cuya actividad es exclusivamente mercantil, los que se hicieron dueños y señores de la calle. ¿Qué es, pues, la calle? Un escaparate, un camino entre tiendas. La mercancía, convertida en espectáculo (provocante, incitante), hace de las gentes un espectáculo, unos de otros. Aquí, más que en cualquier sitio, el cambio y el valor de cambio dominan al uso hasta reducirlo a algo residual. Tanto es así que debe realizarse una crítica de la calle de mayor alcance, a saber: la calle se convierte e lugar privilegiado de -es decir, a la vez débil y alienado -alienante- de las relaciones que tiene lugar en la calle. El paso por la calle es, en tanto que ámbito de las comunicaciones, obligatorio y reprimido al mismo tiempo. En caso de amenaza, las primeras prohibiciones que se dictan son las de permanecer y reunirse en las calles. Si la calle ha tenido en su tiempo el papel de lugar de encuentros, ese papel lo ha perdido, como no podía por menos de ocurrir, limitándose mecánicamente al lugar de paso, se produce al mismo tiempo el paso de peatones (acorralados) y de automóviles (privilegiados). La calle se ha convertido en retículo, organizado por y para el consumo. La velocidad de circulación, todavía permitida, del peatón se halla determinada y calculada en función de la posibilidad de apercibir los escaparates y de comprar los objetos exhibidos.
El tiempo pasa a ser «tiempo-mercancía» (tiempo de compra y de venta, tiempo comprado y vendido). La calle reglamenta el tiempo más allá del tiempo de trabajo y lo somete al sistema, el del rendimiento y del beneficio. La calle ya no es más que la obligada transición entre el trabajo forzado, los esparcimientos programados y la habitación, en cuanto lugar de consumo.
La organización neocapitalista del consumo muestra en la calle su fuerza, que no reside únicamente en el poder (político) ni en la represión (reconocida o disimulada). La calle, sucesión de escaparates, exposición de objetos en venta, muestra cómo la lógica de la mercancía va acompañada de una contemplación (pasiva) que toma el carácter y la importancia de una estética y de una ética. La acumulación de objetos es paralela a la de la población y sucede a la del capital; adopta la forma de una ideología escondida bajo la forma de lo legible y lo visible, y que, a partir de ese momento, parece la propia evidencia. Es por ello por lo que puede hablarse de una colonización del espacio urbano, colonización que se lleva a cabo en la calle a través de la imagen de la publicidad y el espectáculo de los objetos: a través del «sistema de los objetos» convertidos en símbolos y espectáculo. Perceptible a través de la modernización de las calles antiguas, la uniformización del marco circundante reserva para los objetos (mercancías) aquellos efectos de colores y de formas que los hacen atractivos. Así, cuando el poder permite que se realicen en la calle mascaradas, bailes, festivales folklóricos, etc., se trata de una apariencia caricaturesca de apropiación y de reapropiación del espacio. En cuanto la verdadera apropiación, la «manifestación» efectiva, es combatida por las fuerzas represivas, las cuales imponen el silencio del olvido.
En contra del monumento. El monumento, sede de una institución (la Iglesia, el Estado, la Universidad), es esencialmente represivo. Cundo organiza un espacio en su entorno es para colonizarle y oprimirle. Los grandes monumentos han sido erigidos a la gloria de los conquistadores y los poderosos; con mucha menos frecuencia lo fueron a la gloria de los muertos y de la belleza muerta (el Tadj Mahall…). Se levantaron palacios y tumbas. La desgracia para la arquitectura ha sido la de querer levantar monumentos, mientras que «el habitar», o bien ha sido concebido a imagen de los monumentos, o bien se desatendió. Extender el espacio monumental al «habitar» ha constituido siempre una catástrofe, si bien ignorada por aquellos que la soportan. En efecto, el esplendor de símbolos, el monumento los ofrece a la contemplación (pasiva) y a la conciencia social, cuando dichos símbolos, ya caducos, han perdido significación. Tal es el caso de los símbolos de la revolución en el Arco del Triunfo napoleónico.
A favor del monumento. Es el único lugar donde se puede concebir e imaginar la vida social. Si el monumento ejerce un control es con el fin de congregar. Belleza y monumentalidad van parejas. Así, los grandes monumentos fueron transfuncionales (las cátedras) e incluso transculturales (las tumbas); de ahí su poder ético y estético. Los monumentos proyectan sobre el terreno una concepción del mundo, mientras que la ciudad proyectaba, y proyecta todavía, la vida social (la globalidad). En el seno, a veces en el propio corazón de un espacio en el que se reconocen y se trivializan los rasgos de la sociedad, los monumentos han sido siempre utópicos, afirmando, ya fuera en altura, ya fuera en profundidad (pero siempre en una dimensión diferente a la de los recorridos urbanos), tanto el deber como el poder, el saber como la alegría y la esperanza.
* Publicado originalmente como el capítulo 4.1 del libro «Para comprender qué es la ciudad: teorías sociales» (Víctor Urrutia (Ed.), Editorial Verbo Divino, Navarra, 1999, pp. 138-147). Agradecemos a los editores por autorizar esta re-publicación en Bifurcaciones, poniendo un texto clásico del pensamiento urbano a disposición de los lectores de habla hispana.