Hay una sola verdad que todos conocemos y que evitamos mirar a los ojos: cada día puede ser nuestro último día. La muerte existe, nos decimos, pero es una estación lejana a la que aún falta mucho para llegar. Al contrario de nosotros, Rodrigo Salcedo nació con una enfermedad congénita al corazón y los doctores aseguraron que no pasaría de los cuatro años. Rebelde desde siempre, vivió casi medio siglo con los ojos bien abiertos, abrazando su mortalidad. Podría haberse sumergido en miedos o aflicciones, pero eligió vivir, y vivir bien, sin perder tiempo en esas formalidades que a nosotros, inmortales en piel de mortales, nos quitan el tiempo, como ordenar, escoger ropa o hacer trámites. Prefirió en cambio leer, conversar, comer, crear, hacer amigos, luchar y compartir, y si algo le agradeceré por siempre es haberme enseñado que vivir es disfrutar cada hora como si fuera un triunfo, cada día como si fuese un regalo, y que no importa si las experiencias que acumulamos son frugales o trascendentales, lo que importa es que tengan un sentido.
Conocí a Rodrigo a comienzos de siglo, cuando coincidimos en una investigación y acordamos escribir juntos un artículo sobre estigma territorial. Al par de días toqué la puerta de su oficina para nuestra primera jornada de trabajo, y él salió insistiendo que mejor bajáramos «a servirnos una cosita». Esta invitación, que pensé excepcional, se transformó pronto en un esperado ritual semanal que se jugaba entre platos y botellas, y donde conversábamos de temas tan diversos como política universitaria, Charly García, rumores de palacio, alguna nueva forma de preparar reineta, las transformaciones de Santiago o las últimas novelas de ciencia ficción. Entendí pronto que con Salsa las cosas nunca eran tan predecibles como parecían. Un día, como de sorpresa, nos recordaron que quedaba poco tiempo para mandar el mentado artículo, así que concertamos un último encuentro al que yo llegué con reticencia y él, en cambio, me sorprendió con templanza y claridad: en diez minutos, garabateando una servilleta, dibujó un panorama general de la discusión y sintetizó todo lo que habíamos conversado en los meses anteriores, hilando nuestras ideas de forma nueva y sorprendente. Caí en cuenta que todo ese tiempo habíamos estado trabajando, sea caminando por las calles, compartiendo unas copas de vino o comentando la división de clases en «El Demoledor», la súper-producción de Stallone. Su capacidad de trabajo y lucidez fueron sin duda admirables, pero lo que prefiero rescatar es la manera única en que afrontaba sus problemas, fueran personales, profesionales o teóricos: acercándose a ellos con un humor ejemplar, y pulverizando la frontera que para otros separa al trabajo de los pequeños placeres cotidianos.
En 2004, junto a Diego Campos, fundé la revista Bifurcaciones y Rodrigo fue una de las primeras personas que invitamos a formar parte del cuerpo de árbitros, tarea que aceptó con entusiasmo. Estuvo siempre conectado con el proyecto, atrayendo autores, dirigiendo nuestras miradas a fenómenos que pasábamos por alto, y difundiendo la revista alrededor del mundo. Colaboró varias veces, publicando artículos y reseñas, y para un futuro próximo teníamos pensado co-editar un libro sobre Ciudad y Ciencia Ficción, y otro con trabajos seleccionados de la Escuela de Chicago. Hoy prometo que ambas cosas se harán, y que estarán dedicadas a su memoria.
El evento que definitivamente cruzó nuestras vidas ocurrió en 2011, cuando yo acababa de volver a Chile y Rodrigo lideraba el proceso que fundaría la Facultad de Ciencias Sociales y Económicas de la Universidad Católica del Maule. Me invitó a formar parte del proyecto, y además, sin que nadie se lo pidiera, hizo todas las gestiones para que se firmara un inédito acuerdo de co-edición entre la universidad y la revista. El convenio podía darle a Bifurcaciones, nos dijo, estabilidad para crecer y fortalecernos, y la revista podía darle a la universidad un canal reconocido de comunicación académica. Esto era importante para él. Militante socialista, para Salsa el trabajo académico no debía quedar entre cuatro paredes sino afectar el mundo que lo rodea. Su convicción en esto era tal, que no conozco, de hecho, otro Núcleo de investigación como el CEUT que dirigió, ni otra Facultad como FACSE, de la que fue Decano, que haya establecido una alianza formal con ONGs e instituciones públicas; otra de sus pequeñas-grandes revoluciones.
Nunca oí a Rodrigo levantar la voz ni llamar la atención, pero era de los que llenaba el espacio, fuera por su humor, sus ideas o su apariencia. El Flaco Díaz, uno de sus amigos más cercanos, recordó en el funeral que Salsa debe ser la única persona que ha entrado al Palacio de La Moneda en chalas y trajebaño. Debe ser el único, también, que ha ido a las sesiones del Consejo Superior de la UCM vistiendo una polera de Iron Maiden con una cruz invertida, cosa que hasta hoy es comentada. Probablemente él ni siquiera lo recordaría: Le costaba ver lo que a tantos les preocupa, pero veía con claridad lo que muchos pasamos por alto.
He trabajado en varias universidades y países, y nunca he sentido un apoyo generoso y crítico tan inmenso como el de Rodrigo. Recuerdo que cuando despuntaron las movilizaciones estudiantiles de 2011, lo llamé para contarle que quería hacer una plataforma audiovisual –CinEducación–sobre la educación en Chile. Quería sólo pedirle consejo, pero al par de días me llamó de vuelta para contarme que se había conseguido recursos con el Rector de la UCM, los que resultaron ser vitales para que el proyecto se realizara. Mas aún, al año siguiente, cuando fuimos el único proyecto latinoamericano seleccionado para la Bienal de Arte de Berlín, le comenté en un almuerzo que lamentablemente no teníamos recursos para ir. Ese mismo día en la tarde apareció por mi oficina, como si nada, diciendo que nuevamente había conseguido apoyo y que todo estaba bien. Rodrigo pasaba por alto las cosas que no le parecían importantes, pero si en algo veía valor luchaba por ello combinando buen humor, empatía, mirada crítica y expertiz de un modo que pocas veces he visto, y que agradezco haber conocido.
Teóricamente, el trabajo de Rodrigo se inscribe en la llamada Escuela Urbana de Los Angeles, corriente preocupada por estudiar los ensamblajes del territorio desde una perspectiva fragmentada y posmoderna. Sus colegas y colaboradores fueron los grandes nombres de dicha Escuela: Dennis Judd, Michael Dear y Edward Soja, junto a los cuales pronto inscribió el suyo. Al saber de su muerte, Michael me escribió: “Era un muy buen amigo mío, un caballero, directo, divertido, buena compañía, inteligente, políticamente comprometido y enormemente valiente. Tuvimos suerte de conocerlo, y lo extrañaremos”. Su tesis doctoral, “Hacia una re-conceptualización de los espacios post-públicos”, marcará la trayectoria de su obra, mostrando por primera vez interés en artefactos como shopping malls y barrios cerrados, lugares que le obsesionaron por mostrarse escurridizos a cualquier clasificación. Rodrigo evitaba las taxonomías estancas y su trabajo estaba lejos de las obsesiones cartesianas del puntillismo; se acercaba, en vez, a la paleta multicolor del impresionismo, donde cada trazo funde colores hasta que se vuelve difícil decir dónde termina uno y dónde comienza el otro.
Mirando la realidad desde este enfoque, Talca le ofreció un escenario único desde el cual refundar los estudios urbanos, usualmente articulados sobre la distinción entre campo y ciudad; ante ella, Salcedo y su equipo propusieron abandonar los binarismos y pensar el territorio como una gradiente; en otras palabras, que cualquier lugar, sea un villa o una metrópolis, presenta características culturales y estructurales tanto de lo rural como de lo urbano, que se ensamblan en combinaciones únicas. Este hallazgo ha guiado el trabajo de la Escuela de Sociología y del CEUT durante el último lustro, produciendo una cantidad significativa de publicaciones, investigaciones, proyectos audiovisuales, noticias y alianzas nacionales e internacionales sobre eso que hemos llamado “territorios no-metropolitanos”. Bifurcaciones se vio también profundamente afectada por estos cambios, pasando de ser una revista exclusivamente preocupada por los fenómenos metropolitanos a una que ya no reduce lo urbano a lo que ocurre sólo en la gran ciudad. Sin él, sin su visión, inspiración y trabajo, nada de esto hubiera ocurrido.
En enero, una infección rabiosa atacó el cuerpo de Rodrigo y por dos meses batalló sin tregua por su vida. Veía en ella, sin duda, algo por lo que había que luchar. No tanto por él, creo, sino por su trabajo, por sus ideas, por sus amigos, por el país y por su familia. Especialmente por su familia: “Ahora no me puedo morir», decía, «tengo que esperar a que mis niñas sean grandes y ya no me necesiten”. A veces decía tonteras, Rodrigo, porque su trabajo, sus amigos, su país y su familia lo necesitaremos siempre. Su legado, por suerte, ha quedado entre nosotros.
A fin de año lanzaremos «Rodrigo Salcedo: Ciudades para (des)armar», libro que recopilará sus mejores trabajos. Pueden apoyar y saber más del proyecto en: http://salcedo.bifurcaciones.cl/