24/12/2012

Oscura navidad en Londres/

Extracto de 'A Christmas Carol'

Charles Dickens

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Bifurcaciones-ChristmasCarol(7)

La habitación, el fuego, la luz rojiza, la noche, también desaparecieron y se hallaron en las calles de la ciudad, la mañana de Navidad; y la gente, bajo la impresión de un frío bastante vivo, hacía por todas partes una especie de música algo salvaje, pero con un entusiasmo cuyo rumor no carecía de encanto, rascando la nieve que cubría las aceras delante de sus casas, o barriéndola de sus canalones, de los que caía a la calle con gran regocijo de los muchachos, encantados de verla rodar así, en otros tantos aludes.

Las fachadas de las casas parecían muy negras y las ventanas todavía más por el contraste que formaban con la sábana de nieve tersa y blanca que se tendía sobre los techos y con la que cubría la tierra, aunque ésta fuera menos virginal, porque la capa superior había sido arada con surcos profundos por las pesadas ruedas de los carros y carruajes; las huellas se cruzaban y entrecruzaban unas con otras millares de veces en las esquinas de las calles principales y formaban un laberinto inextricable de regueros entremezclados a través del lodo amarillento, endurecido bajo la superficie y el agua congelada por el frío.

El cielo estaba sombrío; las calles más estrechas desaparecían envueltas en espesa niebla, que se deshacía en gotas de agua y cuyos átomos más pesados bajaban como un aguacero de hollín, como si todas las chimeneas de Inglaterra se hubieran encendido al propio tiempo y se deshollinaran a si mismas a todo trapo.

Ni Londres ni su clima tenían nada de agradable. Sin embargo, en todas partes se notaba un aire alegre que el día más hermoso y el sol más brillante de verano se hubieran esforzado en vano por infundir en él.

En efecto, los hombres que limpiaban los techos parecían alegres y de buen humor; se llamaban de una casa a la otra y de tiempo en tiempo cambiaban, jugando, una bola de nieve (proyectil seguramente más inofensivo que más de un sarcasmo), riendo con toda el alma cuando daba en el blanco y riendo con toda el alma también cuando erraba.

Las tiendas de los vendedores de aves estaban aún entreabiertas; las de los fruteros brillaban en todo su esplendor. Se veían aquí grandes canastas redondas, de vientre redondo, llenas de soberbias castañas, ostentándose en las puertas, lo mismo que ostentan los chalecos de nuestros buenos y viejos gastrónomos sobre su abdomen y parecían a punto de caer a la calle, víctimas de su corpulencia apoplética; allí, rojizas cebollas de España, de atezado color, anchas, haciendo recordar por su gordura a los canónigos de su tierra y lanzando de los alto de sus estantes ojeadas provocativas a las jóvenes que al pasar miraban discretamente las ramas de acebo formando guirnaldas; y luego, peras, manzanas, amontonadas en apetitosas pirámides; racimos de uva, que los comerciantes habían tenido la delicadeza de colgar de los sitios más visibles, para que a los aficionados se les hiciese agua a la boca y pudiesen refrescarse al pasar; montones de avellanas musgosas y oscuras, haciendo recordar con su buen olor antiguos paseos por los bosques, en que se tenia el placer de hundirse hasta las rodillas en las hojas secas; biffins de Norfolk, gruesos y morenos, que hacían resaltar el matiz dorado de las naranjas y los limones y parecían recomendarse con instancias por su volumen y su aspecto jugoso, para que se los llevara en sus envoltorios de papel, a fin de comerles a los postres.

Los mismos peces de oro y plata expuestos en peceras, en medio de aquellos frutos selectos, aunque pertenezcan a una raza triste y apática, parecían darse cuenta, peces y todo como eran, de que estaba pasando algo extraordinario, e iban y venían abriendo la boca, por su pequeño universo, en un estado de atontada agitación.

¿Y los almaceneros? ¡Oh, los almaceneros! Sus tiendas estaban casi cerradas, salvo un póstigo o dos que permanecían abiertos; pero ¡cuántas cosas magníficas se dejaban ver a través de aquellas estrechas rendijas!

No se trataba sólo del alegre sonido de las balanzas al dejar caer los platillos sobre el mostrador, ni del crujido del hilo bajo las tijeras que los separan vivamente de su carrete para atar los paquetitos, ni del chichás incesante de las cajas de hojalata para despachar el té o el café a los parroquianos: ¡pan, pan! sobre el mostrador; aparecen y desaparecen, caen en manos de los dependientes como los cubiletes en las de un prestidigitador; no se trataba sólo del perfume mezclado del té y del café, tan agradables al olfato, las pasas de uva tan hermosas y tan abundantes, las almendras de tan admirable blancura, la canela en rama, tan larga y tan derecha, las demás especies tan deliciosas, las frutas abrillantadas, tan bien salpicadas de azucar candy, que su vista sólo bastaba para trastornar a los espectadores y dejarlos secos de ganas; ni las pasas de higo húmedas y carnudas, o las ciruelas de Tours o de Agen, de rojo modesto y sabor acidulado, en sus canastillas ricamente decoradas,  ni de todas aquellas cosas buenas adornadas con sus trajes de fiesta…

Había que ver a los parroquianos, tan apresurados y tan ávidos de realizar las esperanzas del día que se atropellaban a la puerta, entrechocaban sus canastas de provisiones, olvidaban las compras sobre el mostrador, volvían a buscarlas corriendo, y cometían mil errores semejantes con el mejor humor del mundo, mientras el almacenero y sus dependientes mostraban tanta franqueza y benevolencia, que los corazones de bronce con que tenían prendidos los delantales a la espalda, eran la imagen de sus propios corazones, expuestos al público para una inspección general… ¡hermosos corazones dorados, corazones en disponibilidad, si gustan, señoritas!

Pero las campanas no tardaron en llamar a los fieles a la iglesia o a la capilla; salieron en grupos para dirigirse a ellas, llenando las calles, con sus mejores trajes, con sus rostros más alegres. En ese mismo instante, de una cantidad de callejuelas laterales, de pasajes y de rincones sin número, se lanzó una multitud de personas, llevando su comida a la panadería para hacerla asar en el horno.

La vista de aquellos pobres, cargados con sus vituallas, pareció interesar mucho al espíritu, porque se quedó con Scrooge a su lado, en el umbral de una panadería, levantando la tapadera de las fuentes a medida que pasaban y regando los manjares con incienso de su antorcha.

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* El texto que aquí se presenta es un extracto de Cuentos de Navidad (A Christmas Carol), publicado el 19 de diciembre de 1843 en Londres (Chapman and Hall), vendiendo rápidamente las 6000 copias antes de la Noche de Navidad. Para más datos sobre esa publicación original, les recomendamos leer la reseña escrita por Jon Michel Varese en The Guardian (http://www.guardian.co.uk/books/booksblog/2009/dec/22/christmas-carol-flop-dickens)

** La traducción al español que aquí se despliega fue tomada desde la versión de 1969, publicada por Santiago Rueda Editor en Buenos Aires.

*** Las imágenes que acompañan al texto son fotogramas tomados desde la versión animada de A Christmas Carol de 1971, dirigida por Richard Williams y con las voces de Michael Redgrave y Alaistair Sim (http://www.imdb.com/title/tt0068373/)