Resumen
Tradicionalmente los historiadores han estudiado el movimiento de personas, bienes, servicio e información en la ciudad desde una perspectiva utilitaria y parcelada. Se han privilegiado enfoques por tipo transporte (ferrocarril, tranvía, automóvil, etc.), o que analizan la movilidad en función de otros fenómenos urbanos. Con la finalidad de abrir nuevas posibilidades de análisis que enriquezcan este campo de estudio, se propone la categoría de "viaje metropolitano". Este punto de vista reconoce una serie de formas distintas que adquieren los viajes con el proceso de metropolización y promueve el estudio del viaje como experiencia cotidiana fundamental de la vida urbana contemporánea. Para construir esta categoría de estudio se indaga en tres nociones que han sido trabajadas intensamente durante las últimas décadas por diversos campos de estudio vinculados a lo urbano: el espacio público, la vida cotidiana y la cultura material.
Palabras Claves
Experiencia cotidiana, espacio público, cultura material, movilidad, viaje metropolitano.
Abstract
Traditionally, historians have studied the movement of people, goods, services and information in the city from a utilitarian and fragmented perspective, emphasizing approaches according to the kind of transportation (railway, tram, automobile, etc.) or in relation to other urban phenomena. With the aim of opening new possibilities to enrich this field of study, the category of “metropolitan journey” is proposed. This point of view acknowledges the different forms that journeys can take given the process of metropolization, and promotes the study of the journey as a fundamental everyday experience in contemporary urban life. In order to do so, the notions of public space, everyday life and material culture are explored.
Keywords
Everyday experience, public space, material culture, mobility, metropolitan journey.
1. Introducción
La experiencia del viaje diario por la ciudad, pese a constituir una práctica urbana fundamental y pieza clave para la comprensión de las formas de vida metropolitana, no parece haber ejercido atracción suficiente entre los historiadores urbanos. En cambio, se han privilegiado aquellas aproximaciones en donde se estudia el viaje desde su faceta funcional, económica o morfológica. Estas perspectivas desatienden la experiencia del viaje en sí y comprenden estos desplazamientos como engranajes para explicar otros procesos urbanos que ya gozan de reconocimiento entre quienes estudian la ciudad: suburbanización, segregación espacial, metropolización, mercados de suelo, etc.
Por otra parte, los historiadores del transporte, tampoco han logrado comprender la importancia de la experiencia del viaje metropolitano como piedra angular en la vida urbana contemporánea. Aunque durante los últimos años existen valiosos esfuerzos por ampliar el horizonte desde los vehículos hacia la experiencia de la movilidad y vincular los procesos técnicos con procesos sociales y culturales, los estudios monográficos sobre medios específicos aún dominan el campo de estudio. Así, cuando se aborda el viaje diario, se hace generalmente en función de un determinado vehículo, pero no como una experiencia urbana autónoma.
El panorama no es muy distinto cuando se buscan respuestas en las ya varias décadas de trabajos producidos desde la historia de la vida cotidiana. Extrañamente, lo recurrente es encontrarse con numerosas investigaciones sobre historia de la vida cotidiana «privada». Ámbitos como las dinámicas familiares, la vida sexual, los juegos, la lectura y la conversación, el espiritismo y la oración, prevalecen sobre aquellos que se desarrollan en la vida cotidiana pública, donde las investigaciones son contadas.
Podríamos seguir buscando infructuosamente en la historia social, en la historia de la cultura material, o en la historia de la tecnología. Sin embargo, todo parece señalar que la pregunta por la experiencia cotidiana del viaje diario en las ciudades metropolitanas parece caer en terreno de todos y por tanto, en terreno de nadie. Es historia del transporte como es historia urbana, o historia de la vida cotidiana pública y privada, etc. Y es su posicionamiento en esta encrucijada lo que impide su aprehensión. Más aún, el panorama se vuelve más confuso cuando a estas áreas de investigación historiográficas se suma el compromiso intelectual y teórico que las mismas mantienen con las ciencias sociales, las humanidades y las artes.
En consecuencia, una historia del viaje metropolitano implica necesariamente una demarcación de esta zona de intersección disciplinar, mediante un apoyo cuidadoso sobre algunos conceptos y nociones que han sido trabajados intensamente durante las últimas décadas por diversos campos de estudio. Me refiero a verdaderos elefantes teóricos como el espacio público, la vida cotidiana y la cultura material.
2. Hacia una reformulación teórica
Los principales avances en la investigación de estas nociones, realizados hasta ahora desde áreas como la sociología, la antropología o la geografía, no deben ser considerado ni más ni menos que un bastón necesario cuando estas mismas nociones buscan ser descubiertas en un tiempo pretérito haciendo uso de un método historiográfico. En este sentido, la mirada histórica supone una redefinición de estas diferentes nociones para luego articularlas cuidadosamente, buscando restablecer aquella forma insoluble, intrincada e inestable característica del modo en cómo se presentaron en el tiempo y lugar preciso que se busca estudiar. Así, junto con asumir algunas cargas teóricas preestablecidas, se persigue, sobre todo, distanciarse del entendimiento de estas nociones como caminos cimentados y, en cambio, buscar desde los acontecimientos históricos nuevas entradas menos custodiadas que puedan ofrecer un marco de sentido coherente para abordar el viaje metropolitano.
2.1. Vida cotidiana
Cuando se repasa a algunos de los autores más reconocidos que han orientado las investigaciones sobre vida cotidiana durante el siglo XX, lo común es que el acto de desplazarse dentro de la ciudad y el espacio de las calles como escenarios de este movimiento cotidiano, no tengan mayor injerencia en sus trabajos. Esta omisión que podría ser comprensible en el estudio de pequeños asentamientos humanos, se vuelve una paradoja cuando se pasa a la escala de la metrópolis, donde los desplazamientos constituyen una de las actividades cotidianas principales. Esta situación se explica si se considera que los intereses predominantes sobre los que se ha profundizado hasta ahora en los estudios de la vida cotidiana, han sido definidos por algunos de los primeros trabajos que se abocaron exclusivamente a este ámbito.
Una de las obras fundacionales que analiza en profundidad el tema de la vida cotidiana, escrita por el prolífero Henri Lefebvre, publicada en 1945, se tituló Critique of everyday life (Lefebvre, 1991). En ella el autor señala a la vida cotidiana como la instancia mediante la cual inevitablemente se produce la alienación de los hombres, originada en la objetivación de ellos en relación a los procesos de producción y al ser «persona». Lefebvre propone que para revertir este proceso, la vida cotidiana no sólo debe ser considerada bajo la lógica imperativa del trabajo de alienación y necesaria reproducción, sino también como posibilidad de auto-creación mediante actividades de ocio (Ploger, 1995). De esta manera, el foco de Lefebvre sobre la vida cotidiana, si bien establece una polaridad entre el trabajo y tiempo libre, no deja de comprender la vida cotidiana como actividades concretas productivas subordinadas a la estructura económica.
Por otro lado, deudora de este trabajo y discípula de György Lukács, la filósofa húngara Agnes Heller, escribiría luego un verdadero tratado sobre la vida cotidiana. Si bien Heller nos entrega un cuadro amplio y acabado de las funciones de la vida cotidiana y de la vida cotidiana misma, sigue a Lefebvre en el entendimiento de ésta bajo el prisma marxista. Al definir el concepto, la autora señala que «es el conjunto de actividades que caracterizan la reproducción de los hombres particulares, los cuales, a su vez, crean la posibilidad de la reproducción social» (Heller, 1991: 19). Aun cuando no habla explícitamente de la vida cotidiana como principal instrumento de alienación, esta idea subyace con fuerza a lo largo del texto. En consonancia con este principio de reproducción, cuando Heller examina las relaciones concretas entre la vida cotidiana y las «actividades genéricas conscientes», lo hace desde aquellas categorías específicas desde donde la alienación se produce o se puede eludir: El trabajo, la moral, la religión, la política, las ciencias, el arte y la filosofía.
En el campo específico de la historia de la vida cotidiana, aun cuando se puede remontar hasta la Grecia de Hesíodo, no es sino hasta avanzado el siglo XX cuando adquiere cierto reconocimiento y validación como área de investigación historiográfica. Uno de los impulsos principales lo da Fernand Braudel en 1967, al dedicar el primer tomo de su obra Civilización material, economía y capitalismo siglos XV-XVIII al estudio de Las estructuras de lo cotidiano (Braudel, 1984). Con el acento puesto en la historia social y económica, Braudel descubre en aspectos cotidianos como el alimento, el vestido, el alojamiento, el mobiliario, etc., las estructuras de la historia de la larga duración que dan cuenta de la cultura. Aunque siempre anclado en “las estructuras”, a diferencia de lo autores anteriormente analizados, Braudel realiza un importante aporte al señalar el valor del estudio de la cultura material para comprender la vida cotidiana. Según el autor, el estudio de lo cotidiano, formado por breves eventos que apenas dejan marca en el tiempo y en el espacio, supone acortar el espacio de la observación y en consecuencia aumentar las posibilidades de encontrarse con las circunstancias de la vida material, que el mismo define como lo que está compuesto por «los hombres y las cosas, las cosas y los hombres» (Braudel, 1984: 9).
En estos tres autores la aproximación sobre la vida cotidiana tiene su punto de partida en una estructura teórica predeterminada a la cual se subordina el desarrollo del trabajo. Ante esta operación de calce y corte a la cual se somete la vida cotidiana, se privilegian aspectos como el trabajo, el consumo, la habitación o la religión, pero se marginan otros como la cotidianeidad de acciones aparentemente instrumentales que no constituirían actividades con un fin en sí mismas. Es el caso de la acción cotidiana de transitar de un lugar a otro, de las interrupciones en el recorrido, del posible extravío, desconcierto, encuentro o choque con otros; una situación de paso absolutamente distinta a la permanencia que caracteriza al trabajo o la habitación, pero que al igual que estas últimas también puede dar cuenta de regularidades o estructuras que conforman la cultura.
El estudio y análisis de esta cotidianeidad del desplazamiento, supone una aproximación que privilegie el razonamiento inductivo por sobre el deductivo, llegando a una estructura teórica desde el estudio del objeto-sujeto en su especificidad espacio-temporal. Con este bajar de la mirada, se busca reemplazar el término «vida cotidiana», como hasta el momento se ha hecho referencia, por el de «experiencia cotidiana». Para aclarar más esta opción, se revisarán brevemente tres autores que desde enfoques muy distintos han trabajado a partir de este carácter específico de la experiencia cotidiana, estableciendo un giro a la aproximación estructuralista que asentaron los autores más comprometidos con las ideas marxistas.
El primero de ellos es el sociólogo norteamericano Erving Goffman, que hacia fines de los años cincuenta publica una de sus obras más reconocidas titulada La presentación de la persona en la vida cotidiana. En esta obra, Goffman, siguiendo el camino iniciado por Simmel, posiciona una nueva lectura sobre la vida social basada en la interacción «cara a cara» o «microsociología». Bajo la perspectiva de la representación teatral, este autor busca describir los modos en que el individuo se presenta ante los demás, como controla las impresiones que se forman de él y cosas que puede y no puede hacer, todo esto en el contexto de las relaciones cotidianas (Goffman, 1993). Si bien Goffman adecua su modelo a los procesos propios de la actuación, su método supone un análisis y descripción rigurosa de situaciones cotidianas específicas de interacción social, que lo aleja de la subordinación de los casos a un modelo teórico.
En segundo lugar, debemos mencionar la influyente investigación que lleva a cabo Michel de Certeau junto a un grupo de investigadores en 1980. Publicada bajo el nombre de La invención de lo cotidiano, de Certeau se aleja de la «crítica» de la vida cotidiana, para trabajar sobre las «prácticas», en lo que habría de denominar Las artes del hacer. Al distanciarse de la mirada disciplinaria sobre el cuerpo y la vida cotidiana, este autor describe las tácticas del hacer, como acciones inconscientes y repetitivas, que surgen espontáneamente para resistir las estrategias que se imponen desde entes autoritarios. Mediante este giro en el objeto de estudio, de Certeau abandona la aproximación productiva, racional y consciente que hasta ese momento había dominado en los estudios sobre la vida cotidiana, al tiempo que diversifica la esfera de lo cotidiano hacia nuevas problemáticas: «La historia comienza a ras del suelo, con los pasos. Son el número, pero un número que no forma una serie. No se puede contar porque cada una de sus unidades pertenece a lo cualitativo: un estilo de aprehensión táctil y de apropiación cinética» (De Certeau, 1996: 109).
Resulta de especial interés para esta investigación el lugar que le concede en su estudio a las prácticas urbanas. En un capítulo titulado «Andares de la ciudad», de Certeau pone de manifiesto la permanente tensión que se produce entre las posibilidades y prohibiciones que organiza un determinado orden espacial y el andar del caminante, que al tiempo que actualiza algunas de ellas, desplaza e inventa otras (De Certeau,1996). Esta identificación de la ciudad como un espacio de encuentro irresoluto entre tácticas y estrategias, resulta sumamente clarificadora para el análisis de la experiencia cotidiana que se desarrolla en el espacio público. Por otro lado, el punto más bajo del enfoque propuesto surge de su misma fortaleza. La concentración en el estudio de las prácticas cotidianas en contraposición a las formas y discursos impuestos, implica una desatención del cruce o fenómeno de retroalimentación entre estas dos maneras de aproximarse a la realidad. Una segunda crítica que se podría formular frente al trabajo de De Certeau es que el cuerpo, si bien es colocado en el centro de las prácticas y tácticas que se analizan, es comprendido como una entidad autónoma. Las cosas, que cada vez más se confunden con los cuerpos en relaciones de dependencias y el entorno físico inmediato en general, son relegados del discurso sobre las prácticas cotidianas a una condición escénica o contextual.
El tercer autor, cuyo trabajo resulta fundamental para comprender las relaciones entre espacio vivido y experiencia cotidiana es el filósofo chileno Humberto Giannini. Su obra, titulada La «reflexión» cotidiana. Hacia una arqueología de la experiencia (Giannini, 2004), combina en forma excepcional la sencillez de palabras y la agudeza del juicio para abordar el problema de lo cotidiano en sus aspectos más esenciales. Tal como observamos en de Certeau, esta obra también se vuelca sobre los espacios urbanos, dando cuenta de una topografía de lo cotidiano. Giannini define lo cotidiano como «lo que pasa todos los días» y luego, ante la pregunta por cuál sería el modo de pasar distintivo de esta condición pasajera de lo cotidiano, responde: «¿Qué símbolo más apropiado del pasar que la calle por donde transitamos todos los días? ¿No es ella el topos privilegiado del pasar, del acontecer ciudadano?» (Giannini, 2004: 28). En seguida, dando un paso más adelante en la reflexión sobre el problema afirma: «El término ‘pasar’, sin embargo, con el que ahora hacemos este primer intento de approche a lo cotidiano, es ambiguo en cuanto a su referencia: porque, por una parte, ‘pasa’ lo que repentinamente se instala en medio de la vida, lo que irrumpe en ella como novedad (¡¿Qué ha pasado?!). Por otra parte, significa lo fluyente, lo que en su transitoriedad, no deja huellas; al menos visibles» (Giannini, 2004: 28) [1].
La calle, por tanto, no sólo constituye un escenario del acontecer cotidiano, como medio de comunicación entre el domicilio y el trabajo, sino también el límite de lo cotidiano. Es este un espacio «de profundidades desconocidas e inquietantes», una posibilidad permanente de tentación, distracción, desvío, extravío, descubrimiento, detención, ofrecimientos, etc.; constituyendo una alternativa a la vida programada y posibilidad latente de transgredir las normas y acuerdos (Giannini, 2004). Giannini, al establecer este «pasar» en la calle como expresión imprescindible del acontecer cotidiano, localiza espacialmente la discusión sobre lo cotidiano y sitúa a la calle de todos los días como objeto de estudio.
Ya sea desde la perspectiva micro social de Goffman, desde la aproximación etnográfica que propone de Certeau o a partir de la entrada filosófica de Giannini, Existen dos constantes que los tres autores comparten que interesa rescatar. En primer lugar, se ha optado por comprender la vida cotidiana en base a las experiencias o prácticas que la originan y no a partir de una mirada instrumental que busca en esta área una posibilidad de asistencia y auxilio para otros campos de interés. Mediante este bajar de la mirada hacia el sujeto y a la especificidad de su accionar, los estudios sobre la experiencia cotidiana pueden adquirir la autonomía que requieren para aportar con una visión distinta sobre fenómenos diversos de la vida social. En segundo lugar, el ámbito de lo público, conformado por el encuentro e interacción social y la relación permanente con las estructuras normativas, constituyen la piedra angular que define lo cotidiano en los tres trabajos revisados [2].
2.2. Espacio público
Durante los últimos años se ha multiplicado este interés por investigar las manifestaciones cotidianas en el espacio público en áreas como la sociología, la antropología y la geografía. Sin embargo, ¿qué sucede cuando se busca hacer historia de la experiencia cotidiana en el espacio público? Además de las dificultades metodológicas naturales que implica estudiar las huellas de sucesos ordinarios en espacios de tránsito, en un período pretérito, es evidente que la noción de espacio público, aún carga con la mochila de los grandes eventos sociales, económicos y políticos que marcaron al siglo XX. En palabras de Braudel (1984), habría que decir que el ojo se ha fijado exclusivamente sobre el «acontecimiento», pasando desapercibido el deslucido e insignificante «suceso».
Basta con detenerse en las nociones de espacio público adoptadas por dos autores que marcaron el desarrollo de la historia urbana latinoamericana durante la segunda mitad del siglo XX, para comprender las dificultades de aprehender la realidad cotidiana como constituyente de lo público en la ciudad. José Luis Romero, por una parte, cuando alude a esta noción en su famoso libro sobre la ciudad y las ideas en Latinoamérica (Romero, 2005), paradójicamente niega como espacio de interacción social aquel que indudablemente era el más cotidiano. Refiriéndose al crecimiento de las ciudades y a la efervescencia social que comenzaba a transformar las relaciones entre los habitantes, Romero afirma: «La calle se hizo más importante que la casa. Todos notaban que la vida se hacía poco a poco más vertiginosa, y deseaban estar en el vértigo porque sospechaban que, de lo contrario, retrocederían en lugar de avanzar. La calle eran los cafés y los restaurant, los teatros y los cines, pero también eran las oficinas y los bufetes, los clubes y los centros políticos» (Romero, 2005: 299).
Para este autor, la calle es indudablemente el espacio público. Sin embargo, el uso de la palabra es sólo metafórico, puesto que su verdadera manifestación física no está en la calle misma, sino en espacios cerrados de carácter público, como el largo listado que menciona. En consonancia con esta visión Armando de Ramón, quien prefiere hablar de espacio colectivo en vez de espacio público, define éste como: «Todos los espacios en que se desarrollan las actividades públicas de las sociedad, sean ellos libres o edificados pero que tienen en común el estar destinado al uso social de la ciudad, forman lo que […] hemos denominado el hábitat colectivo y comprende tanto las plazas, parques y lugares de encuentro, como los establecimientos que ofrecen servicios a los habitantes» (Gross, de Ramón y Vial, 1984: 46).
Si bien al menos en esta definición aparece el espacio exterior, en ningún momento se hace alusión a la calle como un espacio de hábitat colectivo. Pero entonces, ¿qué es lo que en opinión de estos autores le falta a la calle para constituirse como escenario de lo público? O mejor sería preguntarse ¿qué es lo que tienen en común todos los espacios que se mencionan que no tendría la calle? La respuesta es bastante evidente. Tanto para Romero como para de Ramón, el espacio público se manifiesta en lugares de reunión, de confluencia y de detención, tales como la plaza, el teatro o el café. La relación tradicional vincula al espacio público con una experiencia política (consciente), de discusión, de manifestación o con alguna otra actividad concreta como el consumo o el ocio. En esta lógica, la calle como lugar de paso o tránsito, no parece ser un espacio colectivo de interés. Y en consecuencia lo que se concibe como espacio público, no es sino un ámbito más o menos excepcional de la experiencia social en la ciudad.
Sólo es posible comprender la real condición del espacio público si se abandona esta visión que tiende a la estabilidad y definición del concepto, en función de determinados momentos y espacios que tradicionalmente le han sido vinculados, y se adopta otra, más cercana a la que propone Adrián Gorelik cuando afirma que el espacio público «es más el producto de un choque -tan fulminante y centelleante como efímero- que de una relación perseguida y estable» (Gorelik, 2004: 20).
En esta misma línea, es conveniente atender la obra de Manuel Delgado (2007) y su aproximación al problema. Contrario a Romero y de Ramón, para este autor, el espacio público se manifiesta en la calle y en la plaza, comprendidos estos como espacios de movilidad, que debido a su condición exterior, difícilmente pueden ser sede de algo. En cambio, en ellos se observan actividades «poco ancladas en que la casualidad y la indeterminación juegan un papel importante» y «sus protagonistas aparecen como desafiliados, es decir sin raíces». Esta condición inestable e inhabitable del afuera es la que permitiría, según Delgado, el surgimiento del espacio público entendido como «aquel en que la vida social despliega dramaturgias basadas en la total visibilidad y en que no existe ningún requisito de autenticidad, sino el mero cumplimiento de las reglas de copresencia» (Delgado, 2007: 32-33). En consecuencia, las calles no son sólo un sistema instrumental de comunicación entre múltiples puntos distantes entre sí, sino sobre todo, “el entramado por el que oscilan los aspectos más intranquilos del sistema de la ciudad, el escenario de esta estructura hecha de instantes y de encuentros que singulariza la sociabilidad urbana. La orienta una lógica que obliga a topografías móviles, regidas por una clase en concreto de implantación colectiva, que pone en contacto a extraños para fines que no tienen por qué ser forzosamente instrumentales y en que se registra una proliferación poco menos que infinita de significados» (Delgado, 2007: 153).
Si bien Delgado da un importante paso hacia la conceptualización del espacio público en vinculación con lo pasajero y lo cotidiano en la ciudad, su principal falencia radica en asimilar esta condición directamente con la figura del transeúnte. Siguiendo de cerca el trabajo de de Certeau, Delgado, en su afán por oponer el plan prefigurado de la ciudad a la «actividad configurante del transeúnte» olvida que desde comienzos del siglo XX el transeúnte dejó de ser el único actor que puede conferir un carácter a los espacios urbanos. El mismo autor cita a Hannah Arendt y concuerda con su aproximación al espacio público como espacio de aparición «donde yo aparezco ante otros como otros aparecen ante mí, donde los hombres no existen meramente como otras cosas vivas o inanimadas, sino que hacen su aparición de manera explícita» (Delgado, 1991: 121), pero luego desconoce la posibilidad de que la experiencia social pueda encontrar asidero en otras formas de aparecerse en la ciudad: entre pasajeros en un vehículo de locomoción colectiva, entre transeúntes y conductores, entre pasajeros y conductores o incluso sólo entre conductores [3].
Estas nuevas relaciones sociales que se producen en las ciudades a partir de la importancia que comienzan a tener los viajes metropolitanos con la entrada del siglo XX, como principales manifestaciones cotidianas del espacio público, permanecen sin ser estudiadas. Uno de los pocos intentos de adentrarse en estos terrenos fue desarrollado por Néstor García Canclini junto a otros dos investigadores hace más de diez años atrás. A través de una publicación en donde se combina certeramente información estadística, acontecimientos relevantes, numerosas entrevistas y abundante material fotográfico, los autores se proponen estudiar Ciudad de México desde 1940 en adelante desde la experiencia del viaje urbano. Su interés no busca comprender las implicancias del viaje desde una visión sociológica o urbanística, que privilegia su entendimiento como mecanismo de reproducción de las fuerzas de trabajo, de movimiento de capitales o distribución de la población. En cambio, desde un principio se propone comprender los viajes urbanos «como experiencias vividas, conjunto de interacciones entre personas y grupos, modos de habitar, recorrer e imaginar lo que sucede en la metrópoli» (García Canclini, Castellanos y Rosas Mantecón, 1996: 27); «más que al trabajar o al enfrentar actividades propias de un residente, es viajando cuando brotan las preguntas acerca de por qué la ciudad es así o cambia, cómo podría mejorar, de qué manera coexistimos con los otros. Las travesías urbanas son también viajes por las relaciones entre el orden y el desorden, donde se activa la memoria de las imágenes perdidas de la ciudad que fue, y se imagina cómo será» (García Canclini, Castellanos y Rosas Mantecón, 1996: 24).
Canclini señala el estudio de los viajes urbanos como una instancia privilegiada para aproximarse a la idiosincrasia de una ciudad determinada. Esto debido a que el viaje, más que otras actividades como el trabajo, el ocio, las prácticas religiosas que se llevan a cabo en la ciudad, nos habla sobre el conjunto de la población (García Canclini, Castellanos y Rosas Mantecón, 1996). En consecuencia, a diferencia de lo que se deduce de la visión de Manuel Delgado, el viaje urbano implica necesariamente un espacio de interacción social, de confrontación, «aunque sea en comparaciones imaginarias», con el otro y con lo desconocido e inabarcable del mundo exterior. Sobre un automóvil, en un vagón del metro o como pasajero de un autobús, el habitante se apropia del espacio urbano que va recorriendo, observando e imaginando como es la vida en ellos.
2.3. Cultura material
Uno de los principales aportes del texto es la alusión permanente, a través del registro fotográfico y los testimonios de los entrevistados, a la cultura material que distingue estas experiencias cotidianas de viajes en la ciudad. Aunque parezca evidente, es muy frecuente que los estudios de vida cotidiana se concentren en las actividades y se desentiendan del contexto material y los objetos que determinan y posibilitan este quehacer. Lo grave es que la marginación u omisión del mundo material no sólo resta sentido a la comprensión de la experiencia cotidiana, sino que también puede fomentar falsas lecturas de los hechos. A modo de ejemplo, es muy distinto investigar sobre la experiencia del accidente de tránsito en la ciudad si se conocen las características técnicas de los automóviles, la señalética vial existente y las condiciones de los caminos, a si sólo se consultan los testimonios que aparecen sobre el tema en los periódicos. Tal como señalaba Braudel, la existencia cotidiana son los hombres y las cosas, las cosas y los hombres, y con esto hace alusión a un círculo cerrado de acción e interdependencias entre ambos, donde no se explica el accionar del sujeto sin la existencia del objeto, y no se entiende la forma y significado del objeto sin las motivaciones y necesidades del sujeto. Sergio Rojas lo explica del modo que sigue: «Las huellas de lo cotidiano son la inadvertida impronta que dejamos sobre las materialidades que soportan las rutinas. Se trata en sentido estricto de huellas que se hicieron en el tiempo: tiempo de la repetición, de la reiteración, en donde ciertos itinerarios se adhirieron a la materia hasta quedar hechos de ella» (Rojas, 2004: 141).
Sin embargo cuando se reduce el tiempo al acontecimiento particular de la experiencia, no solo la materia circundante requiere una nueva mirada, también el sujeto protagonista de esa experiencia debe ser comprendido desde una inmediatez y profundidad que se corresponda con el mundo material que se descubre, es decir, como cuerpo. Tal como Richard Sennett lo comprendió en su fascinante recorrido por la historia de Occidente bajo la premisa Carne y piedra, se trata de un cuerpo con infinitas necesidades, que mira, escucha, huele y siente su entorno, y a través de estas acciones es capaz de otorgar significado y ser significante a la vez. Así, es el cuerpo y no el sujeto el que le da su sentido a la experiencia cotidiana.
Una historia de la experiencia cotidiana del viaje metropolitano en la ciudad, sólo alcanzará puerto seguro en la medida en que se logre poner en diálogo estas dos esferas de estudio, la del cuerpo y la de la materia inmediata a éste. El resultado de este encuentro es la comprensión de la ciudad como un lugar de producción constante de significados, base para la constitución de una cultura material urbana. Tradicionalmente asociados a la alimentación, la vestimenta y la habitación y sus vinculaciones con la necesidad, el deseo y el consumo (Burke, 2004), la historia de la cultura material ha ignorado el ámbito de lo urbano como posible campo de investigación. Este enfoque temático ha tendido a consolidar investigaciones en que la noción de «artefacto de museo», de objeto aislado, descontextualizado y arbitrariamente resignificado, se impone sobre una comprensión de un sistema de relaciones e interdependencias entre objetos y personas. En este sentido, la diversidad y complejidad de la experiencia urbana nos aleja del objeto en sí mismo, e instala la centralidad de las relaciones entre sus usos, significaciones y representaciones.
3. La nueva vida metropolitana
El estudio de las primeras décadas del siglo XX, resulta sumamente significativo para comprender la naturaleza de estas relaciones en las ciudades contemporáneas, debido a que se trata de un momento crucial de crisis y cambio en la forma de entender y practicar el espacio urbano. Llevado al plano cotidiano, y volviendo sobre las ideas de Humberto Giannini, estas primeras décadas se caracterizan por el surgimientos de ciertas «transgresiones cotidianas», que por su condición de cotidianas, tienden a volver, a reintegrarse a la estructura total a la que pertenecen (Giannini, 2004). Luego, estas transgresiones se vuelven norma, hábito y rutina; los acontecimientos se transforman en sucesos. Las consecuencias de este proceso de cambio de las formas de la vida urbana que acompaña al cambio de siglo, reconocido más comúnmente como metropolización, se pueden observar en tres esferas distintas, cuando se hace foco sobre la experiencia cotidiana.
José Luis Romero nos señala la primera: el número. Refiriéndose al proceso de paso del rancherío a la metrópoli, este autor señala: «En un principio -en el shock originario-, el número fue lo que alteró el carácter de la ciudad, y lo que atrajo la atención acerca de que algo estaba cambiando» (Romero, 2005: 349). Esta noción del número, que Braudel había utilizado anteriormente para cualificar sus estudios sobre vida material, alude inicialmente a la cantidad de personas, en este caso, que habitan un determinado lugar. Sin embargo, «el número» no son sólo las personas a modo de cifra demográfica, sino que se debe multiplicar por los requerimientos y necesidades que cada una de esas personas demanda. De esta manera, la alteración significativa del «número» de habitantes que residen en el espacio urbano, tal como sucedió en este período, tuvo manifestaciones concretas sobre la ciudad, desde una mayor presencia de gente en las calles, hasta la transformación de la forma de desplazarse, o la instauración de nuevas normativas y acuerdos sociales adecuados, etc. Por otra parte, el número está en directa relación con el tamaño de la ciudad.
Una segunda esfera desde donde observar este proceso de metropolización se refiere al surgimiento de una realidad material, donde las nuevas tecnologías adquieren un papel preponderante, alterando el modo de vivir en la ciudad. El incremento del número sólo es posible en la medida en que los cambios en los sistemas de producción y la incorporación de tecnologías permiten nuevas soluciones frente a los problemas de movilización, habitación, higiene, etc. La aparición de los vehículos motorizados permitiendo un traslado más rápido y eficiente, la edificación en altura que promueve la densificación de la ciudad o la instalación de redes de servicios eléctricos de gas y alcantarillado son sólo algunos ejemplos determinantes en esta metamorfosis urbana del cambio de siglo. Pero además del uso de las nuevas tecnologías al servicio de la adecuación de la ciudad frente al cambio demográfico, la transformación del mundo material responde a la sostenida diversificación y complejización de las necesidades asociadas al progreso y a la modernización. Tal como afirmaba Norman Pounds en su célebre libro sobre cultura material, «lo que en una época se consideraba un lujo preciado como residencia, alimento o menaje doméstico, se convierte en una necesidad a la siguiente» (Pounds, 1989: 23). En este sentido, durante el siglo XX, junto con un crecimiento exponencial de las necesidades y lujos asociados a la vida cotidiana, se generó un enriquecimiento y diversificación de la cultura material vinculada a la experiencia cotidiana en la ciudad.
El tercer síntoma que genera el advenimiento de la metrópoli, que es consecuencia directa de los dos anteriores, consiste en un cambio de la experiencia social que experimentan sus habitantes. Las condiciones y formas en que se produce aquel espacio de aparición -que caracteriza la esfera de lo público-, se ven trastocadas por las nuevas condiciones sociales, económicas, políticas y materiales que se han instalado en la ciudad. Aparecen entonces nuevas formas de sociabilidad, nuevos marcos para la experiencia, en palabras de de Certeau, nuevas estrategias y tácticas. Georg Simmel, en su clásico ensayo sobre la metrópolis y la vida mental escrito en 1903, e inspirado en el Berlín de fines del XIX, da cuenta con agudeza de como «la concentración tan alta de hombres y cosas» y la mercantilización impresionante de está últimas habría repercutido en el modo en que el hombre se presentaba en sociedad y su actitud general ante la vida urbana (Simmel, 2005). Independiente de cuál es este nuevo modo, lo evidente es que esta magnitud y profundidad de cambios en la ciudad, conlleva necesariamente una transformación en la forma de ser de sus habitantes.
4. El viaje metropolitano
Frente al nuevo escenario, la centralidad del viaje cotidiano por la ciudad adquiere un carácter evidente, en la medida en que se constituye como el espacio de mayor visibilidad de estas tres esferas de innovación distintivas del proceso de metropolización. Es ése el espacio-tiempo común más cercano y recurrente desde el cual cada habitante comprende, observa o asimila la ciudad, las transformaciones acaecidas o simplemente la vida de los otros. Es en los trayectos cotidianos donde hacen su aparición los tranvías y los automóviles, se estrena la nueva iluminación eléctrica, se observa el incremento de la población, la modernización y crecimiento de la ciudad construida, al tiempo que se participa de las nuevas formas de sociabilidad. En consecuencia, estudiar la experiencia cotidiana de estos desplazamientos, equivale a tomar puesto para observar la función en primera fila, lo más cercano al escenario donde tienen lugar los acontecimientos, donde se observa con mayor claridad y nitidez los motores que determinan la acción y la evolución dramática de los personajes.
Pero, ¿de qué se habla cuando se hace referencia a estos trayectos cotidianos? ¿Qué distingue a estos desplazamientos de personas en la ciudad de otros movimientos urbanos anteriores? La respuesta a estas interrogantes nos devuelve inevitablemente sobre los tres puntos anteriores, pero ahora obligándonos a hacer énfasis sobre aquella segunda esfera de transformación que distingue al proceso de metropolización, comúnmente marginada por la historia urbana y la historiografía en general.
En este sentido, es fundamental reconocer que el trayecto cotidiano y los viajes en la ciudad, con la llegada del siglo XX, fueron decididamente alterados por la incorporación de las nuevas tecnologías a los sistemas de transporte. Los artefactos tecnológicos modernos, materializados en el tranvía eléctrico, los automóviles y los vehículos motorizados de mayor capacidad, transformaron drásticamente los límites y posibilidades del desplazamiento de los habitantes en la ciudad. Ante esta marca de la metropolización, como nunca antes en la historia, el hombre ya no puede ser comprendido como cuerpo aislado o sólo como carne, En cambio, el cuerpo extenso sobrepasa la frontera física de lo meramente corpóreo, extendiendo una red de interdependencias con los artefactos tecnológicos con que convive.
Para comprender mejor los alcances que puede adquirir esta relación entre el sujeto y el nuevo objeto tecnológico, resulta interesante comprender qué son estos artefactos, atendiendo a los últimos estudios sobre automovilidad, que han surgido con fuerza en la última década. Mimi Sheller y John Urry dan un nuevo impulso a estos estudios iniciados tempranamente en Estados Unidos durante los años sesenta, al abandonar la noción de automóvil como cosa aislada y entenderlo como un sistema de prácticas sociales y técnicas interconectadas. Buscando argumentar esta nueva mirada, elaboran una serie de categorías distintas desde donde se puede comprender la acción de este vehículo sobre la vida contemporánea. Así, el automóvil sería a la vez un objeto manufacturado, un bien de consumo individual, un complejo maquinario económico, un agente medioambiental, una forma de movilidad y un discurso de la cultura dominante (Shelley y Urry, 2000). De esta manera, al considerar el automóvil, ya no sólo un artefacto tecnológico, sino como sistema se descubre un mundo de relaciones e interdependencias con el mundo en el cual se inserta.
Al extender este análisis a los demás vehículos motorizados que dominan el tránsito urbano desde el siglo XX, el resultado es equivalente. La interdependencia entre estos artefactos tecnológicos del transporte y la vida urbana pueden observarse básicamente en dos ámbitos acción. El primero se refiere a las consecuencias físico-ambientales sobre el territorio urbano, proceso que es posible definir, por una parte, en base a aquellos fenómenos que se podrían denominar sintomáticos, tales como el aumento de la congestión vehicular, de la contaminación atmosférica y la contaminación acústica, o de los accidentes de tránsito. Por otra parte estarían aquellos fenómenos replicativos o preventivos, donde cabría mencionar desde la construcción de un cuerpo normativo e institucional hasta acciones directas sobre el espacio de la ciudad como la construcción de nuevas autopistas, el ensanchamiento de calles, la habilitación de nuevos espacios de estacionamiento, la construcción de casas y departamentos con uno o varios estacionamientos, entre otros.
El segundo ámbito de acción dice relación con las implicancias inevitables de los vehículos motorizados en la transformación de las prácticas y experiencias de la vida cotidiana de los habitantes. Nadie que se desplace por la ciudad regularmente, sea peatón, conductor, pasajero, ciclista, etc., puede desentenderse de la influencia que los vehículos motorizados tienen sobre sus percepciones y vivencias. Hasta aquel transeúnte que ni tiene un automóvil, ni usa medios motorizados para desplazarse, verá su experiencia cotidiana de viaje en la ciudad profundamente trastocada por la irrupción de estos artefactos tecnológicos.
Estas dos dimensiones desde donde se pueden comprender las relaciones entre los nuevos vehículos tecnológicos y la vida urbana, en la realidad se combinan en una trama compleja en permanente movimiento, transformación y adaptación, debido a que cualquier cambio en las experiencias y prácticas en la ciudad, en lo construido (físico o normativo) o en mismos vehículos, repercuten en algún nivel sobre total del sistema.
Ante tamaña madeja, y cuando el objetivo está en reflotar ciertos procesos históricos como el viaje en la ciudad desde ámbitos como la vida cotidiana, el espacio público o la cultura material urbana distintiva de la metropolización, no tiene sentido hablar de transeúntes y conductores por separado, como si fueran realidades contrapuestas, o estudiar algún vehículo particular y su desarrollo como medio de movilización. En cambio se debe apostar por un marco histórico comprensivo, que al tiempo que arriesga en profundidad, como la misma catalogación lo indica, gane en comprensión de los fenómenos estudiados. Bajo esta premisa, se ha tomado como foco el término «viaje metropolitano». A diferencia de cómo lo utiliza García Canclini, aquí, el concepto no hace referencia a una determinada extensión física del viaje cotidiano en la ciudad, como nueva condición del «viaje urbano», luego del crecimiento extensivo de la mayoría de las ciudades durante el siglo XX. En cambio, el apellido «metropolitano» es utilizado en alusión a las nuevas modalidades de viaje que conlleva el proceso de metropolización de las ciudades. En otras palabras, son viajes metropolitanos en la medida en que involucran necesariamente vehículos modernos (tecnología) y son incorporados a las actividades cotidianas de los habitantes de la ciudad.
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Recibido el 22 de diciembre de 2012, aprobado el 13 de enero de 2013. Este trabajo forma parte de la tesis doctoral del autor, «Tráfico y motorización: Los inicios de una nueva cotidianeidad en la experiencia del viaje urbano». Las imágenes que acompañan este trabajo fueron realizadas en el metro de Nueva York durante 2011, y son de autoría de T. Errázuriz.
Tomás Errázuriz, Facultad de Ciencias Sociales y Económicas, Universidad Católica del Maule. E-mail: terrazur@ucm.cl
Notas
[1] Esta doble acepción de lo cotidiano había sido anteriormente desarrollada por Braudel (1984) al diferenciar entre acontecimiento y suceso: “El acontecimiento quiere ser, se cree, único; el suceso se repite y, al repetirse, se convierte en generalidad o, mejor aún, en estructura. Invade todos los niveles de la sociedad, caracteriza maneras de ser y actuar continuamente perpetuadas” (Braudel: 1984: 7).
[2] A diferencia de numerosos otros trabajos sobre vida cotidiana, en estos autores, no se busca recuperar la acción particular de grupos sociales que no han cumplido un rol protagónico en la historiografía, sino es como masa, como es el caso de las mujeres, los niños, los pobres o las minorías sexuales. En cambio, para la comprensión de los fenómenos cotidianos es imprescindible la consideración de todo el espectro social que interviene en ellos.
[3] Manuel Delgado es un simpatizante más de una larga tradición presente en los estudios urbanos que ve en los sistemas de transporte moderno, especialmente en el automóvil particular, el instrumento de destrucción de una cierta forma de sociabilidad y del espacio público que distinguiría a la vida en la ciudad. Esta visión romántica de la ciudad de los transeúntes, que encuentra sus fundamentos en el parís del siglo XIX, de los pasajes de Benjamin o del flâneur de Baudelaire; o en las consecuencias que el peculiar e irrepetible proceso de automovilización que afectó a Estados Unidos en la segunda mitad del siglo XX, tuvo sobre la vida en la ciudad, está lejos de ser representativa de los procesos urbanos que se han desatado en la mayoría de las ciudades del mundo.