19/12/2014

Marineros

Constanza Gutiérrez

Blog | instantáneas

 

 

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La Plaza de Armas de Castro está apenas tres cuadras más arriba del puerto y, como todas las plazas de pueblo, reunía en verano a todos los adolescentes aburridos de los alrededores. Sobre los azulejos de la Gobernación Provincial, justo al lado de Correos de Chile y el Café La Brújula, algunos jovencitos patinaban una hora y discutían otra media con los oficinistas que se quejaban del ruido, y entre los escaños de la plaza y el busto de Arturo Prat, al frente, nos repartíamos mis amigas y yo, además de otros grupos, haciendo hora hasta que pasara algo mejor que, obvio, nunca pasaba. Nos aburrimos de esperar. A medida que crecimos y aparecieron las licencias de conducir – que permiten ir a la laguna Pastahue o, en realidad, a cualquier otro lugar mejor -, fuimos dando espacio a nuevas pandillas de jovencitos aburridos y seguro es por eso que nadie mayor de 17 sigue sentándose en la plaza a conversar con sus amigos. Las niñas que se amontonaban cerca del busto de Arturo Prat, entonces, teníamos siempre entre once y quince años. ¿Qué sabía yo a los once años? Que Harry Potter era el mejor libro que había leído nunca.

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No sé si en los pueblos la gente sea menos tímida, o si los turistas creen que por ser chilotes debemos ser amables, pero la gente solía hablarnos. Carabineros, turistas en familia, mochileros malolientes, gitanos y marinos. Sobre todo marinos. De vez en cuando – muy seguido -, un par de jovencísimos marinos se detenía junto a ti para decir, de forma directa o indirecta, que eras una niña bonita. Entonces se sentaban, aunque nadie los hubiese invitado, y al cabo de no mucho rato de conversarte trivialidades sin importancia – casi nunca “¿tienes hermanos?”, casi siempre “¿te gusta bailar?” -, revelaban su verdadera intención, lo único que les interesaba de ese intercambio: preguntaban si querías tomarte una foto con alguno de ellos. Disfrazada bajo la apariencia de una petición inofensiva, era evidente que algo olía raro.

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A mí no me gustaba hablarles. Me daba flojera. Aparecían de la nada a interrumpir las interesantes conversaciones que sostenía con mis amigas sobre cuál era el skater más bonito del pueblo, series de televisión y peleas con nuestras mamás. Pero siempre hay alguien que cae, siempre hay niñas a las que no les importa de quién viene la atención mientras la haya, y más de alguna amiga o compañera de curso se tomó una foto con un suboficial de la marina. En medio de la plaza del pueblo, con su pequeño obelisco de fondo, el marino afortunado hacía un gesto tieso y poco natural para tocar por primera vez a la niña y así salir en la foto enrollando el brazo en su cintura. La niña sonríe, tiesa también, con una mueca un poco incómoda, porque ahora la han tocado y ese atrevimiento no venía incluido en la propuesta inicial.

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Las niñas más grandes ya habían dejado de ir a la plaza, el recambio ya se había hecho, así que nadie pudo advertirnos a tiempo. Nos tomó años descubrir el misterio de los marinos y nos lo reveló la hermana mayor de una amiga: tras pasar por todos los puertos del sur del país, los marineros volvían a su pueblo a mostrarle las fotos a sus amigos y contarles lo que nos habían hecho en motelitos que sólo existían en su cabeza. Nos moríamos de asco. No sé por qué nos importaban los rumores que corrieran de nosotras en otros pueblos, en otras cabezas, en otros círculos de amigos. Después de todo, en la imaginación de esos marineritos y en la de sus amigos, todas las castreñas adolescentes fuimos amantes expertas.

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* Constanza Gutiérrez (Castro, Chiloé, 1990) es licenciada en Lengua y Literatura de la Universidad Alberto Hurtado. En el año 2011 obtuvo el primer lugar en el Concurso Roberto Bolaño por el cuento Arizona. Acaba de editar Incompetentes con La Pollera Ediciones. Twitter: @conicactus.

** La imagen -fragmentada- que acompaña el relato fue tomada por Alfred Eisenstaedt en 1945. El lugar es la plaza de Times Square, Nueva York, no Castro, Chiloé.