Resumen
¿Cuán rápido olvidan las ciudades y los países? ¿Cuál es el papel de la arquitectura en este proceso? ¿Cómo opera la memoria colectiva cuando surge la oportunidad de reemplazar una memoria por otra? Este artículo busca explorar estas cuestiones, basándose en dos casos de estudio en Chile: el Parque José Domingo Gómez Rojas (Santiago) y el Edificio del Congreso (Valparaíso). A través del análisis de la historia y las polémicas que ambos casos han levantado, se intentará discutir cómo el trabajo de los arquitectos influye sobre el proceso del olvido, ya sea borrando el pasado a través de la renovación urbana, o ayudando a blanquear un periodo de la historia reciente. Se concluye la necesidad de enfrentar la responsabilidad de los arquitectos en la memoria, enfatizando las consecuencias negativas de un entendimiento inconsciente de su papel público a este respecto, y del tipo de trabajo que la profesión está llamada a cumplir.
Palabras Claves
Memoria urbana, arquitectura, poder, proyecto, Santiago, Valparaíso.
Abstract
How quick do cities and countries forget of their own memories? What is the role of the architect in those processes? How does collective memory operate when the chance of replacing an old memory by a new one arises? This paper aims to explore these questions based on two Chilean case studies: the José Domingo Gomez Rojas Park (Santiago) and the Congress Building (Valparaíso). By analyzing the history and the polemics that both cases have raised, we will try to discuss how the work of the architect influences the processes of forgetting, whether by erasing the past through urban renewal, or even by helping to clean up an uncomfortable period of the history of a country. The conclussion asserts the necesity of addressing the responsibility the architect has with memory, stressing the negative consequences of an unconscious understanding of their public role in this regard, and of the kind of labor the profession is called to fulfill.
Keywords
Urban memory, architecture, power, project, Santiago, Valparaíso.
1. Introducción
¿Cuán rápido olvidan las ciudades y los países? ¿Cuál es el papel que le cabe a la arquitectura en este proceso? ¿Cuáles son los límites de la memoria de los arquitectos, cuando buscan ser parte de la reconstrucción de la ciudad y su historia? ¿Cómo opera la memoria colectiva cuando surge la oportunidad de reemplazar un recuerdo viejo por otro nuevo?
Este artículo busca desarrollar un argumento acerca de estas preguntas, basándose en dos casos de estudio en Chile: el Parque José Domingo Gómez Rojas en Santiago, y el Edificio del Congreso en Valparaíso. A través del análisis de la historia y las polémicas que ambos casos han levantado, intentaremos discutir cómo el trabajo de los arquitectos influye sobre el proceso del olvido, ya sea borrando el pasado a través de la renovación urbana, o incluso ayudando a blanquear un periodo incómodo de la historia de un país.
Organizando el argumento en torno a la afirmación de Wigley (2000) de que los arquitectos a menudo se benefician de la falta de memoria, este artículo busca interpretar la relación entre espacio, política y memoria desde el punto de vista del arquitecto, no como el profesional que diseña un monumento, sino como alguien que juega un papel inconsciente -y sin embargo clave- en el modo en que la historia es escrita. De esta manera, buscamos abordar la responsabilidad de los arquitectos con la memoria, enfatizando las consecuencias negativas de un entendimiento inconsciente de su papel público a este respecto, y del tipo de trabajo que nuestra profesión está llamada a cumplir.
2. El parque José Domingo Gómez Rojas en Santiago
2.1. Memorias desechables
El Parque José Domingo Gómez Rojas ocupa un espacio clave en Santiago de Chile, sin embargo su existencia pasa casi inadvertida para la mayoría de sus habitantes. Emplazado a cien metros al norte de la Plaza Italia -el centro de gravedad de la ciudad-, el parque está enmarcado por las avenidas Bellavista al norte y Santa María al sur, y por las calles Pío Nono al este y Purísima al oeste. Su forma triangular se extiende a lo largo de un eje este-oeste, siguiendo el lecho del río Mapocho que lo separa del Parque Forestal y de la Plaza Italia, por el sur. Dado su tamaño y ubicación privilegiada, se podría pensar que debiera ser un lugar destacado en la ciudad; no obstante, parece más bien una isla de desolación aislado por calles altamente transitadas. Un parque demasiado pequeño para ser tal, al punto que es difícil describirlo como algo más que un pedazo triangular de tierra con algunos árboles, pequeñas áreas de césped y bancas que nadie usa. A pesar de estar rodeado por cuatro calles, tiene sólo una acera utilizable; pero en realidad no se requiere más, dado que no hay necesidad de caminar por ella pues no lleva a ninguna parte. En su extremo oriental, perpendicular a la siempre concurrida calle Pío Nono, un mercado de artesanos bloquea la vista al parque, mientras que en su extremo oeste, la rampa de acceso a una autopista subterránea inaugurada en el 2006 hace del uso de la acera de la calle Purísima un ejercicio de alto riesgo. Con ambos extremos bloqueados, el parque carece de tensión longitudinal, y por ende no tiene vida. Esta condición «sin vida» es, hasta aquí, el único aspecto de este lugar que recuerda al hombre que le presta su nombre al parque.
José Domingo Gómez Rojas nació en 1896 en una modesta familia de Santiago. Durante su juventud mostró interés en la literatura y poesía, tomando parte en varios grupos y colectivos de intelectuales y artistas durante la década de 1910. En 1913 publicó su libro Rebeldías líricas, en el que evidenció no sólo su talento como poeta, sino también sus ideas políticas que lo acercaron al movimiento anarquista chileno. Después de ingresar a la Escuela de Derecho de la Universidad de Chile, en 1915, su activismo político se acrecentó cuando se unió a la Federación de Estudiantes y comenzó a entrar en contacto con los movimientos de trabajadores. Por esa razón, durante las protestas estudiantiles que ocurrieron en Chile en junio de 1920, Gómez Rojas fue arrestado como uno de los líderes del movimiento en el que convergían estudiantes y obreros. En la cárcel fue continuamente hostigado y torturado con severidad. Más tarde, cuando su cuerpo comenzó a evidenciar los abusos sufridos, fue trasladado a una celda especial, donde se lo dejó en confinamiento solitario. La soledad y el dolor comenzaron a afectar su salud mental, de modo que fue, nuevamente transferido al hospital psiquiátrico donde su locura y enfermedad se agravaron hasta llevarlo a la muerte en diciembre de 1920. Las 40 mil personas que asistieron a su funeral evidenciaron su relevancia como líder estudiantil y joven intelectual altamente respetado. De hecho, su memoria como símbolo de la represión estatal en contra de los estudiantes y trabajadores durante los eventos de 1920 permanecería incluso hasta 1940, cuando, veinte años después de su muerte, el parque localizado frente a la Escuela de Derecho de la Universidad de Chile fue nombrado en su honor. De acuerdo con la escritora chilena Virginia Vidal, este homenaje no fue casual, pues dos años antes, en 1938, el edificio de la Escuela fue inaugurado frente al extremo este del parque, sobre la calle Pío Nono (Vidal, 2009). De esta forma, el complejo formado entre el edificio de la Universidad y el parque llamado como el estudiante mártir, establecieron un lugar destacado en la ciudad, cuya memoria no sería disputada durante los próximos 67 años.
En 2007, los periódicos chilenos anunciaron que la Municipalidad de Recoleta, junto con la Universidad San Sebastián, tenían un proyecto para renovar el parque. La Universidad San Sebastián -una entidad privada que había instalado su campus principal un año antes, en un gigantesco edificio emplazado frente al extremo noreste del parque- le ofreció a la municipalidad financiar la renovación del parque a cambio de recibir las utilidades de los estacionamientos subterráneos integrados en la propuesta. Además la universidad, de propiedad de un grupo católico conservador, ofreció un tentador «regalo» para el nuevo parque: una estatua de 13 metros del Papa Juan Pablo II. La municipalidad aceptó la oferta y presentó el proyecto a la prensa local como una gran noticia: finalmente este lugar sin vida sería renovado, y sería además rebautizado como Parque Juan Pablo II.
Las críticas en contra de este proyecto provinieron de dos frentes. Por una parte, algunos reclamaron por la escala desproporcionada de la estatua del Papa; por otra, hubo quienes rechazaron el que la municipalidad autorizara a una institución privada a lucrar de un espacio público. Por cierto, en un país donde la Iglesia Católica ha estado perdiendo influencia de manera sistemática, pero donde aún se mantiene como una institución relevante para la opinión pública, no es sorprendente que casi nadie se pronunciara en contra del nuevo nombre propuesto para el parque; lo que sí debiera sorprender es que un país donde el pasado reciente está marcado a fuego por la dura represión de la dictadura, escoja ingenuamente olvidar la figura de quizás el primer estudiante que ha muerto víctima de la represión del Estado.
2.2. El reemplazo de la memoria
Podemos estar de acuerdo con Halbwachs (1980) en que la memoria se preserva mejor cuando se vincula a un determinado grupo, lugar o tiempo. En ese caso, puede ser fácil entender por qué la redenominación del parque no fue problemática. El Parque José Domingo Gómez Rojas no pertenecía a ningún grupo en particular -aparte de algunos pequeños colectivos de escritores, políticamente irrelevantes-; por lo tanto, nadie defendió el nombre original. Asimismo, por el alto tráfico de las avenidas que lo circundan, casi nadie lo utiliza. De hecho, precisamente debido a su ubicación central, no sirve a ningún barrio en particular, pero al mismo tiempo, su posición lateral respecto del centro lo hace parecer poco importante para la memoria colectiva de la ciudad. Finalmente, los eventos que terminaron con la muerte de Gómez Rojas sucedieron hace nueve décadas, por lo que la relevancia de su figura se ha desvanecido con el tiempo, y quizás ya no queden testigos vivos de aquellos eventos.
Desde el punto de vista opuesto, la decisión de renombrar el parque como Juan Pablo II puede ser entendida desde la noción de Kammen (1991) de despolitización de la memoria. En Chile, los recuerdos de la visita del Papa en 1987 todavía están frescos. Aún en dictadura, los seis días que Juan Pablo II pasó en el país marcaron a varias generaciones de chilenos, y el hecho de que se las arreglara para visitar ocho ciudades de norte a sur -con 26 apariciones públicas- fue interpretado positivamente por todo el espectro político y social. La derecha política recuerda al Papa estrechándole la mano al dictador Augusto Pinochet en el Palacio de Gobierno; mientras que la oposición de izquierda lo recuerda visitando barrios pobres y ayudando a dar visibilidad internacional a la causa contra la violación de los Derechos Humanos. En otras palabras, si bien hubo distintas lecturas sobre la visita del Papa, su figura se transformó en uno de los escasos consensos transversales en un periodo en que la sociedad se encontraba altamente polarizada. Más tarde, luego de la muerte del Papa en 2005, fue más o menos claro que su figura había alcanzado una suerte de estatus mítico en Chile. Tal contexto puede explicar por qué los promotores de la renovación del parque escogieron su figura para ganar la aceptación pública a su proyecto. Kanmen (1991) ha señalado acertadamente que una vez que el pasado es despolitizado es fácil alcanzar la ilusión de consenso. Como el Papa tomó una actitud neutral durante su visita a Chile, su figura se transformó en un punto de encuentro entre los chilenos. Así no había necesidad de despolitizar nada: el consenso ya se había alcanzado, y era sólo cuestión de tiempo que alguien decidiera utilizarlo a favor de algún propósito específico. En este caso, utilizar su nombre y una estatua gigante suya como forma de ganar apoyo para un proyecto que en otras circunstancias se hubiera desechado fácilmente.
Por el contrario, José Domingo Gómez Rojas no era una figura de consenso. Pero tampoco tenía que serlo. No tiene importancia si acaso su vida fue heroica o no. Lo que de verdad importa es que fue víctima de la violencia de un Estado reacio a aceptar la disidencia. Sin embargo, a medida que la memoria se desvanece con el tiempo, el problema de Gómez Rojas no es la incapacidad para generar acuerdos en torno a su figura, sino el hecho de que se trata de un personaje desconocido para la mayor parte de los chilenos. Si por ejemplo, el parque llevara el nombre de una víctima de la dictadura de Pinochet, habría sido difícil -incluso políticamente incorrecto- cambiar el nombre del lugar; pero dado que sólo unas pocas personas conocían la historia de Gómez Rojas, fue sencillo borrar su presencia de la ciudad. Aquí nos encontramos en el umbral de un problema clave: cómo la pérdida de memoria se transforma en motor de la renovación urbana; o dicho de otra forma, cómo la habilidad de olvidar es una condición estructural de la ciudad.
Wigley ha escrito que «olvidar el pasado significa inevitablemente olvidar un pasado particular a favor de otro, sin importar cuán reciente sea» (Wigley, 2000: 42). Si aproximamos esta idea al caso del parque, podemos entender que aun cuando las memorias pueden desvanecerse, no desaparecen del todo a menos que otras nuevas las reemplacen. En este sentido, el Parque José Domingo Gómez Rojas parece haber tenido sólo dos futuros posibles: ser redenominado o permanecer en un estado de catalepsia. Sin embargo, como se ha mencionado previamente, el acto de redenominar no puede ser completado sin una razón que lo justifique. Era necesario proponer una estatua gigante de Juan Pablo II para hacer que la nueva denominación pareciera natural. La estatua era la coartada perfecta para desarrollar un negocio asociado al estacionamiento bajo el parque; y, al dar además una razón para cambiar el nombre y las memorias asociadas con el lugar, era también un dispositivo para entregar una nueva historia al parque. Nuevamente, indica Wigley, «los monumentos ritualizan la capacidad de olvidar dentro del propio gesto de recordar. El monumento es finalmente una sincronización del olvido» (Wigley, 2000: 42). Entonces, la estatua de Juan Pablo II juega un papel doble: materializa el acto de recordar un pasado reciente, a la vez que borra un antiguo recuerdo.
Los arquitectos, como ha señalado Wigley, desarrollan su trabajo en la brecha entre tecnologías; esto es, su trabajo administra las discontinuidades entre pasado y presente. Con esto en mente, podemos explicar su rol en este caso, al revisar la última parte de la historia.
Luego de una larga polémica pública acerca del tamaño de la estatua, y ante la posibilidad de que una organización privada lucrara con un espacio público, la Municipalidad de Recoleta desechó la iniciativa propuesta por la Universidad San Sebastián. Pero como la propia municipalidad había apoyado el proyecto bajo el argumento de que el parque estaba casi abandonado, necesitaba entonces de un nuevo proyecto; así, en alianza con el Colegio de Arquitectos, patrocinaron un concurso abierto de ideas para el rediseño del parque que, luego de una decisión tomada por la municipalidad sin discusión pública, fue redenominado como Parque Juan Pablo II. Aunque puede parecer un tema menor, el apoyo de la asociación profesional tuvo una doble importancia: garantizó la seriedad del concurso mientras que, al mismo tiempo, le dio validez a la decisión de cambiar el nombre del parque. Si los arquitectos -aquellos profesionales dedicados a diseñar la ciudad y preservar su historia- no expresaron preocupación alguna acerca del nuevo nombre del lugar, ¿quién más se atrevería a discutir esa decisión? De este modo, nuestra profesión nuevamente ayudó a cambiar la historia, aunque esta vez el cambio no dependió de la arquitectura, sino del hecho mismo de respaldar el reemplazo de una vieja memoria.
2.3. Desplazando las memorias
Finalmente, la competición fue llevada a cabo y el nuevo proyecto está siendo desarrollado. Pero en este caso, la calidad del diseño arquitectónico no tiene importancia. O quizás sí. Todo depende del punto de vista.
Si creemos en la idea de Augé (2004) de que para tener espacio para nuevas memorias es necesario desplazar las ya existentes, entonces podemos estar de acuerdo en que la memoria opera como el desarrollo tecnológico, dado que nuevos dispositivos desplazan a los antiguos dejándolos obsoletos. En tal círculo de consumo, la calidad del diseño no importa; sólo interesa que algo nuevo está ocupando un espacio existente. En el caso del Parque José Domingo Gómez Rojas, la decisión de incluir al Colegio de Arquitectos fue una excusa para justificar una decisión previa: borrar la historia del parque cambiando su nombre. Entonces, el diseño ganador contribuye al proceso de consumo de la memoria no por su calidad, sino simplemente debido a su novedad [1].
Pero tal vez la calidad del diseño sí importe. Así sería si el nuevo diseño tiene tanto éxito que termina transformando el antiguo parque sin vida en un espacio destacado en la ciudad. Ello sería, por supuesto, el sueño de todo arquitecto. Sin embargo, si algo así ocurre, el diseño arquitectónico podría actuar como un caballo de Troya, justificando el reemplazado de una memoria por otra. De lograrlo, la arquitectura contribuiría a impulsar el desplazamiento de todo aquello que pueda parecer viejo en la ciudad, ya sean memorias, lugares o incluso comunidades.
A fin de cuentas, y a pesar de su aparente actitud nostálgica, pareciera que los arquitectos se sienten cómodos en una ciudad en incesante cambio. De otro modo, es difícil explicar por qué el Colegio de Arquitectos apoyó el concurso para rediseñar el parque sin pronunciarse en contra del reemplazo de la antigua memoria. En realidad, si el llamado a concurso hubiese mantenido el nombre original del lugar, es probable que el proyecto ganador hubiera sido el mismo. Sin embargo, su significado hubiera sido completamente distinto.
3. El Edificio del Congreso en Valparaíso
3.1. Memorias que persiguen
Podemos estar de acuerdo con que los significados son extremadamente difíciles de manejar a través de la arquitectura. Incluso si el arquitecto intenta proponer significados específicos, las interpretaciones que un edificio puede gatillar están fuera de su control, de modo que no pueden ser diseñadas. Pero dado que el arquitecto no puede controlar los significados futuros de su trabajo, parece que el único poder que le queda es escoger dónde, cuándo, para quién y para qué trabajar. En tal sentido, la primera decisión que toma se relaciona con el contexto de su intervención, entendiendo las concesiones y compromisos que hace cuando participa de algo. Como a menudo los edificios duran más que los estilos, modas y gobiernos, la ciudad se vuelve un repositorio de memorias que pueden perseguir al arquitecto.
Si éste se beneficia de la falta de memoria, como sostiene Wigley (2000), debemos recordar que se trata de un beneficio a corto plazo, pues la ciudad tiene, por cierto, mejor y mayor memoria que el arquitecto. Porque en el largo plazo el edificio sigue abierto a nuevas lecturas e interpretaciones, algunas de las cuales no son más que una simple liberación de los fantasmas del lugar y de la época que no pudieron ser eliminados por la intervención del arquitecto.
Un segundo caso de estudio nos permitirá describir este proceso, develando una manera distinta pero complementaria de enfrentar el problema de la participación del arquitecto en la construcción de las memorias urbanas. Porque si el Parque José Domingo Gómez Rojas nos muestra cómo los arquitectos tomaron parte en el proceso de borrar una memoria urbana existente, en el caso del Edificio del Congreso chileno en Valparaíso, el papel de los arquitectos -de manera consciente o no- ayudó a blanquear el pasado al fusionarlo con el futuro. Sin embargo, incluso si el programa pareciera implicar el reemplazo de un pasado doloroso, el edificio en sí está constantemente recordándonos sus orígenes, y con ello, el papel de los arquitectos en uno de los periodos más difíciles de la historia de Chile.
3.2. Un nuevo edificio para un nuevo periodo
El 11 de marzo de 1990, Patricio Aylwin fue investido como Presidente de Chile, recibiendo la banda presidencial de manos de Augusto Pinochet, quien abandonó el poder luego de 17 años rigiendo el país como dictador. Luego de ser elegido en diciembre de 1989, en una elección democrática contra el economista de derecha Hernán Büchi, la investidura de Aylwin marcó el retorno pacífico a la democracia en un país que había sufrido casi dos décadas de régimen militar.
La ceremonia tuvo lugar en Valparaíso, puerto emplazado a 130 kilómetros al oeste de Santiago (capital de Chile), y marcó también la inauguración del nuevo edificio del Congreso chileno. De este modo, la vuelta a la democracia parecía implicar no sólo un nuevo comienzo para la historia política chilena, sino además un nuevo énfasis hacia la descentralización del poder, marcada por la ubicación del Poder Legislativo fuera de la capital. No obstante, ese nuevo comienzo ya estaba empañado: para que el retorno a la democracia pudiera tener lugar allí, el edificio tuvo que ser construido antes de que el nuevo gobierno democrático comenzara. En otras palabras, paradójicamente, el dictador había encargado el edificio donde funcionaría un poder del Estado que él mismo había prohibido.
Este hecho trae a colación al menos dos preguntas: ¿por qué un régimen militar que buscó extender su mandato por otros ocho años decide construir un edificio que simboliza la democracia? Aun más, ¿por qué se escogió ubicarlo a 130 kilómetros de la capital administrativa del país? Para responder ambas preguntas, necesitamos revisar parte de la historia del proceso.
Los debates acerca de la renovación del Edificio del Congreso en Santiago comenzaron en 1984. Se suponía que el edificio, construido en 1876 y ubicado en el centro de la ciudad, sería objeto de una renovación tecnológica para acomodar a los representantes elegidos en una (todavía hipotética) elección en 1989. Pero en aquellos días el dictador Pinochet había incrementado de 20 mil a 150 mil la cantidad mínima de personas registradas que se requería para crear legalmente un partido político, poniendo en duda su real compromiso con el retorno a la democracia. Además, hacia 1984 las grandes protestas iniciadas en 1983 en contra de la dictadura se habían desvanecido, y el régimen -a pesar de la congregación de fuerzas opositoras y de un 15% de desempleo- había logrado sobrevivir, mostrando así su fuerza. De este modo, en aquel contexto de desesperanza, ¿cuál era la necesidad de reactivar públicamente el debate acerca del edificio del Congreso?
Tres años más tarde, a través de la Ley 18.678, firmada el 24 de diciembre de 1987, Valparaíso fue escogida como la ciudad que recibiría el nuevo Edificio del Congreso. ¿Qué sucedió en esos tres años que permitió que surgiera esta alternativa? Además de algunos reportes técnicos que recomendaban construir un nuevo edificio en lugar de renovar el antiguo, la gran pregunta es por qué se decidió moverlo a otra ciudad. Reportes oficiales mencionan dos argumentos: enviar una señal de descentralización, y entregar un incentivo económico a una ciudad en decadencia como Valparaíso. Un hecho interesante de considerar es que el comité técnico encargado de llevar adelante el proceso de construcción del nuevo edificio fue implementado después que se firmara la Ley 18.678; es decir, la decisión de mover el edificio a otra ciudad no fue una recomendación técnica, sino una decisión política.
Desde el punto de vista de una «decisión política», una lectura profunda de los argumentos oficiales arroja ciertas dudas sobre ellos. Primero, el argumento de la «descentralización» puede ser entendido como una cortina de humo, dado que la Constitución de 1980, creada y firmada por el régimen militar, refuerza la centralización del poder en manos del presidente -en este caso, el dictador-, reduciendo al mismo tiempo la representatividad política y territorial del (entonces inexistente) Congreso. Segundo, el incentivo económico para Valparaíso parece irreal, dado que sus promotores no hicieron esfuerzo alguno por desarrollar un plan completo para reactivar la ciudad, más allá del Edificio del Congreso. En un comienzo, se anunció que este nuevo Congreso obligaría a los parlamentarios a vivir en Valparaíso, creando nuevos empleos y subiendo la plusvalía de la ciudad, ya que la nueva población demandaría nuevos edificios de oficina y viviendas de altos ingresos; además, un nuevo aeropuerto en la ciudad fortalecería esta lógica del «chorreo». Sin embargo, el fracaso del plan era fácil de anticipar debido a dos aspectos, uno constitucional y otro geográfico: por una parte, no había obligación legal para los parlamentarios de residir en sus distritos, de modo que la mayor parte de ellos representaban diferentes regiones del país sin necesidad de abandonar Santiago, y por otra, la proximidad geográfica entre Santiago y Valparaíso hacía innecesario que los parlamentarios cambiaran sus residencias a la ciudad puerto. Finalmente, si se recuerda que el anunciado aeropuerto nunca se concretó, mientras la autopista entre Santiago y Valparaíso fue ensanchada y mejorada, el resultado era obvio: parlamentarios viajando diariamente en automóvil desde la capital al puerto.
La evidente ligereza de los argumentos entregados lleva a reafirmar la cuestión: ¿por qué el régimen militar tomó la decisión de mover el Congreso a Valparaíso? Una posible explicación puede ser encontrada en el clima de convulsión social que dominaba Santiago en 1987. Ejemplo de ello son los grandes disturbios que ocurrieron el 3 de abril de eso año, durante la visita del Papa; aquel día, en el Parque O’Higgins en Santiago, mientras Juan Pablo II beatificaba a la Hermana Teresa de los Andes se sucedían desórdenes y enfrentamientos entre manifestantes y la policía, que arruinaron la imagen de orden y control que el régimen quería mostrar al mundo. Otro ejemplo fue la protesta estudiantil del 24 de septiembre afuera del Teatro Municipal, cuando un policía le disparó a una estudiante en la cabeza. Ambos eventos, demasiado importantes para ser ocultados -incluso por un régimen militar experto en la censura y manipulación de los medios de comunicación-, hicieron aparecer a Santiago como una ciudad bajo una amenaza constante de agitación social. Esta condición inestable puede haber influido en la idea de sacar fuera de Santiago a un Congreso que, una vez reabierto, podría transformarse en un nuevo foco de disturbios para un régimen que buscaba seguir gobernando el país después de las elecciones democráticas.
Otra explicación puede encontrarse en la arquitectura política del país, su Constitución. Con un Estado centralizado, la idea de enviar tan lejos como fuera posible a la única institución capaz de monitorear las acciones del gobierno puede haber seducido a más de alguno dentro del régimen. Mas aun, se debe considerar que Pinochet había nacido en Valparaíso, y finalmente, que era necesario hacer alguna «gran obra» en la ciudad después del devastador terremoto de 1985. Sin embargo, más allá de estas especulaciones, debemos enfatizar el hecho de que, más que apoyar a Valparaíso, lo realmente importante era «sacar el Congreso de Santiago» [2].
3.3. La competencia para un nuevo edificio del Congreso
Con el objeto de cumplir el mandato de Pinochet de construir el edificio lo más lejos posible de Santiago, «porque los políticos van a estar ahí» [3], se estableció un concurso nacional de proyectos en diciembre de 1987, justo después que Valparaíso fuera designado como la ciudad que alojaría el Congreso de Chile.
Los 539 equipos que participaron en el concurso tuvieron 90 días para desarrollar un proyecto capaz de alojar dos cámaras (diputados y senadores), una sala de plenario, oficinas, biblioteca, estacionamiento y otros programas, en una superficie de alrededor de 43 mil metros cuadrados. El jurado escogería 38 proyectos finalistas, de entre los cuales se nombraría a un ganador. El 30 de junio de 1988 -tres meses antes de la elección del 5 de octubre en la que la continuidad de Pinochet fue rechazada, abriendo la vía para elecciones democráticas-, los ganadores del concurso fueron anunciados: el equipo compuesto por los arquitectos Cárdenas, Covacevich y Farrú, los mismos que habían diseñado y construido el edificio de la UNCTAD en 1972 (quizá el edificio más simbólico construido durante el gobierno de Salvador Allende, que fue terminado un año antes del golpe de Estado que terminó abruptamente con su gobierno).
Para entonces, las dudas acerca del verdadero compromiso del régimen con la construcción del nuevo Edificio del Congreso eran tan extendidas que el 16 de septiembre, en una conferencia de prensa para exhibir los modelos de los proyectos premiados en el concurso, el ingeniero Modesto Collados, a cargo del mismo, declaró que el edificio sería construido si o si, sin importar los resultados de las elecciones del 5 de octubre [4].
Pero más allá de las contingencias políticas que acompañaron el desarrollo del concurso, debe destacarse el alto grado de compromiso demostrado por los arquitectos, cuya mejor evidencia es el hecho de que se recibieran 539 propuestas, y que los 38 equipos seleccionados reunieran a 181 de los más importantes arquitectos chilenos del momento. A este respecto, Víctor Gubbins, arquitecto chileno que no participó en el concurso, preguntó: «¿Estamos los arquitectos llamados a cumplir un papel político y público en nuestro país? ¿Cuál es la percepción que la gente y las autoridades tienen sobre nuestra profesión? ¿Qué percepción tenemos de nosotros mismos?» (Gubbins, 1990). Pero fue quizá Fernando Pérez, otro arquitecto que se rehusó a tomar parte en el llamado, quien realizó el juicio más fuerte en aquel momento: «¿Cuál es la razón tras el éxito de participación en un concurso sobre un tema como mover el Congreso a Valparaíso, que ha levantado tantas críticas de la opinión pública, así como de los mismos arquitectos? La primera [respuesta], y ciertamente la menos cómoda, puede ser que como arquitectos hemos abandonado toda convicción, o al menos las hemos puesto en duda, frente a la oportunidad de un encargo tan significativo e interesante como este concurso» (Pérez, 1990).
El argumento que propone Pérez es clave, y está en el centro del problema de la participación de los arquitectos en la construcción de las memorias urbanas. La oportunidad de diseñar un edificio relevante parece más importante que las convicciones políticas de los propios arquitectos, al extremo de que en este concurso más de dos mil de ellos aceptaron jugar el juego y las reglas propuestas por Pinochet olvidando que, sin importar cuán bueno o malo fuera el proyecto ganador, siempre sería considerado el edificio de una institución democrática encargado por alguien que nunca creyó en la democracia. En otras palabras: si los arquitectos chilenos se entusiasmaron con el sueño de diseñar un edificio para la democracia, su participación en este concurso implicaba apoyar la decisión de mover el Congreso a Valparaíso, que no era mas que una estrategia de Pinochet para obstruir el fluído funcionamiento de aquella democracia que estaba por venir.
3.4. El nuevo Edificio del Congreso
El problema del compromiso de los arquitectos con el concurso fue fácilmente obviado debido a su resultado. El proyecto ganador gatilló inmediatas críticas, transformando lo que podría haber sido un debate acerca de las convicciones éticas de los arquitectos en una discusión sobre la estética del proyecto.
Debido a recortes en los plazos, el proyecto presentado por Cárdenas, Covacevich y Farrú casi no tuvo desarrollo posterior luego del concurso, entrando en una fase de detalles de cinco meses de duración justo después haber sido seleccionado. De esta manera, la lógica esquemática de un proyecto de concurso fue bruscamente impuesta en el sitio.
El edificio que satisfizo el gusto de Pinochet -al punto que habría dicho «desde que vi los modelos, supe que éste era el ganador» [5]-, estaba compuesto de dos volúmenes principales: un largo volumen horizontal de nueve pisos, que hospeda las dos cámaras y la sala de plenarios, y una torre de 20 pisos con un gran agujero al medio («una ventana para mirar el mar» en palabras de los arquitectos) que contiene las oficinas para los parlamentarios. Con el acceso al medio del volumen mayor, en el mismo eje que la torre y su ventana, el edificio desplegaba toda la retórica que caracterizaba los discursos en los ochenta: «El jurado considera que este proyecto satisface por completo los requerimientos planteados en la comisión: proyectar sobre el plan de Valparaíso un edificio de carácter nacional y monumental, y también austero, digno y trascendente, capaz de acoger el Congreso Nacional chileno. El carácter de ‘nacional’ se funda cuando destaca, tanto en su morfología como su funcionalidad, los ejes del país: el eje norte sur, y el eje montaña-mar (este-oeste). De esta manera, estos dos ejes son expresados en la composición general en un volumen horizontal relativamente bajo, asentado en el suelo […] en contraste con el volumen alto instalado sobre el eje mayor, mirando hacia el norte y el mar y permitiendo, a través de la gran ‘ventana’, la emergencia del sur y los cerros del puerto […] Lo monumental, además de su magnitud, se expresa claramente en la definición misma del Congreso: un lugar preciso definido con una cruz materializada en los ejes nacionales, y con el contrapunto del horizontal que sigue la tierra y el vertical que busca el cielo y el mar» [6].
Una de las características principales del edificio, y al mismo tiempo su mayor problema, es que aun cuando su magnitud era apropiada para un Congreso Nacional, era demasiado grande y alto para una ciudad como Valparaíso. Aunque el sitio era lo suficientemente espacioso para recibir el edificio, la escala de la construcción supera con creces el promedio de los edificios de Valparaíso, bloqueando e interfiriendo la vista al mar.
Valparaíso, una ciudad de cerca de 300 mil habitantes, es el principal puerto de Chile y una de las ciudades más bellas del país. La bahía está rodeada de cerros que generan una suerte de anfiteatro natural. En este sorprendente escenario, la ciudad se despliega entre un plano cerca del mar -cuyo tejido está compuesto principalmente por edificios de comienzos del siglo 20- y una cadena de cerros cubierta de pequeñas casas, creando un paisaje de «pixeles» que siguen a la geografía. En un contexto urbano tan impresionante, el descomunal edificio ocre parece de otro planeta; así, no es casualidad que algunos críticos lo hayan llamado «el edificio más feo e irrelevante de la arquitectura contemporánea [chilena]» (Allard, 2012). Aparentemente los arquitectos chilenos no comparten el gusto de Pinochet; sin embargo, las críticas estéticas pasan por alto el hecho de que hace veinticinco años más de dos mil arquitectos se apropiaron de (y dieron forma a) la idea de Pinochet de colocar un edificio gigante en el tejido histórico de Valparaíso.
3.5. Trayendo el Congreso de vuelta…
Desde la apertura del edificio en Valparaíso, la idea de traer de vuelta el Congreso a Santiago ha sido continua e inútilmente propuesta por diferentes actores, principalmente políticos y arquitectos. Muchos parlamentarios han manifestado abiertamente lo ineficiente que resulta tener el Congreso lejos de la capital, indicando además que tenerlo en Valparaíso no ha ayudado a impulsar la descentralización. Sin embargo, estas propuestas han sido rápidamente respondidas por algunos de sus colegas quienes, bajo una retórica populista, han llamado a sus oponentes «centralistas»: «El Congreso es un emblema de la regionalización en Valparaíso, y aun cuando ha inspirado muchas expectativas, los emblemas nunca mueren» [7].
Pero si los emblemas nunca mueren, entonces, ¿qué podemos decir de su presencia en las memorias colectivas urbanas? La presencia de este edificio está constantemente recordándonos que la mano de Pinochet sigue influyendo sobre la vida política de Chile; así, apoyar este edificio no significa estar a favor de la descentralización, sino más bien mantener vivo el legado de Pinochet. Ese es el fantasma que siempre perseguirá al edificio: es decir, el emblema es en realidad un fantasma.
En este sentido, es fácil entender por qué los parlamentarios pueden pensar en llevar el Congreso de vuelta a Santiago. Pero entonces la pregunta es ¿cuál es el fantasma que persigue a los arquitectos? No es casualidad que ellos hayan estado entre los críticos más duros del edificio en Valparaíso, apoyando activamente la idea de llevar el Congreso de vuelta a Santiago. A modo de ejemplo, el arquitecto Mathias Klotz dijo que «el Congreso en Valparaíso es un monumento a la estupidez del Gobierno Militar» [8] (Espinoza, 2012), mientras que su colega Cristián Boza ha propuesto llevar el Congreso a Santiago y utilizar el edificio de Valparaíso como un «gran centro cultural o la casa matriz de una organización internacional» (Álvarez, 2012). Es claro que este edificio aún acosa a los arquitectos, no sólo porque su «fealdad» desacredita la profesión, sino además porque es un recordatorio de su participación en el último juego urbano orquestado por Pinochet.
3.6. Los Juegos que los arquitectos juegan
Si Wigley (2000) está en lo correcto cuando afirma que «los arquitectos dan forma al tiempo con sutiles juegos entre tecnologías», podríamos preguntarnos: ¿cuáles son, en este caso, esos juegos?
Está claro que no hablamos de tecnologías de la construcción. En lugar de ello, podemos afirmar que en el Edificio del Congreso en Valparaíso, los arquitectos fueron capaces de dar forma al tiempo con sutiles juegos entre tecnologías de poder. Este edificio, a través de la creación de un paso fluído en lo que debiese haber sido un quiebre histórico, aunó dos tecnologías de poder completamente distintas: una Dictadura y una Democracia. Pero debemos ser claros: no hablamos sólo del edificio que finalmente se construyó, pues cualquiera de los 539 proyectos presentados habría cumplido el mismo objetivo. El problema de este edificio no radica en sus propiedades físicas o estéticas, sino en el discurso político que contribuyó a difundir, que fue establecido desde el comienzo en el llamado a concurso.
Nos referimos a un programa -y un edificio- tan grande y relevante en la historia de un país, que no podría haber sido diseñado apropiadamente en el plazo excesivamente estrecho de ocho meses (tres para el concurso, más otros cinco para el desarrollo final del diseño). Estos eran los tiempos del régimen militar, por cierto, de modo que ellos indicaban la velocidad a seguir. Pero incluso en dictadura, los arquitectos eran completamente libres de elegir no aceptar estas condiciones. Hasta donde sabemos, ningún arquitecto fue obligado a participar, y nadie arriesgaba ser arrestado por quedarse en casa, negándose a jugar el juego orquestado por el dictador. El éxito del concurso se debió a la voluntad de los arquitectos, al igual que su resultado. En otras palabras, los arquitectos no fueron un mero complemento funcional para realizar la visión de Pinochet, sino por el contrario, fueron estructurales en materializar esa visión, a través de un edificio que le permitió al dictador mostrarse como un demócrata, permitiéndole así jugar un papel en el futuro y obviar sus responsabilidades con el pasado.
Pero el Edificio del Congreso en Valparaíso, debido a su tamaño y la importancia del programa que acoge, puede también ser considerando como un monumento. Puede no ser el monumento más notable, pero su presencia es ciertamente el recordatorio de algo: no sólo la representación física del poder del Estado prohibido por la dictadura, sino además de un momento en la historia de Chile en que muchas personas -no sólo los arquitectos- abandonaron sus convicciones a cambio de estabilidad política. En este sentido, el Edificio del Congreso puede ser entendido como un monumento que representa la precaria estabilidad que la nueva democracia quería preservar, sin preocuparse de las concesiones que ello implicaba. Si el discurso político del momento puede ser sintetizado en la frase de Aylwin «nuestra tarea inevitable es clarificar la verdad y hacer justicia, en la medida de lo posible» [9], podríamos decir que el Edificio del Congreso en Valparaíso es un intento por hacer un edificio -y un parlamento- «en la medida de lo posible».
Como hemos mencionado previamente, las amplias críticas que este edificio ha motivado se relacionan principalmente con sus características estéticas. Por lo tanto, podemos asumir que si el Congreso hubiera sido acogido por un edificio mejor o más bello, tal vez no habría sido tan criticado. Sin embargo, esto podría ser otra versión de la vieja estrategia de culpar al mensajero en lugar del mensaje. En realidad, el «monumento a la estupidez» puede ser una mejor manera de describirlo, si entendemos que el monumento es el mensajero y la estupidez el mensaje. No obstante, es obvio que el régimen militar no estaba actuando de forma estúpida cuando decidió trasladar el Congreso a Valparaíso; por el contrario, era una jugada estratégica para socavar la nueva democracia, alejando a una de sus instituciones más importantes. Así, la real ingenuidad estaba del lado de los arquitectos que tomaron parte en el concurso, sin darse cuenta que al hacerlo estaban contribuyendo a quebrantar la democracia que supuestamente querían impulsar con sus diseños.
3.7. Nunca más…
En relación con el genocidio en Ruanda, Mirzoeff (2005) ha afirmado la importancia de la frase el «nunca más» se transformó en el «de nuevo donde sea» [never again became whenever again], dicha en el 2000 por Paul Kagame, ex presidente del país africano. A través de ella, el autor intenta recordarnos que el genocidio no sucede por casualidad, ya que necesita de un contexto que lo vuelva justificable al menos al nivel de las representaciones culturales. En este sentido, el «de nuevo donde sea» implica la posibilidad real de que tal evento doloroso pueda volver a ocurrir si las condiciones culturales son repetidas; así, la responsabilidad de los gobiernos e intelectuales (incluyendo a los artistas, por supuesto) es detectar y prevenir estas condiciones que permiten que los crímenes sucedan.
Sin intención de comparar los casos de Ruanda y de Chile, pues las magnitudes y factores son completamente distintos, este caso puede ser un interesante prisma para observar la experiencia chilena durante la dictadura y los primeros años después de ella, ya que la frase «nunca más» fue también utilizada para condenar las violaciones a los Derechos Humanos ocurridos durante la dictadura. Sin embargo, el «nunca más» chileno no ha sido complementado necesariamente con el «de nuevo donde sea»; así, las condiciones culturales que permitieron que los crímenes ocurrieran nunca han sido adecuadamente abordadas. De ahí que para el caso de Chile durante la dictadura, la pregunta es: ¿cuáles fueron esas condiciones?
Entre 1987 y 1988, la oposición a Pinochet estaba preparando la campaña a favor de la opción «No», que implicaba rechazar la continuidad de aquél en el poder y abrir un camino para elecciones democráticas. En ese contexto, los líderes de esta oposición contrataron a la agencia de consultores políticos Sawyer Miller Group para entender los valores culturales de la sociedad chilena después de 15 años de dictadura (Harding, 2008). En enero de 1988, después de seis meses de trabajo de campo, que incluyó varios focus groups, la agencia neoyorquina presentó un reporte lapidario: «Durante todos estos años, los chilenos han hecho un pacto con el diablo. Cambiaron su orgullo y libertad por un poco de orden y prosperidad económica. En este pacto, sin embargo, había un costo escondido, porque lo que además sucedió durante este tiempo fue que los chilenos perdieron las bolas» (Florenzano, 2008).
En otras palabras, en el caso chileno las condiciones culturales que permitieron que los crímenes ocurrieran tenían que ver principalmente con el miedo. El «pacto con el diablo» significó abandonar las convicciones ante la búsqueda de orden y prosperidad económica. El miedo, a la dictadura o a la pobreza, llevó a muchos chilenos a adoptar una posición cínica respecto de la realidad del país durante esos años: en lugar de intentar luchar contra un poder que parecía demasiado grande para ser derrotado, prefirieron actuar como si nada pasara, a fin de evitarse problemas y alcanzar la estabilidad. La actitud de «sin importar lo que yo haga nada va a cambiar; entonces ¿a quién le importa lo que haga o deje de hacer?», descrita con exactitud por Sloterdijk (1987) como «razón cínica», puede ser considerada como esta condición cultural: entonces, si no apuntamos a esta actitud como parte del problema de las violaciones a los Derechos Humanos en Chile, estaríamos permitiendo que el «nunca más» se transforme en un «de nuevo donde sea».
A ese respecto, y volviendo a nuestro ámbito, podemos darnos cuenta que los arquitectos también estaban sujetos, en aquellos días, a las mismas condiciones culturales. No estaban fuera del miedo. Pero podían elegir.
Por lo tanto, si la arquitectura tiene una deuda con la memoria histórica en Chile, esto se relaciona con una revisión interna de su papel durante la dictadura. El concurso para el Edificio del Congreso en Valparaíso, aun más que el edificio que fue finalmente construído, demuestra los peligros tras una aproximación ingenua al rol público del arquitecto. Si como profesionales estamos preocupados solamente con nuestras propias carreras y tratando de salvar nuestros propias oficinas, estaríamos actuando con el mismo cinismo de aquellos chilenos que durante el régimen militar escogieron cuidar sólo sus espaldas sin preocuparse de lo que estaban sufriendo algunos de sus pares. En otras palabras, si hay un «nunca más» que la arquitectura debe declarar en voz alta, debe ser el nunca más a que la posibilidad de obtener un encargo convierta a nuestra profesión en cómplice de una dictadura.
4. Conclusión: la arquitectura como coartada
Debido a su complejidad, una sola persona no puede hacer un edificio completo; por lo tanto, inevitablemente el trabajo del arquitecto implica un cierto nivel de complicidad con clientes, constructores o autoridades, entre otros. Trabajando con y para otros, el arquitecto desarrolla su labor a través de redes de complicidad y confianza. Pero para sobrevivir dentro de esas redes, el arquitecto debe ser capaz de compartir su conocimiento y poder a través de un proceso político que, por medio de su materialización física, permanece como la evidencia de esta red de compromisos y valores compartidos en un determinado momento histórico.
Pero cuando esos valores cambian, el arquitecto queda atrapado. Tal como una sola persona no puede hacer un edificio, una sola persona tampoco puede hacerlo desaparecer. Y como en este caso la evidencia no puede ser destruida, la pérdida de memoria se convierte en la mejor amiga del arquitecto, como astutamente descubriera Wigley (2000).
Este proceso puede operar de varias formas, y en este artículo hemos revisado dos de ellas, apuntando a las consecuencias negativas que cada caso implica. El Parque José Domingo Gómez Rojas, en Santiago, muestra cómo los arquitectos pueden beneficiarse de la pérdida de una memoria, mientras que el Edificio del Congreso en Valparaíso demuestra que los arquitectos pueden ser una parte estructural de una operación para blanquear el pasado. En ambos casos el proyecto ha sido usado como una coartada para olvidar un pasado incómodo relacionado con violaciones a los Derechos Humanos, evitando los problemas de la memoria al promover su pérdida. Sin embargo, hay una gran diferencia entre ambos casos, porque las duras críticas que se han levantado contra el Edificio del Congreso en Valparaíso son el contrapunto del silencio que se ha mantenido en la última renovación del Parque José Domingo Gómez Rojas.
Usualmente, el silencio va de la mano con la complicidad, mientras que la crítica genera ruido. Sin embargo, ambas son formas de esconder algo. Porque, debe decirse, la dura crítica que algunos arquitectos han dirigido hacia el Edificio del Congreso es una coartada perfecta para ocultar su propia participación en el concurso [10]. Por ende, tras el ruido que se levanta en torno a este edificio, se oculta el silencio que han mantenido respecto a su compromiso inicial. El ruido se vuelve una herramienta discursiva para borrar y limpiar un pasado incómodo, sustentado en la falta de memoria que caracteriza a los arquitectos.
Parece que Wigley (2000) estaba en lo correcto: la pérdida de memoria es la mejor amiga del arquitecto. Porque cuando la arquitectura provee de argumentos para justificar el reemplazo de una memoria, o los medios para blanquear el pasado, la posibilidad misma de que la memoria pueda perderse ayuda a justificar la existencia del arquitecto. Este hecho puede ser probado incluso más allá de la ciudad y el espacio físico, pues el espacio discursivo en el que la arquitectura despliega sus narrativas es también suelo fértil para reemplazar o borrar un pasado incómodo, cubriéndolo con nuevas historias.
Mas aun, los arquitectos se benefician de la falta de memoria no sólo como una forma de obtener encargos, sino también como una salida para escapar de los fantasmas del pasado. Pero tal como borrar o blanquear las memorias urbanas dificulta la posibilidad de construir una mejor sociedad, ocultar las acciones del pasado impide que nuevas generaciones de arquitectos puedan entender la historia en toda su complejidad. En realidad, la arquitectura no es una representación de la historia, sino una parte constitutiva de ella. Entonces los arquitectos, incluso en su habitual ingenuidad para abordar las complejidades históricas son, aun, personajes estructurales en la creación de memorias, y por extensión, de la historia. Pero dado que la historia está siempre abierta a nuevas lecturas (y como el arquitecto no puede destruir evidencias), en el futuro siempre podrán aparecer otras interpretaciones del trabajo de los arquitectos. Por lo tanto, si la ciudad es un repositorio de memorias que pueden terminar acosando al arquitecto, en lugar del silencio o del ruido, tal vez la mejor coartada sea simplemente rehusarse de participar en aquellos procesos que no está dispuesto a reconocer en el futuro.
Referencias Bibliográficas
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Alvarez, B. (2012). Trasladar el Congreso o revitalizar el Parque Almagro: ideas para el eje Bulnes. El Mercurio, 4 de marzo.
Augé, M. (2004). Oblivion. Minneapolis: University of Minnesota Press.
EFE (1991). Aylwin reitera que investigará a fondo la violación a los derechos humanos en Chile. El País, 2 de enero.
Espinoza, D. (2012). El frustrado proyecto de Niemeyer en Valparaíso. La Tercera, 6 de diciembre.
Florenzano, C. (2008). Los desconocidos autores intelectuales de la campaña del NO. La Tercera, «Reportajes», 5 de octubre.
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Halbwachs, M. (1980). The Collective Memory. New York: Harper & Row.
Harding, J. (2008). Alpha dogs: the Americans who turned political spin into a global business. New York: Farrar, Strauss and Giroux.
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Mirzoeff, N. (2005). Invisible again: Rwanda and representation after genocide. African Arts, 38, 3.
Pérez, F. (1990). Notas críticas sobre el concurso del Edificio del Congreso. CA, 60.
Riegl, A. (1982). The cult of monuments: its character and its origin. Oppositions, 25.
Santa María, I. (1988). Un proyecto alternativo para el desarrollo urbano regional de Valparaíso. EURE Revista Latinoamericana de Estudios Urbano Regionales, 19, 43.
Sloterdijk, P. (1987). Critique of the cynical reason. Minneapolis: University of Minnesota Press.
Vidal, V. (2009). No destruir el Parque José Domingo Gómez Rojas ni borrar la memoria del poeta. Anaquel Austral. Santiago: Poetas Antiimperialistas de América.
Wigley, M. (2000). The architectural cult of synchronization. October, 94.
«Architects and the lack of memory: the project as alibi to forget. The José Domingo Gómez Rojas Park in Santiago and the Congress Building in Valparaíso, Chile». Traducido por Diego Campos. Una versión preliminar de este trabajo se publicó en el blog de Bifurcaciones el 7 de mayo de 2013. Recibido el 7 de enero de 2013, aprobado el 5 de junio de 2013. Las imágenes que acompañan este artículo no forman parte del original, y su utilización es responsabilidad exclusiva de bifurcaciones.
Francisco Díaz, Universidad de Columbia. E-mail: fjd2114@columbia.edu
[1] Riegl (1982) se basa también en este punto cuando levanta la idea del «valor de la novedad».
[2] Modesto Collados, coordinador ejecutivo de la competencia y construcción del edificio del Congreso en Valparaíso expresó, en una carta para responder algunos comentarios realizados por el Colegio de Ingenieros de Chile: «A mi entender, el mérito de esta ubicación, no radica tanto en que esté en Valparaíso, sino fundamentalmente, en que esté fuera de Santiago» (Santa María, 1988).
[3] Cambio 21, 2 de julio de 2012.
[4] La Nación, 16 de septiembre de 2008.
[5] De acuerdo con el arquitecto Pablo Allard. Véase Allard (2012).
[6] CA (1990), 60.
[7] Iván Moreira, diputado del partido de derecha Unión Demócrata Independiente, dijo esta frase, citada por el diario La Tercera (17 de abril de 2012). Es interesante mencionar que Moreira ha sido uno de los defensores más ardientes del legado de Pinochet, hasta el punto que en 1999, cuando Pinochet estaba bajo arresto en Inglaterra, protestó con una huelga de hambre sobre el techo de un local de McDonals en Santiago.
[8] La frase completa de Klotz hace referencia al proyecto que Oscar Niemeyer propuso para Valparaíso en 2007: «Si el Congreso en Valparaíso fue un monumento a la estupidez del Gobierno Militar, éste [el proyecto de Niemeyer] sería el ícono de la estupidez de la Concertación».
[9] El ex presidente Patricio Aylwin dijo esta frase durante el discurso a la nación de Año Nuevo, en 1990. Véase EFE (1991).
[10] Para mencionar unos pocos ejemplos: cuando era estudiante, Mathias Klotz participó como parte de un equipo liderado por los arquitectos Flaño, Núñez y Tuca, cuyo proyecto fue premiado con una mención honrosa. Por su parte Cristián Boza, uno de los críticos más duros del edificio del Congreso en Valparaíso, también participó en la competencia en 1988, liderando un equipo de siete arquitectos, cuyo proyecto no recibió ningún premio. Finalmente, para cerrar el círculo, en 2007 Boza era decano de la Escuela de Arquitectura de la Universidad San Sebastián, y como tal, fue el arquitecto tras el proyecto que la universidad presentó a la municipalidad de Recoleta para renovar el parque José Domingo Gómez Rojas.