Cuando hablamos de la ciudad, solemos hablar de “espacios” con un significado visual. El escenario urbano se construye a través de marcas de territorio que son eminentemente físicas y arquitectónicas, donde las desigualdades sociales conforman paisajes de diferenciación visibles y tangibles. Urbanizaciones abiertas y cerradas, monumentos, áreas turísticas, parques, distritos financieros, villas, accidentes geográficos, ciudades satélite, trazado de las calles, publicidades, aglomeración y fragmentación.
Existe una segunda aproximación a través del gusto, en la mezcla de los hábitos alimentarios populares y lo gourmet que genera su propio mapa de sabores. Los puestos de comida callejera, el circuito tradicional de restaurantes y los barrios de inmigrantes con sus platos típicos -algunas veces amplificados hacia afuera y fusionados con otros ingredientes, y otros, dedicados al consumo casi exclusivo de la comunidad de referencia- constituyen zonas de experiencias gustativas particulares.
Sin embargo, es poco lo que se ha dicho aún sobre una caracterización de las ciudades basada en el sentido del olfato. Aunque su poder de evocación puede ser todavía más fuerte que el de la vista o el gusto, y seamos capaces de reconocer “nubes” de olores específicos en algunos barrios, ¿de qué forma éstos pueden ser interpretados como símbolos y como signos de distinción -entre clases y entre espacios sociales y territoriales-? ¿Qué percepciones y prejuicios se derivan de la presencia de un determinado olor en un ambiente urbano?
Siguiendo a Anthony Synnott (2003), puede distinguirse entre diferentes tipos: naturales (los corporales), manufacturados o fabricados (perfumes, contaminación, productos químicos) y simbólicos (metáforas olfatorias). Estos tres tipos interactúan en cualquier situación social, y específicamente en la proximidad y densidad de las ciudades. Cuando decimos “simbólicos” nos referimos, por supuesto, a olores en concreto, pero que son objeto de diversas interpretaciones en términos de clase, etnicidad y género.
Es un hecho que las ciudades huelen. Para Ivan Illich (1984), el proceso de desodorización de las ciudades comienza a producirse antes de la acumulación de residuos industriales: “la nueva preocupación por los olores urbanos refleja básicamente una transformación de la percepción sensorial, y no un aumento de la saturación del aire con gases con un olor característico”. Sin embargo, esta búsqueda de enmascaramiento y aromatización va de la mano con una determinada estructuración del espacio urbano: los barrios privilegiados son, precisamente, los que no están expuestos a sustancias químicas, los que gozan de mejores espacios verdes, los alejados de los vertederos de basura. Las clases desfavorecidas son expulsadas a vivir en el extrarradio o en áreas devaluadas de la ciudad, en lotes de terreno sin servicios básicos como la red cloacal o la recolección de residuos.
En Buenos Aires, a mediados del siglo XIX, el paradigma higienista apuntó su mirada hacia los espacios de vida de los pobres, entendiendo a la urbe como un foco patológico. La epidemia de fiebre amarilla de 1871 terminó de marcar el límite entre la “ciudad limpia”, al norte, con sus casas y quintas, y la “ciudad sucia”, al sur, la de los conventillos, edificios deteriorados y viviendas precarias alternándose con las fábricas, habitadas por pobres e inmigrantes. La industrialización creciente genera hacinamiento, basura y deshechos cloacales que es necesario echar afuera. A la vez, en los barrios de la burguesía local se termina de ejecutar el trazado de calles rectas, amplias y aireadas, enmarcadas con árboles de flores aromáticas.
Es interesante pensar en que muchas de las esquinas más emblemáticas de Buenos Aires están sometidas a altos niveles a contaminación visual y auditiva, y aún así, el parámetro de apreciación continúa siendo el olfato: es aún menos aceptable habitar donde el aire está viciado de elementos químicos -en su mayoría provenientes de industrias-, o con emanaciones de rellenos sanitarios, o en los márgenes del Riachuelo, uno de los cursos de agua más contaminados del mundo, con su característico “olor a podrido” proveniente de las curtiembres.
Vemos aquí planteada una problemática de orden ambiental y social: en las ciudades, las áreas más pobres son las que más sufren la presencia de olores desagradables en su entorno. Así, en el estudio realizado por Miguel Gardetti, “Zonas olorosas de la Ciudad de Buenos Aires”, se observa que los barrios del sur de la ciudad -Villa Lugano, Villa Soldati, Nueva Pompeya, La Boca, Barracas-, presentan una gran concentración en este sentido, principalmente a causa de la cuenca del río Matanza-Riachuelo, la presencia de multitud de fábricas que arrojan gases y residuos no procesados, y el polo petroquímico de Dock Sud. Por otro lado, Mataderos, con la presencia de frigoríficos y mataderos de animales, huele fuertemente a orina y a los camiones que arrojan huesos y grasa a la vía pública, siendo una zona muy deteriorada en términos de calidad de vida.
Los sitios de transbordo de pasajeros y nodos de transporte como Plaza Miserere, Constitución o Retiro también tienen su lugar en el mapa de los olores de la ciudad. Los combustibles como nafta, gasoil o diesel -dependiendo de si se trata de trenes u ómnibus-, el humo proveniente de los caños de escape, la comida callejera cocida en parrillas con grasa, la basura generada por la enorme masa humana que circula cada día, constituyen un foco de olores significativo y degradado, extendiéndose a gran parte de la zona céntrica.
Para los higienistas, los cementerios eran una de las mayores fuentes de insalubridad. Alguna vez ubicado fuera del centro urbano, y luego absorbido por él, el cementerio de Chacarita es un ejemplo del paradigma higienista: rodeado de muros, con cipreses para “absorber la descomposición”, y dotado de un crematorio que reduzca la cantidad de cadáveres que son enterrados o puestos en nichos. Aún así, en ciertas condiciones atmosféricas, las emanaciones del crematorio se difunden sobre los alrededores del cementerio: La Paternal y Colegiales son cubiertos a veces por una nube de humo levemente dulce y nauseabundo.
En el extremo norte de Buenos Aires, su carácter eminentemente residencial facilita la presencia de aromas “verdes”: árboles, plazas, parques y jardines, continuando hacia arriba, a lo largo del corredor del Río de la Plata. Esta coincidencia responde claramente a dos situaciones: una, a la menor densidad de población; la otra, a un trazado y a un desarrollo de infraestructura y servicios con el presupuesto de la clase alta. Así como quienes habitan en los barrios de Agronomía, Villa Devoto, Saavedra o Palermo se manifiestan en contra de la construcción en altura por romper con la armonía del tejido urbano, también reclaman para sí silencio y aire puro. Y no es en absoluto arbitrario que la forma en que se manifiesta la exigencia del derecho a la ciudad -y a la vida en la ciudad- se muestre de maneras distintas entre clases, con mayores o menores recursos de poder.
Sin embargo, continúa habiendo aquí dos vías de análisis. Retomando a Synnott, una de ellas, ilustrada más arriba, refiere a la objetividad del olor como tal; es decir, a la existencia de un cierto consenso sobre cuáles son los olores desagradables que se extienden sobre la ciudad, y qué correspondencia mantienen con las condiciones socio-económicas de vida. Pero por otra parte, podríamos hablar de un “olor simbólico” como invento del siglo XIX: a partir de los olores manufacturados o fabricados se generan metáforas olfatorias cuyas implicancias valorativas están atravesadas por relaciones sociales. Se construye culturalmente una imagen de los grupos marginados como “pestilentes”, tanto desde lo corporal, como desde los hábitos y costumbres.
Como dice George Orwell (1958), “el verdadero secreto tras las distinciones de clases en Occidente se puede resumir en cuatro palabras terribles: las clases populares huelen. El odio racial, el odio religioso, diferencias de educación, de temperamento, de intelecto, incluso diferencias de código moral pueden ser sobrellevadas, mas no así la repulsión física (…) Puede no importar mucho si la persona clase media promedio crece en la creencia que la clase trabajadora es ignorante, floja, borracha, rústica y deshonesta; cuando crece con la convicción que es sucia, el daño no tiene vuelta de hoja”.
Constance Classen (1994) refiere a la capacidad que el simbolismo olfativo tiene para regular y expresar la identidad cultural en oposición. La clase dominante se apropia del “buen olor” en oposición al que atribuye los otros. Se busca la completa asepsia olfativa en el espacio público: ciertos olores son representaciones de hábitos de una clase considerada inferior, y no necesariamente desagradables per se. Por ejemplo, en la clásica frase: “el olor a mandarina es de pobre” podemos detectar una cuestión de fondo: la mandarina es barata, y puede comerse en el transporte, de paso, en cualquier momento en la jornada laboral. Es una fruta de poco tiempo, de viaje largo desde la periferia hacia el centro o a la inversa. El olor en sí deja de ser relevante como tal, y es la metáfora olfativa -es decir, lo que éste representa-, la que toma importancia. Los puestos de hamburguesas, los carritos en las estaciones de tren, el fiambre de baja calidad: todos ellos, olores no sobrearomatizados industrialmente, y despreciados como forma de distinción social.
En el día a día, estamos expuestos al contacto físico cercano con decenas de personas. De la misma manera que con los alimentos, ciertas profesiones u oficios también caracterizan olfativamente a quienes los practican -solvente, pintura, óxido- , y es en el ámbito urbano donde estas interacciones ocurren: el cultivo del refinamiento olfativo se posiciona como una forma de resguardarse de los enfermos y de los pobres. Se trata de construir los límites que configuran las diferencias sociales: el que trabaja con el cuerpo (y huele) vs. el que trabaja con su mente (que se mimetiza con un perfume para desenvolverse en la interacción cotidiana). Nuevamente, el problema no es el olor, sino lo que éste muestra, otra metáfora: una posición de clase a la que no se desea pertenecer.
A modo de comentario final, podemos decir que es posible dibujar un mapa olfativo de las ciudades -en un sentido territorial-, y compararlo con un tentativo mapa de olores en un sentido social: un panorama de la forma en que las relaciones étnicas, de clases y de género son mediadas por los olores -reales o imaginarios, concretos o simbólicos-, superponiéndose en el ámbito de la vida urbana.
Referencias Bibliográficas
Bonastra, Joaquim: (1999) Higiene pública y construcción del espacio urbano en la Argentina. La ciudad higiénica de La Plata. Scripta Nova, Revista Electrónica de Geografía y Ciencias Sociales, 45 (28).
Bourdieu, Pierre (1988) La distinción. Madrid: Editorial Taurus.
Classen, Constance et al. (1994) Aroma: The Cultural History of Smell. Londres: Routledge.
Corbin, Alain (1986) The Foul and the Fragrant: Odor and the French Social Imagination. Cambridge: Harvard University Press.
Gardetti, Miguel: (2000) Zonas olorosas de la Ciudad de Buenos Aires. (Beca ‘Problemática Ambiental Urbana y Empresaria’) Buenos Aires: Universidad de Ciencias Empresariales y Sociales.
Illich, Ivan (1984) El hedor de la ciudad y sus aguas. Diario El País, Madrid. 2 de Septiembre.
Larrea Killinger, Cristina (1997) La cultura de los olores. Una aproximación a la antropología de los sentidos. Quito: Ediciones Abya-Yala
Melgar Bao, Ricardo (2004) Lo sucio y lo bajo: entre la dominación y la resistencia cultural. Revista Envío Digital, 271.
Orwell, George (1958) The road to Wigan Pier. Harcourt, Brace and Company.
Synnott, Anthony: (2003) Sociología del olor. Revista Mexicana de Sociología, 65 (2).
* Giselle Pablovsky nació en 1985, es argentina y reside en Buenos Aires. Actualmente está cursando el último semestre de la carrera de Sociología en la Universidad de Buenos Aires (UBA).
** La imagen que acompaña este texto corresponde a la feria mayorista de La Salada de Buenos Aires (Partido de Lomas de Zamora), en Agosto de 2012. Para conocer más de este lugar les recomendamos ver el documental Hacerme Feriante de Julián D’Angiolillo, estrenado en 2011.