Resumen
Un proyecto de vivienda popular de mediados del siglo XX, ubicado en La Boca e influenciado por la arquitectura de la inmigración, puede todavía sirve como ejemplo para la modernización del sur de la ciudad de Buenos Aires.
Uno de los sueños más profundos de activistas, arquitectos y políticos conscientes ha sido siempre la renovación del sur de la ciudad de Buenos Aires. El «Megaplan» Maestro propuesto por el gobierno para la Comuna 8 –que comprende Villa Soldati, Villa Riachuelo, y Villa Lugano– es la versión actual de continuidad a esa idea. El aspecto central que sostiene al proyecto es la compra de suelo para la construcción de viviendas de interés social, destinadas a las clases populares históricamente desatendidas. Supone la construcción de nuevos centros culturales, hospitales y parques como parte de un proceso de reconsideración de las condiciones de habitabilidad que merece cada ciudadano.
Si estamos en pleno proceso de creación de nuevas viviendas –ya sean nuevas construidas en los terrenos recién compraos, o renovaciones en los edificios deteriorados ya existentes-, los arquitectos y urbanistas necesitan llevar a cabo sus proyectos tomando en cuenta las condiciones históricas de la comuna, estudiando con detenimiento algunos de los casos exitosos pre-existentes.
La renovación urbana de la Comuna 8 tiene varios proyectos análogos desarrollados en la segunda mitad del siglo XX, sin embargo pocos son los que superan al interesante microbarrio de Catalinas Sur. Resultantes del traslado de los residentes de algunos de los caóticos conventillos de inmigrantes hacia edificios atractivos y bien acondicionados en la década del 60, este proyecto representa un la posibilidad de dotar de un alto nivel de vida a las clases populares bonaerenses en crecimiento. Aunque hace algunos años apareció entre los desarrolladores inmobiliarios la tensión entre mantener lo viejo y construir algo nuevo, en el caso de Catalinas Sur existe cierto consenso respecto al éxito del barrio. Aun hoy esta ciudad dentro de la ciudad sigue siendo vista como ejemplar.
Catalinas Sur se encuentra por al costado de una autopista, entre La Boca y Puerto Madero. Consta de un conjunto de departamentos, estructuras de hormigón armadas con cierre de ladrillos y revoque común. Cada unidad está hecha de dos volúmenes desfasados, conectados por una caja vidriada que contiene el acceso, las escaleras y el ascensor; este desfase en el volumen permite iluminar y ventilar los pasillos. Cada edificio posee un color distinto que lo individualiza y genera reconocimiento, cumpliendo la función de hito y punto de encuentro. Además de los edificios mismos, el conjunto tiene espacios de uso común, como espacios verdes, una recova para teatro, así como dos canchas de fútbol, todas pensadas para mejorar la calidad de vida de las habitantes del barrio.
Esta configuración espacial representa el traslado de las ideas al plano físico. Durante la Colonia, el área era un tranquilo terreno baldío, que únicamente era una denominación en el mapa. Salvo un convento, no existía nada más allí. La construcción de un muelle de atraque (el muelle de las Catalinas) se constituyó como segundo momento dentro de la historia de colonización de esta área de la ciudad. En 1872, Francisco Seeber creó la sociedad anónima The Catalinas Warehouses and Mole Company Ltd. Hijo de inmigrantes alemanes, Intendente de Buenos Aires, empresario de la construcción, fundador de Villa Urquiza y capitán del ejército argentino en la guerra contra Paraguay, Seeber observó en la construcción del muelle y la aduana una lucrativa fuente de ingresos.
Era la época de la inmigración: ya en 1895 La Boca contaba con cerca de 39.000 habitantes, de los cuales 17.000 eran argentinos, 14.000 italianos, 2.500 españoles y el resto de una variedad de nacionalidades. Muchos inmigrantes, cuando llegaron al barrio de Buenos Aires a finales del siglo XIX, radicándose en conventillos, descritos por el arquitecto e historiador Jorge Ramos como una «versión criollo-napolitana del ‘slum’ británico». Los edificios se agruparon en torno a un patio, creando un sentido de comunidad entre las familias, a pesar de vivir atiborradas en esos lugares pequeños. Para el recién llegado, el conventillo era el núcleo de la familia y la vida social estable.
En los diarios del barrio escritos en italiano, como L’Operaio y La Patria, se tejieron narrativas en las cuales el inmigrante era representado como más argentino que el mismo criollo; una narrativa que se desentendía del “gaucho inútil a caballo” y del “indio a punto de ser exterminado”, para situar al inmigrante como el futuro y la esperanza verdadera del país. Esos artículos eran una plataforma de retórica o espectáculo, dirigidos tanto a las élites argentinas como a los italianos mismos, como la proyección de una imagen de los inmigrantes como trabajadores fundamentales para el progreso de la nación. A vista de las élites –aquellas que habitaban la zona norte de la ciudad- sin embargo, los conventillos solía ser vistos como la fuente del desorden y la agitación política, como era expresado en muchos textos de opinión y sociológicos de la época. Aún las novelas de aquellos años y las letras de los tangos representaban a estos lugares como fondos de desorden social y crimen, incluso si, a diferencia de los textos ‘científicos’ ya mencionados, esta representación era infundida por un sentido romántico y aventurero.
A lo largo del siglo XX el barrio siguió creciendo, sobreviviendo a la política turbulenta de las primeras décadas, tanto a nivel global como local. Es en esos años cuando el intento de la policía por desalojar a los inquilinos citando la Ley de Residencia firmada por el presidente Roca (1902) y la huelga de los Inquilinos (1907) marcan la aparición de un nuevo periodo. No es extraño entonces que el anarquismo retumbe fuertemente en los barrios, posicionándose ideológicamente dentro de la discusión por el alojamiento popular. La enorme frustración por las condiciones de vida y la poco simpática actitud del gobierno de la época hicieron que la protesta se masificara. Dentro de la opinión pública, la imagen del “buen trabajador italiano” comenzó a exhibir fisuras, mientras que los reclamos por la vivienda se masificaron, volviéndose una demanda central por décadas para los habitantes del área de La Boca.
En este período las divisiones sociales también fueron mutando. Durante el siglo anterior, la distinción entre ‘gente decente’ y ‘plebe’ era radical, siendo casi inexistente la clase media. Aunque muchos argentinos consideran que la clase intermedia surgió en 1880 con el crecimiento del modelo de agroexportación, en realidad esta clase surge de la mano del peronismo, cuando los frenos en la adquisición de riqueza y iniciativas a favor de la clase obrera abrieron las puertas para nuevas oportunidades a sectores medios del espectro económico. Sin entrar en los detalles de esos cambios complicados, basta decir que con la expansión de esa clase social hubo enormes transformaciones en el tejido social y en la planificación del territorio. El gobierno ayudó activamente a promover algunas transformaciones urbanas orientadas a las clases populares, que requerían grandes inversiones públicas. De ese modo la construcción de viviendas, así como iniciativas de renovación de antiguos inmuebles, fueron forjando una política urbana masiva que llegó, entre muchas otras áreas del país, al sector de La Boca.
La idea de sustituir los conventillos de Catalinas Sur por viviendas sociales surgió en estos años, a partir de la convergencia del gobierno y los habitantes del barrio, quienes consideraban como clave el acompañar la promoción social con la construcción de nuevos espacios. La radical transformación del entorno incluyó un proyecto de nuevos conjuntos de departamentos, que incluían amplios espacios interiores y exteriores, propiciando tanto la intimidad familiar como la vida comunitaria –uno de los cambios más importantes proyectados era el disminuir el hacinamiento-. En la década del 60, el municipio compró el muelle y la aduana; rápidamente Catalinas Norte se transformó en un moderno centro financiero, mientras que Catalinas Sur se convirtió en vivienda pública –años después sería rebautizada como Alfredo Palacios, diputado socialista que trabajó por las transformaciones del barrio-. El proyecto residencial, a cargo de los arquitectos Estanislao Kocourek y Nicolás Susta, así como de ingeniero civil Mario Garrone, tuvo su inicio en mayo de 1962 y fue entregado a fines de 1965. Las nuevas viviendas no desecharon los antiguos conventillos por completo; más bien fueron incorporadas al proyecto por parte del equipo a cargo, con el fin de mantener parte del pasado del lugar como testimonio y espacio vivo. Asimismo buscaron mantener algunos lugares que daban soporte a la vida comunitaria del barrio, a la vez que remodelaban aquellos más problemáticos.
La generación de nuevos edificios, urbanizaciones y oportunidades para la gente debiera siempre respetar los lugares y la tradición de las costumbres del área. Ya hace más de cincuenta años ese desafío fue auto-impuesto por los diseñadores de Catalinas Sur. Su decisión fue capaz de tomar en cuenta la historia y la cultura del lugar, desarrollándola y valorándola como un elemento central del área. Los proyectistas y arquitectos del gobierno actual enfrentan desafíos similares en la renovación de la Comuna 8, donde se encuentran con culturales locales fuertes y desigualdades sociales son muy evidentes. No vendría mal que al urbanismo agregaran una mano de historia.
Jessica Sequeira (San José, California, 1989) es escritora, historiadora y traductora. Actualmente reside en Buenos Aires. Realizó estudios de grado en la Universidad de Harvard (Estados Unidos) y de posgrado en la Universidad de Cambridge (Reino Unido). Ha publicado varios artículos en revistas argentinas, norteamericanas y británicas.