Este artículo sobre la nueva cabaña de una joven familia, publicada en la sección Estilo del Seattle Times, me perturbó, aunque tuve que pensar un buen rato para saber exactamente por qué. No es que estas notas sobre casas hermosas deban contener crítica social y mi problema tampoco era con la familia en sí, a quien no me interesa ridiculizar, sino con algo más estructural.
Sabía también que mi incomodidad no era simplemente por celos, aunque estas últimas semanas he vivido la transición a la vejez de familiares sin dinero y me he vuelto muy consciente de aquellos que toman su riqueza como algo dado y seguro, y de la gran distancia social que nos separa.
Así que ese domingo, luego de leer el diario, salí a caminar y me puse a bosquejar números: ¿cuánto cuesta hacer una casa así?, me pregunté. Sumando los costos de materiales, del terreno, la construcción, los sofás de diseñador, la bañera de granito sólido y las terminaciones, mi estimación fue cerca de un millón de dólares. Bastante, para una casa presentada como «sencilla». Desde entonces me he preguntado una y otra vez: «¿qué es lo que quiero?».
Hoy entré al sitio web del tipo que motivó a la mujer del reportaje a comprar diez acres de tierra en una isla bucólica [1], y es evidente que su trabajo se enmarca en una misión para que todos los niños tengan acceso a la naturaleza. Creo que ahí está una de las cosas más problemáticas de esta columna: su narrativa. Que una mujer joven, embarazada, escuche a alguien advertir acerca del «desorden de déficit de naturaleza» y, horrorizada, se vuelque a construir un oasis en la naturaleza para el disfrute de su hijo-por-nacer me hace ruido. Especialmente cuando su primera casa se encuentra muy cerca de uno de los parques urbanos más grandes y populares de la ciudad.
¿Qué es, entonces, lo que quiero? Quiero que la gente rica al menos asuma su riqueza y su deseo al lujo y a la privacidad, y que no enmarque estas cosas en una narrativa de «salvar a los niños de un peligro». Cuando alguien puede pagar cientos de miles de dólares por una segunda casa de descanso, me gustaría que dijera: «hemos sido afortunados de heredar este dinero» o «hemos tenido la suerte de estudiar sin crédito, de tener un apellido o la simple fortuna de amasar todo esto, mucho más que lo que han conseguido otros que trabajan igualmente duro».
Sé también qué es lo que no quiero: narrativas en las que los ricos son tomados como modelos parentales que, en tanto escuchan los peligros de la vida moderna, hacen lo posible por proveer a sus niños de acres de bosque, grillos y salamandras privadas para su disfrute los fines de semana; narrativas que nos invitan a admirar sus bellas ventanas y sus barnizadas columnas sin hacer ninguna pregunta acerca de cómo es que padres relativamente jóvenes y que están comenzando sus carreras pueden darle todo esto a sus hijos sin preguntarse, a la vez, por qué no todos los niños tienen un espacio adecuado para crecer y desarrollarse.
Eso puede ser mucho pedirle a los periodistas de la sección Estilo, pero no tanto a aquellos de quienes escriben.
* Columna originalmente publicada en el blog de la autora y cedido a bifurcaciones por la misma: http://educationandclass.com/2014/06/18/what-is-it-that-i-want/
** Fotos de Benjamin Benschneider y The Seattle Times. Traducido del inglés por Ricardo Greene.
[1] Richard Louv es el autor de «Last Child in the Woods” y un fiero defensor de políticas para re-conectar a los niños con la naturaleza. Su hipótesis es que el «déficit de naturaleza» se vincula directamente a la obesidad, depresión y desórdenes de atención.