15/01/2013

Ritual de la calle Ahumada

Teófilo Cid

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Como el grafito es el alma del lápiz, así la ciudad tiene su calle principal, con la que va escribiendo, taimada y seguramente, las páginas de su historia. Esta calle, en Santiago, es la calle Ahumada, nombre de resonancia prócer que nos trae un recuerdo de la iluminada Doctora de Avila, que también apellidaba Ahumada. Pero nuestra calle no tiene nada de santa. Por ella se derrama al contrario, toda la pecaminosidad contemporánea que nuestra pequeña urbe, tan alejada como se halla de los centros mundiales del pecado, ha podido sin embargo, contraer. Por sus aceras fluye, al compás de una inextinguible melodía ciudadana, el tema del trabajo, del amor, del placer.

Es preciso, no obstante, que sepamos amarla para verla. No la ve el provinciano que se detiene a medir el crecimiento de sus edificios; ni la ve, tampoco, el santiaguino apresurado, siguiendo el rumbo loco de sus secretas ambiciones. La ve, en cambio, el poeta, el mendigo, el “faineant”. Yo, que he sido durante largo espacio de mi vida un recalcitrante azotador de sus aceras, me glorío de amarla –o de odiarla, que casi es lo mismo-, y por ese motivo me lisonjeo de conocerla. He podido advertir, por ejemplo, las múltiples mutaciones que soporta en el decurso de un solo día.

Cuando el sol, desde el oriente cordillerano, comienza apenas a reverberar los cristales de la acera poniente, la calle Ahumada se puebla de gente hacendosa: carromatos de la basura, carros cerveceros, proveedores de los restaurantes vecinos. Perdidos entre aquella grey madrugadora aparecen los primeros empleados y las primeras figuras femeninas de la mañana. Estas últimas son las camareras de las fuentes -¿por qué se llamarán así?- de soda. Es una hora en que la calle comienza ya de sueño, y en que principia a vocalizar sus más tempranos aullidos. Como bulliciosa, nuestra calle debe tener pocas émulas en el mundo.

Sólo a eso de las diez se viste de elegante. Entonces podemos ver la policromía de los trajes femeninos, cortados con gracia y sobre gracias dispuestos, destellando en una inútil travesía de acera a acera, de cuadra a cuadra, dentro del breve perímetro que le asignó don Pedro, el fundador. Los cafés de segunda cuadra se llenan de gárrulos comerciantes, árabes en su mayoría, y el sol comienza a herir a mansalva con sus rayos devastadores. Esto dura hasta las una.

Desde las una hasta las tres, la muerte, el silencio, la piedra alumbrada por la estiva procacidad del sol. ¡Oh, sol burgués –diría Maiakovski-, baja y háblanos…! a esa misma hora, he visto correr de un lado a otro, las orejas gachas, a un quiltro chileno. ¿Por qué serán tan conmovedores los quiltros chilenos que de pronto se escurren por la calle Ahumada? Pocos minutos antes han pasado, triunfales y ebrios de egoísmo, sus hermanos foráneos, daneses y pekineses, a remolque de una dama perfumada. Estos quiltros de la hora ausente, de la hora cero de la calle, continúan, no obstante, deslumbrados, olfativamente deslumbrados, por el paso triunfal del “cocker-spaniel” que pasó una hora antes.

El lapso que separa las tres de la siete de la tarde es un lapso irregular, que puede provocar, por lo mismo, sorpresas. Por lo general, las citas de “La Ville de Nice” o de “Los Gobelinos” comienzan a las cinco. Cinq á sept, dicen los franceses. Pero a las siete, cuando el sol en verano comienza a corona los tejados de la acera oriente, pero a las siete… A esa hora comienza la feria humana. Como extraídos de una grabado de Hoggart, de Goya, diré, para ser más propio, los más extraños rostros surgen en la vital y voluble corriente. Niñas casaderas, de esas que mamá zarandea todas las tardes; niñas de partido, de ésas que agasajaron a nuestro buen Quijote; “vamps” de última hora, tocadas de “folies” o de “Lili” –chacun a son gout- pululan… , y pululando dan espuma a esta cerveza de la tarde irisada de salud y olor a flirt. Una vaga inquietud sexual se apodera de los hombres, que les abren paso como en los matrimonios.

– Qué niña tan bonita! Pero va con un desgraciado…

No se por qué razón; pero toda niña bonita va acompañada siempre de un ser inferior, mitad hombre, mitad gusano.

A las nueve o nueve y media, esa circulación de magnetismo erótico se detiene. La calle Ahumada se va poniendo provecta; le va madurando el seso, como se dice. Sólo a eso de las doce, cuando los cines expelen centenares de adoradores del celuloide, recupera alguna prestancia; pero ya se ha hecho tarde, y es mejor no contemplar el mutismo helado de la soledad nocturna. Ahumada no sonochea.

Las dos aceras de la calle, con pertenecer al mismo centro de atracción doméstica dentro de la ciudad, no son amigas. Por lo contrario, se reputan de rivales. Los mismos transeúntes, aún sin darse cuenta, agudizan aquella discrepancia, marcando su preferencia ya sea por la acera oriente o por la poniente. Estoy seguro de que esa es la causa de que se me hayan escapado de la vista muchos amigos y amigas, a quienes me gustaría estrechar las manos. Andan por la otra acera. No pertenecen a mi lado.

Les narraré, para ser claro, cuál es mi manera de salvar el espacio Alameda – Plaza de Armas. Desde luego, este trayecto lo efectúo siempre por Ahumada. Hacerlo por una de las calles laterales me parecería absurda peripecia, casi tan grande como de La Perousse o el Duque de Abruzos. Recorro las dos primeras cuadras por la acera poniente, y en Agustinas atravieso hacia la acera del levante. En mi continuo recorrido, he notado que otros muchos hacen lo mismo que yo. ¿Por qué? Estoy cierto, además, de que no son pocos los que proceden a la inversa. ¿Qué novia me habrá esperado en la otra acera y no me vio? ¿Por qué me he cerrado las puertas del destino? Este es un misterio que prefiero dejarlo en estado de misterio, cosa de que así pueda servir de abono a la metafísica –metaphisique du liu– de la calle Ahumada. La metafísica del lugar, hallazgo de los surrealistas, está en formación en esta calle. Tal vez he sido uno de los primeros en sentirla.

 

Imagen 10

 

* Teófilo Cid (1914 – 1964) fue poeta y dramaturgo. Junto a Enrique Gómez Correa, Jorge Cáceres y Braulio Arenas, fundó el grupo surrealista La Mandrágora.

** Esta versión de Ritual de la calle Ahumada fue publicada en «¡Hasta Mapocho no más!» (1976), Editorial Nascimiento. (Disponible para descargar en Memoria Chilena http://www.memoriachilena.cl/temas/dest.asp?id=teocidmapocho)

*** Agradecemos a Jonathan Opazo por recomendarnos este texto.