Resumen
"Space, Knowledge and Power”, entrevista realizada en 1982 por Paul Rabinow y publicada en Rabinow, P. "The Foucault Reader". Nueva York, 1984. Aquí se publica de acuerdo a la versión francesa, traducida por Pablo Blitstein y Tadeo Lima. Los derechos de reproducción fueron concedidos por la revista Punto de Vista, Buenos Aires, donde fue publicado en el número 74 del año 2002, pp. 30-36.
Paul Rabinow: En una entrevista que le ha concedido a los geógrafos para Hérodote, usted ha dicho que la arquitectura se hace política a fines del siglo XVIII. Política ya había sido, a no dudarlo, antes de eso, por ejemplo bajo el Imperio Romano. ¿Qué es lo que hace particular al siglo 18?
Michel Foucault: Mi formulación era torpe. No quise decir, entiéndase bien, que la arquitectura no era política antes del siglo 18 y que no había llegado a serlo sino a partir de esa época. Sólo quise decir que, a partir del siglo 18, se ve desarrollarse una reflexión sobre la arquitectura en tanto que función de los objetivos y de las técnicas de gobierno de las sociedades. Se ve aparecer una forma de literatura política que se interroga sobre lo que debe ser el orden de una sociedad, lo que debe ser una ciudad, dadas las exigencias del mantenimiento del orden; y dado también que hay que evitar las epidemias, evitar las revueltas, promover una vida familiar conveniente y conforme a la moral. En función de estos objetivos, ¿cómo se debe concebir a la vez la organización de una ciudad y la construcción de una infraestructura colectiva? ¿Y cómo se deben construir las casas? No pretendo decir que este tipo de reflexión no aparece sino en el siglo 18; digo solamente que es en el siglo 18 que gana lugar una reflexión profunda y general sobre estas cuestiones. Si se consulta un informe policial de la época -los tratados que están consagrados a las técnicas de gobierno-, se constata que la arquitectura y el urbanismo ocupan un lugar muy importante. Eso es lo que quise decir.
Rabinow: Entre los antiguos, en Roma o en Grecia, ¿cuál era la diferencia?
Foucault: En lo que concierne a Roma, se ve que el problema gira alrededor de Vitruvio. A partir del siglo 16, Vitruvio se vuelve objeto de una reinterpretación, pero se encuentra en el siglo 16 -y seguramente también en la Edad Media- un gran número de consideraciones que se emparentan con las de Vitruvio; y que, por lo tanto, se las considera al menos como «reflexiones sobre». Los tratados consagrados a la política, al arte de gobernar, a lo que es un buen gobierno no constaban, en general, de capítulos o de análisis sobre la organización de las ciudades o sobre la arquitectura. La República de Jean Bodin no contiene comentarios detallados sobre el rol de la arquitectura; por el contrario, se encuentra una cantidad de estos comentarios en los tratados de policía del siglo 18.
Rabinow: ¿Usted quiere decir que existían técnicas y prácticas, pero no discursos?
Foucault: No dije que los discursos sobre la arquitectura no existían antes del siglo 18. Ni que los debates sobre la arquitectura antes del siglo 18 estaban despojados de dimensión o de significación política. Lo que quiero subrayar es que a partir del siglo 18 todo tratado que considere la política como el arte de gobernar a los hombres tiene uno o varios capítulos sobre el urbanismo, los abastecimientos colectivos, la higiene y la arquitectura privada. Estos capítulos no se los encuentra en las obras consagradas al arte de gobernar que produce el siglo 16. Este cambio no está tal vez en las reflexiones de los arquitectos sobre la arquitectura, pero es muy perceptible en las reflexiones de los hombres políticos.
Rabinow: ¿Eso no se correspondía entonces necesariamente con un cambio en la teoría de la arquitectura misma?
Foucault: No. No se trataba obligatoriamente de un cambio en el espíritu de los arquitectos, o en sus técnicas -aunque esto necesite todavía ser probado-, sino de un cambio en el espíritu de los hombres políticos, en la elección y en la forma de atención que dirigen a objetos que comienzan a concernirles. A lo largo de los siglos 17 y 18 la arquitectura deviene uno de estos objetos.
Rabinow: ¿Podría usted decirme por qué?
Foucault: Pienso que está ligado a un cierto número de fenómenos -por ejemplo el problema de la ciudad y la idea, claramente formulada al comienzo del siglo 17, de que el gobierno de un gran Estado, como Francia, debe, en último lugar, pensar su territorio según el modelo de la ciudad. La ciudad deja de percibirse como un lugar privilegiado, como una excepción en un territorio constituido de campos, de bosques y de rutas. De ahora en más, las ciudades ya no son islas que escapan al derecho común. De ahora en adelante, las ciudades, junto con los problemas que suscitan y las configuraciones particulares que adoptan, sirven de modelos a una racionalidad gubernamental que se aplicará al territorio en su conjunto.
Hay toda una serie de utopías o de proyectos de gobierno del territorio que toman forma a partir de la idea de que el Estado se asemeja a una gran ciudad; la capital es su plaza mayor, y las rutas sus calles. Un Estado estará bien organizado a partir del momento en que un sistema de policía tan estricto y eficaz como aquel que se aplica a las ciudades se extienda a todo el territorio. Al principio la noción de policía designaba únicamente un conjunto de reglamentaciones destinadas a asegurar la tranquilidad de una ciudad, pero en este momento la policía se vuelve el tipo mismo de racionalidad para el gobierno de todo el territorio. El modelo de la ciudad pasa a ser la matriz desde la cual se producen las reglamentaciones que se aplican al Estado en su conjunto.
La noción de policía, incluso en Francia hoy, es a menudo mal comprendida. Cuando se le habla a un francés de la policía, esto no evoca para él más que gente de uniforme o los servicios secretos. En los siglos 17 y 18, la «policía» designaba un programa de racionalidad gubernamental. Se lo puede definir como el proyecto de crear un sistema de reglamentación de la conducta general de los individuos en el que todo sería controlado, hasta el punto en que las cosas se sostendrían por sí mismas sin que una intervención fuera necesaria. Es la manera tan típicamente francesa de concebir el ejercicio de la «policía». Los ingleses, por su parte, no elaboraron ningún sistema comparable, y esto por un cierto número de razones: a causa, de un lado, de la tradición parlamentaria y, del otro, de una tradición de autonomía local, comunal -por no mencionar el sistema religioso.
Podemos situar a Napoleón casi exactamente en el punto de ruptura entre la vieja organización del Estado de policía en el siglo 18 (entendido naturalmente en el sentido que evocamos acá, y no en el sentido de Estado policíaco tal como lo conocemos hoy) y las formas del Estado moderno, de las que fue el inventor. En todo caso, parece que en el curso de los siglos 18 y 19 se hubiera abierto camino -con bastante rapidez en lo que concierne al comercio y más lentamente en todos los demás dominios – la idea de una policía que lograría penetrar, estimular, reglamentar y tornar casi automáticos todos los mecanismos de la sociedad.
Es una idea que, desde entonces, se ha abandonado. Se ha invertido la cuestión, se ha dado vuelta. Uno ya no se pregunta cuál es la forma de racionalidad gubernamental que llegará a penetrar el cuerpo político hasta sus elementos más fundamentales. Sino más bien: ¿cómo es posible el gobierno? Es decir: ¿qué principio de limitación se debe aplicar a las acciones gubernamentales para que las cosas adopten el giro más favorable, para que se adapten a la racionalidad del gobierno y no necesiten intervención?
Es en este punto que interviene la cuestión del liberalismo. Me parece que se había vuelto evidente en ese momento que gobernar mucho era no gobernar en absoluto -era inducir resultados contrarios a los esperados. Lo que se descubre en esta época -y se trata de uno de los grandes descubrimientos del pensamiento político de fines del siglo 18- es la idea de sociedad. A saber, la idea de que el gobierno debe no sólo administrar un territorio, un dominio y ocuparse de sus sujetos, sino también tratar con una realidad compleja e independiente, que posee sus propias leyes y mecanismos de reacción, sus reglamentaciones así como sus posibilidades de desorden. Esta realidad nueva es la sociedad. Desde el momento en el que se debe manipular una sociedad ya no se la puede considerar como completamente penetrable por la policía. Se vuelve necesario reflexionar sobre ella, sobre sus características propias, sus constantes y sus variables.
Rabinow: Se opera entonces un cambio en la importancia del espacio. En el siglo 18 hay un territorio, y el problema que se presenta es el de gobernar a los habitantes de ese territorio: se puede citar el ejemplo de La Métropolitée (1682), de Alexandre Le Maître -tratado utópico sobre la manera de construir una capital-, o bien se puede entender la ciudad como una metáfora, o un símbolo, del territorio y de la forma de administrarlo. Todo esto es del orden del espacio, mientras que después de Napoleón la sociedad no está necesariamente tan espacializada…
Foucault: Exacto. De un lado, ya no está tan espacializada, y del otro, sin embargo, se ve aparecer un cierto número de problemas que son propios del orden del espacio. El espacio urbano posee sus propios peligros: la enfermedad -la epidemia de cólera, por ejemplo, que azotó a Europa a partir de 1830 y hasta alrededor de 1880-; también la revolución, bajo la forma de revueltas urbanas que en la misma época agitan toda Europa. Estos problemas de espacio, que tal vez no eran nuevos, adquieren desde este momento una nueva importancia.
Segundo, los ferrocarriles definieron un nuevo aspecto de las relaciones entre espacio y poder. Se supuso que establecerían una red de comunicaciones que ya no se correspondería con la red tradicional de las rutas, pero debían también tener en cuenta la naturaleza de la sociedad y de su historia. Lo que es más, están todos los fenómenos sociales que engendran los ferrocarriles; se trata de las resistencias que producen, de las transformaciones en la población o de los cambios en la actitud de la gente. Europa ha sido sensible inmediatamente a los cambios de actitud que lo ferrocarriles acarrean. ¿Qué podría haber pasado, por ejemplo, si se hubiera vuelto posible casarse entre Bordeaux y Nantes? Algo que antes era impensable. ¿Qué hubiera pasado si los habitantes de Francia y Alemania hubieran podido encontrarse y aprender a conocerse? La guerra, ¿hubiera sido posible aún de haber habido ferrocarriles? En Francia una teoría tomó forma, según la cual los ferrocarriles iban a favorecer la familiaridad entre los pueblos, y las nuevas formas de universalidad humana así producidas volverían la guerra imposible. Pero lo que la gente no había previsto -aunque el comando militar alemán, mucho más avisado, haya tenido conciencia plena de esto-, es que, por el contrario, la invención del ferrocarril hacía la guerra mucho más fácil. La tercera innovación, que vino más tarde, fue la electricidad.
Había entonces problemas en las relaciones entre el ejercicio del poder político y el espacio del territorio, o el espacio de las ciudades -relaciones enteramente nuevas.
Rabinow: Era entonces menos que antes una cuestión de arquitectura. Lo que usted describe son de alguna manera técnicas del espacio…
Foucault: De hecho, a partir del siglo 19, los grandes problemas de espacio son de una naturaleza diferente. Lo que no quiere decir que se olviden los problemas de orden arquitectónico. En lo que concierne a los primeros problemas a los que hice referencia -la enfermedad y los problemas políticos-, la arquitectura tiene un rol muy importante. Las reflexiones sobre el urbanismo y sobre la concepción de la vivienda obrera, todas estas cuestiones son parte de la reflexión sobre la arquitectura.
Rabinow: Pero la arquitectura misma, la École de Beaux Arts, trata problemas de espacio por completo diferentes.
Foucault: Es verdad. Con el nacimiento de estas nuevas técnicas y de estos nuevos problemas económicos, se ve aparecer una concepción del espacio que ya no se modela sobre la urbanización del territorio, tal como la considera el Estado de policía, sino que va mucho más allá de los límites del urbanismo y de la arquitectura.
Rabinow: Y entonces, la École des Ponts et Chaussés (Escuela de Puentes y Caminos)…
Foucault: Sí, la École des Ponts et Chaussés y el rol capital que ha tenido en la racionalidad política de Francia forman parte de esto. Los que pensaban el espacio no eran los arquitectos, sino los ingenieros, los constructores de puentes, de rutas, de viaductos, de ferrocarriles, así como los «politécnicos» que controlaban prácticamente los ferrocarriles franceses.
Rabinow: Esta situación ¿es todavía la misma hoy en día, o bien se asiste a una transformación de las relaciones entre los técnicos del espacio?
Foucault: Podemos constatar por supuesto algunos cambios, pero pienso que hoy en día los principales técnicos del espacio son todavía los que están a cargo del desarrollo del territorio, la gente de los Ponts et Chaussés…
Rabinow: ¿Entonces los arquitectos ya no son necesariamente los amos del espacio que eran en otro tiempo, o que ellos creían ser?
Foucault: No. Los arquitectos no son ni los técnicos ni los ingenieros de tres grandes variables: territorio, comunicación y velocidad. Esas son las cosas que escapan a su dominio.
Rabinow: Algunos proyectos arquitectónicos, pasados o presentes, ¿le parece que representan fuerzas de liberación o de resistencia?
Foucault: No que creo que sea posible decir que una cosa es del orden de la «liberación» y otra del orden de la «opresión». Hay un cierto número de cosas que se pueden decir con seguridad sobre un campo de concentración, en el sentido de que no es un instrumento de liberación, pero hay que tener en cuenta el hecho -en general ignorado- de que, si se exceptúa la tortura y la ejecución, que hacen toda resistencia imposible, cualquiera sea el terror que pueda inspirar un sistema dado, existen siempre posibilidades de resistencia, de desobediencia y de constitución de grupos de oposición.
No creo, por el contrario, en la existencia de algo que sería funcionalmente -por su verdadera naturaleza-, radicalmente liberador. La libertad es una práctica. Puede existir siempre, entonces, de hecho, un cierto número de proyectos que apuntan a modificar ciertas presiones, a volverlas más flexibles, o incluso a quebrarlas, pero ninguno de estos proyectos puede, simplemente por su naturaleza, garantizar que la gente sea automáticamente libre; la libertad de los hombres nunca está asegurada por las instituciones y las leyes que tienen por función garantizarlas. Es la razón por la que se puede, de hecho, eludir la mayor parte de estas leyes y de estas instituciones. No porque son ambiguas, sino porque la «libertad» es lo que se debe ejercer.
Rabinow: ¿Hay ejemplos urbanos para esto? ¿O ejemplos que muestren el éxito de los arquitectos?
Foucault: Bueno, hasta un cierto punto está Le Corbusier, que se lo describe hoy día -con una cierta crueldad que encuentro perfectamente inútil- como una especie de cripto-staliniano. Le Corbusier, estoy seguro, estaba lleno de buenas intenciones, y lo que hizo estaba de hecho destinado a producir efectos liberadores. Es posible que los medios que él proponía hayan sido, a fin de cuentas, menos liberadores de lo que pensaba, pero, una vez más, pienso que nunca corresponde a la estructura de las cosas garantizar el ejercicio de la libertad. La garantía de la libertad es la libertad.
Rabinow: Usted no considera entonces a Le Corbusier como un ejemplo de éxito. Usted dice solamente que su intención era liberadora. ¿Puede darnos un ejemplo de éxito?
Foucault: No. Eso no puede tener éxito. Si se encontrara un lugar -y tal vez exista- donde la libertad se ejerza efectivamente, se descubriría que no es gracias a la naturaleza de los objetos, sino, una vez más, gracias a la práctica de la libertad. Lo que no quiere decir que después de todo se pueda dejar a la gente en pocilgas, pensando que no tendrán más que ejercer sus derechos.
Rabinow: ¿Es decir que la arquitectura no puede, por sí misma, resolver los problemas sociales?
Foucault: Pienso que la arquitectura puede producir, y produce, efectos positivos cuando las intenciones liberadoras del arquitecto coinciden con la práctica real de la gente en el ejercicio de su libertad
Rabinow: Pero la misma arquitectura, ¿puede servir para objetivos diferentes?
Foucault: Absolutamente. Permítame tomar otro ejemplo: el familisterio de Jean-Baptiste Godin en Guise (1859). La arquitectura de Godin estaba dirigida explícitamente hacia la libertad. Tenemos ahí algo que manifestaba la capacidad de trabajadores ordinarios de participar en el ejercicio de su profesión. Era a la vez un signo y un instrumento bastante importante de autonomía para un grupo de trabajadores. Y, sin embargo, nadie podía entrar en el familisterio, ni salir, sin ser visto por todos los otros -tenemos acá un aspecto de la arquitectura que podría ser absolutamente opresivo. Pero podría haber sido ser opresivo sólo si la gente hubiera estado dispuesta a utilizar su presencia para vigilar la de los otros. Imaginemos que se instalara allí una comunidad que se entregase a prácticas sexuales ilimitadas: se transformaría entonces en un lugar de libertad. Pienso que es un poco arbitrario intentar disociar la práctica efectiva de la libertad, la práctica de relaciones sociales y las distribuciones espaciales. Desde el instante en que se separan las cosas, se vuelven incomprensibles. Cada una se entiende solamente a través de la otra.
Rabinow: No falta gente sin embargo, que ha querido inventar proyectos utópicos con el fin de liberar, o de oprimir, a los hombres.
Foucault: Los hombres han soñado con máquinas liberadoras, pero no hay, por definición, máquinas de libertad. Lo que no quiere decir que el ejercicio de la libertad sea totalmente insensible a la distribución del espacio, pero eso no puede funcionar sino donde hay una cierta convergencia; cuando hay divergencia o distorsión, el efecto producido es inmediatamente contrario al efecto buscado. Con sus propiedades panópticas, bien habría podido haberse utilizado Guise como prisión. Nada hubiera sido más fácil. Es evidente que el familisterio habría podido servir muy bien de instrumento de disciplina y de grupo de presión bastante intolerable.
Rabinow: De nuevo, entonces, no es la intención del arquitecto el factor determinante más fundamental.
Foucault: Nada es fundamental. Esto es lo interesante en el análisis de la sociedad. Es la razón por la cual nada me irrita más que esas cuestiones -por definición, metafísicas- sobre los fundamentos del poder en una sociedad, o sobre la auto-institución de la sociedad. No existen fenómenos fundamentales. No hay más que relaciones recíprocas, y perpetuos desfasajes entre ellas.
Rabinow: Usted ha hecho de los médicos, de los guardacárceles, de los curas, de los jueces y de los psiquiatras las figuras clave de las configuraciones políticas que implicaban la dominación. ¿Agregaría usted a los arquitectos a esta lista?
Foucault: Usted sabe… yo no buscaba verdaderamente describir figuras de dominación cuando hablé de médicos y otros personajes del mismo tipo, sino describir sobre todo a la gente a través de la que pasaba el poder, o que son importantes en el campo de la relaciones de poder. El paciente de un hospital psiquiátrico está ubicado en el interior de un campo de relaciones de poder bastante complejas, que Erwin Goffman ha analizado muy bien. El sacerdote de una iglesia cristiana o católica (en las iglesias protestantes, las cosas son un poco diferentes) es un eslabón importante en un conjunto de relaciones de poder. El arquitecto no es un individuo de esta índole.
Después de todo, el arquitecto no tiene poder sobre mí. Si quiero demoler o transformar la casa que él ha construido para mí, instalar nuevos tabiques o agregar una chimenea, el arquitecto no tiene ningún control. Hace falta entonces ubicar al arquitecto en otra categoría -lo que no quiere decir que no tiene nada que ver con la organización, la efectivización del poder, y todas las técnicas a través de las cuales se ejerce el poder en una sociedad. Yo diría que hace falta tenerlo en cuenta tanto a él -a su mentalidad, a su actitud- como a sus proyectos, si se quiere comprender un cierto número de técnicas de poder que se ponen en obra en la arquitectura, pero no es comparable a un médico, a un sacerdote, a un psiquiatra o a un guardián de prisión.
Rabinow: Recientemente ha surgido un gran interés, en los ámbitos de la arquitectura, por el «postmodernismo». Asimismo, también ha sido un gran problema en filosofía -pienso, principalmente, en Jean Francois Lyotard y en Jürgen Habermas. Evidentemente, la evidencia histórica y el lenguaje cumplen un rol importante en la episteme moderna. ¿Cómo considera usted el postmodernismo, tanto desde el punto de vista de la arquitectura como en lo que concierne a las cuestiones históricas y filosóficas que suscita?
Foucault: Pienso que hay una tendencia bastante general y fácil, contra la que habría que luchar, de hacer de lo que se acaba de producir el enemigo número uno, como si fuera siempre la principal forma de opresión de la que debemos liberarnos. Esta actitud simplista acarrea varias consecuencias peligrosas: en principio, una inclinación a recuperar formas baratas, arcaicas o poco imaginarias de felicidad, de las que la gente, de hecho, no se alegrará en absoluto. Por ejemplo, en el dominio que me interesa, es muy divertido ver cómo la sexualidad contemporánea está descripta como algo absolutamente espantoso. ¡Piense que no es posible hacer el amor hoy en día sino con la televisión ya apagada! ¡Y en las camas producidas en serie! «No es como en la época maravillosa en que…» ¿Qué decir, entonces, de esta época fantástica en que la gente trabajaba dieciocho horas por día y en que eran seis para compartir una cama, a condición, por supuesto, de tener la oportunidad de tener una? Hay, en este odio del presente o del pasado inmediato, una tendencia peligrosa a invocar un pasado completamente mítico. Después está el problema suscitado por Habermas: si se abandona la obra de Kant o de Weber, por ejemplo, se corre el riesgo de caer en la irracionalidad.
Estoy del todo de acuerdo con eso, pero, al mismo tiempo, el problema con el cual estamos enfrentados hoy en día es bastante diferente. Pienso que, desde el siglo 18, el gran problema de la filosofía y del pensamiento crítico siempre ha sido -todavía lo es y espero que siga siéndolo- de responder a esta pregunta: ¿cuál es esta razón que utilizamos? ¿Cuáles son sus efectos históricos? ¿Cuáles son sus límites y cuáles son sus peligros? ¿Cómo podemos existir en tanto seres racionales, felizmente consagrados a practicar una racionalidad que está infelizmente atravesada por peligros intrínsecos? Debemos mantenernos lo más cerca posible de esta pregunta, teniendo presente en el espíritu que es a la vez central y extremadamente difícil de resolver. Además, si es extremadamente difícil decir que la razón es el enemigo que debemos eliminar, también es peligroso afirmar que toda puesta en cuestionamiento crítico de esta racionalidad corre el riesgo de hacernos caer en la irracionalidad. No hay que olvidar -y no digo esto con el fin de criticar la racionalidad, sino con el fin de mostrar hasta qué punto las cosas son ambiguas- que el racismo fue formulado sobre la base de la racionalidad resplandeciente del darwinismo social, que se convirtió así en uno de los ingredientes más perdurables y más persitentes del nazismo. Era una irracionalidad, por supuesto, pero una irracionalidad que, al mismo tiempo, constituía una cierta forma de racionalidad…
Tal es la situación en la que nos encontramos y que debemos combatir. Si los intelectuales en general tienen una función, si el pensamiento crítico mismo tiene una función y, más precisamente todavía, si la filosofía tiene una función en el interior del pensamiento crítico, es precisamente la de aceptar esta especie de espiral, esta especie de puerta giratoria de la racionalidad que nos devuelve a su necesidad, a lo que tiene de indispensable, y al mismo tiempo a los peligros que contiene.
Rabinow: Dicho todo esto, sería exacto precisar que usted le teme menos al historicismo y al juego de referencias históricas de lo que les teme alguien como Habermas; y también que, en el dominio de la arquitectura, los defensores del modernismo han planteado este problema casi en términos de crisis de la civilización, afirmando que si nosotros abandonábamos la arquitectura moderna para hacer un retorno frívolo a la decoración y a los motivos historicistas, abandonaríamos, de alguna manera, la civilización. Ciertos defensores del postmodernismo, por su parte, han pretendido que las referencias históricas estaban, en sí mismas, dotadas de significación e iban a protegernos de un mundo sobrerracionalizado.
Foucault: Esto tal vez no va a responder a su problema, pero diría esto: hay que tener una desconfianza absoluta y total con respecto a lo que se presenta como un retorno. Una de las razones de esta desconfianza es lógica: nunca hay, de hecho, un retorno. La historia y el interés meticuloso que se consagra a la historia son sin duda una de las mejores defensas contra este tema del retorno. Por mi parte, he tratado la historia de la locura o el estudio de la prisión como lo hice porque sabía muy bien -y es, de hecho, lo que ha exasperado a una gran cantidad de gente- que llevaba un análisis histórico que hacía posible una crítica del presente, pero que no permitía decir: «Volvamos a esta maravillosa época del siglo 18, cuando los locos…», o bien: «Volvamos al tiempo en que la prisión no era uno de los principales instrumentos…». No. Pienso que la historia nos preserva de esta especie de ideología del retorno.
Rabinow: Así entonces, la simple oposición entre razón e historia es bastante ridícula… Tomar partido por una o por otra…
Foucault: Sí. De hecho, el problema de Habermas es, después de todo, un modo trascendental de pensamiento que se opone a toda forma de historicismo. Yo soy, en realidad, mucho más historicista y nietzscheano. No pienso que exista un uso adecuado de la historia, o un uso adecuado del análisis intrahistórico -que es, por otra parte, bastante perspicaz-, que pueda precisamente funcionar contra esta ideología del retorno. Un buen estudio de la arquitectura campesina en Europa, por ejemplo, mostraría hasta qué punto es absurdo querer volver a las pequeñas casas individuales con sus techos de paja. La historia nos protege del historicismo -de un historicismo que invoca el pasado para resolver problemas del presente.
Rabinow: Nos recuerda también que siempre hay una historia; que los modernistas que querían suprimir toda referencia al pasado cometían un error.
Foucault: Por supuesto.
Rabinow: Sus dos últimos libros tratan de la sexualidad entre los griegos y los primeros cristianos. Los problemas que usted aborda, ¿tienen una dimensión arquitectónica particular?
Foucault: En absoluto. Pero lo que es interesante es que, en la Roma imperial existían, de hecho, burdeles, barrios de placer, zonas criminales, etcétera, así como una especie de lugar de placer casi público: los baños, las termas. Las termas eran un lugar de placer y de encuentro muy importante que ha desaparecido progresivamente en Europa. En la Edad Media, las termas eran todavía un lugar de encuentro entre los hombres y las mujeres, así como un lugar de encuentro de los hombres entre ellos y de las mujeres entre ellas -aunque, de esto, se habla raramente. Esto de lo que se ha hablado, y que se ha condenado pero también experimentado, eran los encuentros entre hombres y mujeres, que han desaparecido en el curso de los siglos 16 y 17.
Rabinow: Pero existen todavía en el mundo árabe.
Foucault: Sí, pero en Francia es una práctica que en gran parte ha cesado. Existía todavía en el siglo 19 como lo testimonia Les Enfants du paradis, cuyas referencias históricas son exactas. Uno de los personajes, Lacenaire, es -nadie lo dice nunca- un libertino y un proxeneta que utiliza muchachos jóvenes para atraer hombres mayores y después hacerlos cantar; hay una escena que hace referencia a eso. Hacía falta toda la inocencia y la antihomosexualidad de los surrealistas para que este hecho fuera silenciado. Los baños siguieron entonces existiendo como un lugar de encuentros sexuales. Eran una especie de catedral de placer en el corazón de la ciudad, donde se podía volver tantas veces como se quisiera, donde se paseaba, donde uno hacía su elección, se encontraba, escogía lo que deseaba, comía, bebía, discutía…
Rabinow: El sexo no estaba entonces separado de los otros placeres. Estaba inscripto en el corazón de las ciudades. Era público, servía para un fin…
Foucault: Exactamente. La sexualidad era, evidentemente, un placer social para los griegos y para los romanos. Lo que es interesante sobre la homosexualidad masculina de hoy en día -y parecería que fuera también el caso de la homosexualidad femenina, desde hace un cierto tiempo- es que las relaciones sexuales se traducen inmediatamente en relaciones sociales, y que las relaciones sociales son comprendidas como relaciones sexuales. Para los griegos y los romanos, de una manera diferente, las relaciones sexuales se inscribían en el interior de las relaciones sociales, en el sentido más amplio. Las termas eran un lugar de sociabilidad que incluía las relaciones sexuales.
Se puede comparar directamente las termas y el burdel. El burdel es de hecho un lugar, y una arquitectura, de placer. Se desarrolla allí una forma muy interesante de sociabilidad que Alain Corbin ha estudiado en Les Filles de noce. Los hombres de la ciudad se encontraban en el burdel; estaban ligados los unos a los otros por el hecho de que las mismas mujeres habían pasado entre sus manos y que las mismas enfermedades y las mismas infecciones los habían afectado. Había una sociabilidad del burdel, pero la sociabilidad de los baños, tal como existía entre los antiguos -y de la que podría existir tal vez una nueva versión hoy en día – era enteramente diferente de la sociabilidad del burdel.
Rabinow: Sabemos hoy en día muchas cosas sobre la arquitectura disciplinaria. ¿Qué podemos decir sobre la arquitectura concebida para la confesión -una arquitectura que estaría asociada a una tecnología de la confesión?
Foucault: ¿Usted quiere decir la arquitectura? Creo que ha sido estudiado. Está todo el problema del carácter xenófobo del monasterio. Es un lugar donde se encuentran reglamentos muy precisos que conciernen a la vida en común; que conciernen al sueño, la alimentación, la oración, el lugar de cada individuo en la institución, las celdas. Todo eso fue programado enseguida.
Rabinow: En una tecnología de poder, de confesión, por oposición a una tecnología disciplinaria, el espacio parece cumplir también un rol capital.
Foucault: Sí. El espacio es fundamental en toda forma de vida comunitaria; el espacio es fundamental en todo ejercicio del poder. Sea dicho entre paréntesis, me acuerdo de haber sido invitado por un grupo de arquitectos, en 1966, para hacer un estudio del espacio; se trataba de lo que he llamado, en la época, las «heterotopías», esos espacios singulares que se encuentran en ciertos espacios sociales cuyas funciones son diferentes de las otras, incluso francamente opuestas. Los arquitectos trabajaban sobre este proyecto y, al final del estudio, alguien tomó la palabra -una psicología sartreana- que me bombardeó con que el espacio era reaccionario y capitalista, pero que la historia y el devenir eran revolucionarios. En la época, este discurso absurdo no era en absoluto inusual. Hoy en día, cualquiera se torcería de risa al escuchar eso, pero en la época, no.
Rabinow: Los arquitectos, en particular, si eligen analizar un edificio institucional -un hospital o una escuela, por ejemplo- desde el punto de vista de su función disciplinaria, tienen la tendencia a interesarse ante todo en sus paredes. Después de todo, éstas son las paredes que ellos conciben. En lo que respecta a usted, es el espacio, antes que la arquitectura, lo que le interesa, en la medida en que los muros mismos no son sino un aspecto de la institución. ¿Cómo definiría la diferencia entre estos dos enfoques, entre el edificio mismo y el espacio?
Foucault: Pienso que hay una diferencia en el método y en el enfoque. Es verdad que, para mí, la arquitectura, en los vagos análisis que he podido hacer, constituye solamente un elemento de sustento, que asegura una cierta distribución de la gente en el espacio, una canalización de su circulación, así como la codificación de las relaciones que se mantienen entre ellas. La arquitectura no constituye entonces sólo un elemento del espacio: está pensada precisamente como inscripta en un campo de relaciones sociales, en el seno del cual introduce un cierto número de efectos específicos.
Rabinow: Sé, por ejemplo, que hay un historiador que hace un estudio interesante de la arqueología medieval, que aborda la cuestión de la arquitectura, de la construcción de las casas en la Edad Media, a partir del problema de la chimenea. Creo que está en camino de mostrar que a partir de un cierto momento se hizo posible construir una chimenea en el interior de una casa -una chimenea con un hogar, y no una simple pieza a cielo abierto o una chimenea exterior; y que, en ese momento, cambiaron muchísimas cosas y ciertas relaciones entre los individuos se hicieron posibles. Todo eso me parece muy interesante, pero la conclusión que él ha sacado, y que ha presentado en un artículo, es que la historia de las ideas y del pensamiento es inútil.
Foucault: Lo que es interesante, de hecho, es que las dos cosas son rigurosamente inseparables. ¿Por qué la gente se las ha ingeniado para encontrar la manera de construir una chimenea en el interior de una casa? ¿O por qué ha puesto sus técnicas al servicio de este fin? La historia de las técnicas muestra que hacen falta años, y a veces incluso siglos, para hacerlas efectivas. Es evidente, y de una importancia capital, que esta técnica ha influido en la formación de nuevas relaciones humanas, pero es imposible pensar que se habría desarrollado y conformado en esta dirección si no hubiera habido, en el juego y la estrategia de las relaciones humanas, algo que fuera en este sentido. Eso es lo importante, y no la primacía de esto sobre aquello, que nunca quiere decir nada.
Rabinow: En Las Palabras y las Cosas, usted ha utilizado ciertas metáforas espaciales muy impresionantes para describir las estructuras del pensamiento. ¿Por qué piensa que las imágenes espaciales son aptas para evocar estas referencias? ¿Qué relación hay entre estas metáforas espaciales que describen las disciplinas y ciertas descripciones más concretas de espacios institucionales?
Foucault: Es muy posible que, interesándome en el problema del espacio, haya utilizado un cierto número de metáforas espaciales en Las Palabras y las Cosas, pero, en general, mi objetivo era estudiarlas en tanto objetos. Lo que es impresionante en las mutaciones y transformaciones epistemológicas que se han operado en el siglo 17, es ver cómo la espacialización del saber ha constituido uno de los factores de la elaboración de este saber en ciencia. Si la historia natural y las clasificaciones de Linneo han sido posibles, es por un cierto número de razones: de un lado, ha habido literalmente una espacialización del objeto mismo de los análisis, cuya regla ha sido estudiar y clasificar las plantas únicamente sobre la base de lo que era visible. No se había recurrido al microscopio. Todos los elementos tradicionales del saber, como, por ejemplo, las funciones médicas de las plantas, fueron abandonadas. El objeto fue espacializado. Más tarde, el objeto fue espacializado en la medida en que los principios de clasificación debían ser encontrados en la estructura misma de las plantas: el número de sus elementos, su disposición, su talla, y algunos otros elementos, como la altura de la planta. Después se ha hecho la espacialización por medio de las ilustraciones contenidas en los libros, que no fue posible sino gracias a ciertas técnicas de impresión. Más tarde aún, la espacialización de la reproducción de las plantas mismas, que se ha empezado a representar en los libros. Éstas son técnicas de espacio, y no metáforas.
Rabinow: El plan de construcción de un edificio -el plano preciso a partir del cual se harán las paredes y ventanas-, ¿constituye una forma de discurso idéntico, por ejemplo, a una pirámide jerarquizada que describe, de manera bastante precisa, relaciones entre los individuos, no solamente en el espacio, sino también en la vida social?
Foucault: Pienso que existen algunos ejemplos simples, y bastante excepcionales, en los que las técnicas arquitectónicas reproducen, con mayor o menor insistencia, las jerarquías sociales. Está el modelo del campo militar, donde la jerarquía militar se lee en el terreno mismo por el lugar que ocupan las carpas y los edificios reservados a cada uno de los rangos. El campo militar reproduce precisamente, a través de la arquitectura, una pirámide de poder; pero es un ejemplo excepcional, como todo lo que es militar, privilegiado en la sociedad y de una extrema simplicidad.
Rabinow: Pero el plano mismo no describe siempre relaciones de poder.
Foucault: No. Felizmente para la imaginación humana, las cosas son un poco más complicadas que eso.
Rabinow: La arquitectura, bien entendida, no es una constante: posee una larga tradición a través de la cual se puede leer la diversidad de preocupaciones, la transformación de sus sistemas y de sus reglas. El saber de la arquitectura es en parte la historia de la profesión, en parte la evolución de una ciencia de la construcción, y en parte una reescritura de teorías estéticas. ¿Qué es lo que, en su opinión, es propio de esta forma de saber? Se emparenta más a una ciencia natural o a lo que usted ha llamado una «ciencia dudosa»?
Foucault: No puedo decir exactamente que esta distinción entre ciencias ciertas y ciencias dudosas no es de algún interés -eso sería eludir la cuestión-, pero debo decir que lo que me interesa más es estudiar lo que los griegos llamaban techné, es decir una racionalidad práctica dominada por un objetivo consciente. No estoy muy seguro de que valga la pena interrogarse sin parar para saber si este dominio puede ser el objeto de una ciencia exacta. Por el contrario, si se considera que la arquitectura, como la práctica del dominio y la práctica de otras formas de organización social, es una techné, que es susceptible de utilizar ciertos elementos que provienen de ciencias como la física, por ejemplo, o la estática, es eso lo que es interesante. Pero si se quisiera hacer una historia de la arquitectura, pienso que sería preferible considerarla en el contexto de la historia general de la techné, antes que en la historia de las ciencias exactas y no exactas. El inconveniente de la palabra techné, me doy cuenta, es su relación con la palabra «tecnología»: se piensa en las tecnologías duras, en la tecnología de la madera, del fuego, de la electricidad. Pero el dominio también es función de las tecnologías: el dominio de los individuos, el dominio de las almas, el dominio de uno por uno mismo, el dominio de las familias, el dominio de los niños. Creo que si se reemplazara la historia de la arquitectura en el contexto de la historia general de la techné, en el amplio sentido de la palabra, se tendría un concepto director más interesante que la oposición entre ciencias exactas y ciencias no exactas.
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