Grandes murallas del hastío horadadas y subvertidas en su aparente no-significado por una fuga de colores inesperada, súbita, desafiando las características de la geografía y el orden las cosas; desafiando con su pulso invisible y marginal los códigos estéticos del poder. Expresión máxima de la trashumancia psicológica a través de la obra, de la figura y la forma, en donde el bastidor es demasiado íntimo, demasiado impersonal. Y es que probablemente allí reside una de los tantos códigos a descifrar de este pequeño arte de las calles, hijo de la velocidad de los tiempos; hijo, por lo tanto, de esta modernidad bizarra que nos escribe.
Largas cenefas que cuelgan de las paredes y puentes; modalidades del anonimato cuyo sigiloso y pesado avanzar es probablemente una forma de conjurar la soledad de la urbe: una proliferación de ampolletas para hacer más reconocible el camino a casa. Pienso en un Hansel y Gretel hipermodernos llenando de tags y graffitis las paredes: los pájaros de metal son más lentos en su trabajo de borrar las marcas que desafían la propiedad privada; he ahí otro secreto código de esta lengua, perfecta estrategia para desafiar el paso del tiempo y la fugacidad de las cosas: ir haciendo cicatrices, “marcas del indio”, como perfectos rituales de esta barbarie que salta del cuaderno al espacio público para reclamarle unos segundos de su tiempo, que es, en el fondo, el tiempo de la vida misma. Palabras, dibujos, consignas que demarcan y signan los mapas personales desde esa lógica de no tener rastro definido.
La escritura de la pared no soporta análisis psicológicos-deterministas que escudriñen en posibles razones familiares-de-apego-desordenado de la pulsión grafitera: porque siempre es necesario el triunfo de la noche sobre el día, su constatación incesante mediante heridas que el tiempo va dejando: probablemente cada una de estas arañas de rincón mutantes reventadas con especial minucia sobre el hormigón y el derrumbado adobe son constancia del pasar de otro tiempo, más íntimo, pero no por eso menos colectivo: el peso del aburrimiento que va desgastando el celuloide de la aburrida película de una ciudad cuya sangre corre sin ningún altercado. Trombos y aneurismas brotando por doquier son necesarios, porque la muerte reafirma la vida y es, en el fondo, con el perdón de los filósofos, otra forma de la vida misma.
Entonces, imagino a Sartre escribiendo en el Barrio Latino de París “¿Por qué el Ser y no la Nada?” o a un Camus resucitado en el siglo XXI reescribiendo “El Extranjero” con un Mersault de los suburbios que sortea el absurdo pintando paredes en Argelia. O a Bolaño escribiendo en alguna pared mexicana “Ahora más que nunca: déjenlo todo. Láncense a los caminos”. Y sin embargo, en este telúrico terruño, que mira a lontananza la imponencia del Descabezado Grande silente como macho cabrío soberano de los cielos, jamás superado, también se aparecen con una enternecedora frecuencia estas voces transmutadas en forma. Y cada micro que se toma permite bucear en el mar de estas infra racionalidades que, cual crisol, van pensando una arquitectura de lo simbólico que los identifique; que nos hablan también del sentir generalizado respecto al espíritu de los tiempos que se nos mete por los poros. Allí en su estética y en los mensajes explícitos que a veces conforman la totalidad de la obra, dialogamos con las posibilidades que esta geografía ofrece y cómo, en una suerte de tácito diagnóstico de lo contemporáneo, se conectan con otras latitudes que vienen y hacen acto de presencia, dando nuevamente luces de lo tribal que puede tener en parte esta práctica: recuperaciones y reafirmaciones constantes de las ficciones necesarias para definir el territorio.
* Jonnathan Opazo es estudiante de sociología de la Universidad Católica del Maule.