Uno de los temas preferidos de conversación, especialmente entre las personas que viven de su trabajo –no de todas, por supuesto, pues hay muchas cuyas rentas no le permiten tener automóvil- es el de la movilización. Conozco personas que serían felices, completamente felices, si no tuvieran que viajar en tranvía, micro o autobús, tres o cuatro veces diariamente. Sobre movilización deben escribirse y publicarse anualmente en la prensa de Santiago, no menos de mil artículos y cartas, contando éste. Ya es el señor que se queja de que el micro tal del recorrido cual llevaba cinco o seis pasajeros de pie: ya el que denuncia el estado de embriaguez o la grosería de un maquinista; ya el que se lamenta de que tales autobuses vayan por esta calle y no por la otra; ya, finalmente, el que insinúa la conveniencia de construir un subterráneo. Pero no es sólo esto: la movilización produce también hechos de policía. Un señor impaciente dio, hace pocos días, una puñalada a un chofer que paraba donde le daba la gana y no donde el pasajero le pedía que parara. Y hace algún tiempo se produjo entre la policía y el público, un descomunal desorden, motivado por un pasajero que quería pagar su pasaje con un billete de cincuenta pesos. La lista es larga.
Para mí, lo más desagradable de la movilización no es la escasez, la lentitud o la incomodidad. Lo más desagradable es la falta de cortesía que la movilización mecánica ha desarrollado entre la gente, falta de cortesía que empieza en el chofer y que termina en la más empingorotada de las damas. Porque no sólo los caballeros son los descorteses con ellas, son también ellas las que son descorteses entre ellas mismas y con los demás. De esta descortesía, sin embargo, no tienen la culpa los uno ni las otras. La culpa la tiene el progreso.
Sí, el progreso. El progreso industrial, el ritmo económico en que vivimos exige que el ser humano se desplace rápidamente. La fábrica se abre a tal hora, la oficina a tal otra. Hay pues, que ir rápidamente a casa, almorzar casi de pie y salir de nuevo en busca del tranvía, del micro o del autobús. ¿Que atropella uno a una señora, que una señora le da un empujón a uno, que una viejecita va de pie, que en el micro queda un solo asiento y sería conveniente cedérselo a la dama que espera al lado de uno y que también, sin duda alguna, va a la oficina? Esos son pelos de la cola. El libro de entradas es retirado a las dos y media o a las tres y no es posible estar pensando en modales del siglo dieciocho. La señora tomará otro micro si puede, y la viejecita se sentará alguna vez: va mucha gente en el tranvía. Además, el recorrido es largo: he esperado el carro o el micro durante un cuarto de hora, estoy cansado y no me da la gana.
La movilización mecánica ha creado en la gente que usa de ella una especie de histerismo, de irritabilidad casi canina. Este histerismo y esta irritabilidad son, pues, un fruto del progreso. ¡Cuánto hemos progresado!, dice la gente. Sí, hemos progresado mucho, pero sólo en el sentido mecánico. En otros sentidos hemos retrogradado.
* Publicada originalmente, bajo el título de «Movilización», en el diario santiaguino Las Últimas Noticias, el 21 de Marzo de 1941.
** Las fotografías son parte de las colecciones de CENFOTO (Imagen 1) y del Museo Histórico Nacional (Imágenes 2 y 3). Estas dos últimas fotografías fueron tomadas por Miguel Rubio.
*** Agradecemos a Marcelo Mardones, coordinador del proyecto Micrópolis (https://www.facebook.com/micro.polis.chile, espacio de difusión de la historia visual del transporte público santiaguino) por habernos acercado esta interesante columna de opinión.