En el prólogo al gloriosamente delirante filme francés Holy Motors (2012), un hombre despierta de manera abrupta en su habitación de hotel, como si hubiera sido perturbado por alguna presencia misteriosa (además del perro que duerme junto a él). Se trata, de hecho, del director del filme, Léos Carax. En pijama, por supuesto, comienza lentamente a moverse por la habitación. Por una ventana grande podemos observar una vista nocturna de la ciudad, un computador portátil, un cenicero… y luego un papel mural con árboles, algo extraño, cubriendo por completo una pared. Carax explora esta pared, encuentra signos de una puerta oculta e intenta abrirla. Su dedo, ahora metamorfoseado en una llave (al estilo Cronenberg), le permite el acceso. Camina por un pasillo y se encuentra, mágicamente, en un cine oscuro, donde las personas se sientan como zombis frente a la luz del proyector. Carax mira alrededor, con curiosidad. De pronto el filme se interrumpe: hay una casa grande, blanca, moderna, que se parece un poco a un crucero, con una niña pequeña sentada con aire de desamparo en una ventana.
Los tres espacios (hotel, teatro, casa) están vinculados por un mismo sonido superpuesto, cuya fuente no podemos advertir: el murmullo sordo y las bocinas a intervalos regulares de un puerto. Experimentamos la sensación surreal de estar sumergidos en algún extraño acuario, donde lo público y lo privado se confunden, donde cada paso de los personajes y cada corte de la película nos arrastran a un espacio radicalmente ampliado o reducido. Espacio transformativo, espacio fantasmagórico: este es el verdadero encuentro de la arquitectura y el cine.
Muchos libros y artículos han abordado la relación entre arquitectura y cine de modos más bien convencionales, enfatizando las imágenes exteriores, panorámicas, de edificios y cityscapes, reales o imaginados, que encontramos en filmes como las múltiples versiones de King Kong, The Fisher King (1991) de Terry Gilliam o The Fountainhead (1949), el extravagante melodrama de King Vidor donde un arquitecto “visionario” ha sido agraviado –su modelo es Frank Lloyd Wright- y busca la venganza. Especial atención se le ha dado a los ejemplos prominentes de clásicos de la “gran ciudad” como Metropolis (1927), de Fritz Lang, Escape from New York (1981), de John Carpenter, y Blade Runner (1982), de Ridley Scott (de hecho, la ciencia ficción se ha vuelto, casi por defecto, el género preferido de los comentaristas). Algunos de los filmes en este ámbito poseen un enfoque inteligente y de bajo presupuesto: mientras Alphaville (1965), de Jean-Luc Godard, escoge con cuidado ejemplos de la arquitectura de su tiempo para significar un futuro distópico y tecnocrático, el reciente fallecido Chris Marker recurre a fotografías de guerras y devastaciones remotas para transmitir una condición post-apocalíptica en La Jetée (1962).
Pero Holy Motors, y muchos otros filmes como éste, llevan la arquitectura a una escala más personal, íntima. Las películas de Carax, como sus tempranas obras maestras Boy Meets Girl (1984) y Les Amants du Pont-Neuf (1991), tratan los espacios estrictamente en términos del pasaje de lo humano –y a veces superhumano- a través de ellos. Cada paso trae no sólo un ángulo o perspectiva nuevos, sino además un ánimo nuevo, una nueva posibilidad argumental. Influenciado por las teorías situacionistas de los ’50, de la psico-geografía y la “deriva” –a la que buena parte de la teoría arquitectónica contemporánea hace referencia sin mayor compromiso-, Carax se muestra verdaderamente consistente, encontrando no sólo los hitos conocidos sino también aquellos por conocer y por apreciar.
De hecho, mientras el extraño héroe de Carax en Holy Motors -Denis Lavant en múltiples papeles- flota de reunión en reunión en su auto con chofer (el cual constituye un espacio interior en sí, dado a milagrosas expansiones y contracciones), nos percatamos de que el film, en su totalidad, es una re-imaginación particularmente moderna del género alguna vez conocido como “sinfonías de ciudad”: una cantidad extraordinaria de locaciones inusuales, apartadas o efectivamente secretas (fábricas, laboratorios, callejones, el interior de la devastada tienda de departamentos Samaritaine), apiladas para formar un retrato indeleble, singular, de París –medio romántico, medio gótico.
Los analistas de la arquitectura en el cine a menudo distinguen entre filmes rodados en locación, en ambientes reales y disponibles, y aquellos construidos en sets, aprovechando toda la panoplia del artificio cinematográfico (sólo se mueve una pared si se necesita un mejor ángulo). Esta distinción traza habitualmente una línea estricta entre directores que comandan los recursos para construir o reconstruir cuadras completas de una ciudad (desde Marcel Carné en Les Enfants du Paradis en 1945, hasta Stanley Kubrick en Eyes Wide Shut, en 1999, pasando por las surrealistas visiones de Carax del Pon-Neuf de París), y un movimiento como el neorrealismo italiano tras la Segunda Guerra Mundial, cuando –según la leyenda- cineastas como Roberto Rosellini (Germany Year Zero, 1948) y Vittorio De Sica (Bicycle Thieves; 1948) simplemente salieron con sus cámaras y con sus actores (a menudo no profesionales) a las calles y ruinas bombardeadas.
Esta distinción, sin embargo, ha resultado ser poco útil. Así como los más brillantes artificios pueden llevar a increíbles efectos o atmósferas de realidad en el cine, el aparente impulso documental de muchos cineastas contemporáneos ha llevado, inexorablemente, a su propia y cuidada estilización. El director francés Eric Rohmer lo expresó una vez con elocuencia: “Dicen que mis colegas de la Nueva Ola francesa y yo cambiamos la puesta en escena del estudio por la espontaneidad fortuita de la calle. No es así. Simplemente aprendimos a ver nuestra puesta en escena ya dispuesta en la calle”.
Obsérvese a un maestro artista y artesano como Roman Polanski. Pocos cineastas han investigado las posibilidades expresivas del ambiente construido con tal rigor –ya sea que se encuentre recreando el balanceo de un barco en un set (Bitter Moon, 1992) o sumiendo a sus actores en bares y tiendas de un Londres deteriorado (Repulsion, 1965). En The Ghost Writer (2010), vemos por partes iguales el realismo y el expresionismo del enfoque de Polanski: por causa de sus problemas legales, recreó trabajosamente locaciones británicas y estadounidenses en los estudios Babelsber, en Postdam, Alemania. Sin embargo, una vez que entramos a la casa del político, que constituye el principal escenario del guión, Polanski utiliza cada triquiñuela disponible para dramatizar el proceso: reflejos de identidades dobles o triples; ventanas enormes para difuminar la distinción entre el interior y el exterior, o lo privado y lo público; fondos que pueden ser recargadamente barrocos o rigurosamente desnudos, según el momento.
Las dos tomas finales de The Ghost Writer son como el manifiesto de cineasta de Polanski. En la penúltima escena, una nota incriminadora pasa, lenta y metódicamente, de mano en mano, desde el fondo de una sala grande hasta el frente: la cámara sigue la carta y rastrea su paso. En la imagen final, Ewan McGregor, insolente en su triunfo, sale a la calle: una vez que abandona el cuadro fijo, sin embargo, escuchamos el golpe de un repentino accidente de tránsito, y vemos papeles que se dispersan con indiferencia a través de la pantalla… Aquí Polanski nos demuestra, magistralmente, que el cine es, sobre todo, el drama del espacio y el lugar: cerrado, abierto, visible, invisible, audible, inaudible. Una metamorfosis íntima.
* «Intimate Metamorphosis: Film & Architectural Space”. Publicado originalmente en Architectural Review Asia Pacific, 128. Agradecemos al autor la generosa cesión de derechos que ha hecho posible esta versión.
** Traducido del inglés por Diego Campos.
*** Adrián Martin es crítico de cine. Autor de los libros «Phantasms», «Once Upon a Time in America», «The Mad Max Movies» y «Raul Ruiz: Sublimes Obsesiones», co-editor de «Movie Mutations» y «Raul Ruiz: Images of Passage», y co-director de la revista de cine en Internet «Rouge» (www.rouge.com.au). Es Profesor Asociado en Film Culture and Theory en Monash University.
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