01/03/2016

Rodrigo Salcedo, lo que no esperábamos

Tomás Errázuriz

Blog | breves

Rodrigo Salcedo

El 16 de Junio de 2010, mientras con mi pareja analizábamos cuánto estirar la estadía en Nueva York, recibí un inesperado correo de mi amigo Rodrigo Salcedo que decía sin introducción alguna:

«Te tengo una propuesta de pega. Es un proyecto milenium en la Católica del Maule (hay que vivir en Talca, si sale yo también me voy para allá). La idea es armar un centro de estudios urbanos territoriales para esa región. Yo dirigiría el proyecto pero necesito un segundo. Si te interesa necesito tu CV completo hoy. La postulación cierra el lunes. Si ganamos empezamos en marzo 2011».

Pasar de Nueva York a Talca claramente no era como yo esperaba volver a Chile. Ir como subdirector del Centro en el que él era Director era atractivo y riesgoso a la vez. Rodrigo es de esas personas que puede hacer un análisis acabado de los guetos y la segregación residencial mientras se rasca la guata sudada con una mano, y cocina un elaborado plato de comida Thai con la otra. Al menos esta era la última imagen que guardaba de cuando me había visitado el año anterior. Todavía no sé por qué pero finalmente nos decidimos, mandé mi CV y en diciembre de ese año buscábamos casa en la recién terremoteada Talca.

Aunque por ya algún tiempo personas como Francisco Letelier y Claudia Concha habían trabajado sin descanso en fortalecer el rol de las ciencias sociales en la región, Rodrigo brindó el peso teórico y sobre todo esa natural capacidad de convencimiento para que este ambicioso proyecto se concretara. No sólo convenció a las comisiones evaluadoras internacionales de la pertinencia y relevancia de contar con un centro de estudios urbanos y territoriales en un lugar que a nadie parecía interesar, sino que además lideró la creación de la primera Escuela de Sociología entre Santiago y Concepción. Recurriendo a su habitual técnica de bola de nieve, uno a uno fuimos cayendo seducidos por las posibilidades con que Rodrigo describía al Maule. En marzo del 2012, pese múltiples dificultades y oposiciones, ingresaba la primera generación a Sociología, la misma que egresará a fines de este año.

Rodrigo no era lo que esperaban en el Maule y claramente no pasó desapercibido. Había lugar para todo tipo de reacciones menos para la indiferencia. En la universidad se hizo rápidamente conocido por ser el único Decano y miembro del Consejo Superior que no era católico, que no seguía protocolo alguno, y que usaba el pelo largo, poleras metal, shorts y sandalia. También se hizo conocido porque no callaba cuando las cosas no le parecían, porque veía aquello que nadie más veía y, por supuesto, porque su apariencia física y sus modos no coincidían en absoluto con su lucidez, agudeza y magnetismo. De aquí su apodo «Lord Salsa». Era lo que llamamos un bicho raro, pero uno cuyo gusto por la comida, sus historias extravagantes y su hablar franco y liviano pronto le abrieron un lugar privilegiado entre quienes hoy lo extrañamos.

Para el CEUT y para la Facultad Rodrigo fue ante todo un facilitador, un negociador; aquella persona que abrió el camino para innumerables ideas y proyectos, que convenció a otros sobre las oportunidades de impulsar las ciencias sociales y los estudios sobre el territorio en círculos en donde con frecuencia no se entendía siquiera el significado de estos términos. A quienes llegamos de afuera, Rodrigo fue quien nos entusiasmo a pensar más allá de la metrópolis, a ver el infinito campo de posibilidades que se abren en lugares históricamente relegados como Talca, Curicó, Linares, Cauquenes o Curepto.

Pero no se confundan: más que la sociología, la sociabilidad era lo suyo. Mientras fue decano en la UCM, rara vez ocupó su oficina, la más grande y mejor equipada del edificio. El mismo reconocía que se aburría, y se instalaba en el área común a trabajar y leer noticias, o llegaba a nuestras oficinas comentando alguna copucha sabrosa. No pocas veces lo echábamos porque no nos dejaba avanzar en nuestra siempre interminable lista de pendientes. Rodrigo surfeaba hábilmente sus labores, y cuando perdía la ola «hacía la pega». La diferencia estaba en que lo mismo que a una persona normal le tomaba el día completo, él (si quería) lo sacaba en media hora. Ese era probablemente su límite de concentración.

Digo «si quería» porque esto es probablemente lo que diferenciaba a Rodrigo de quienes compartimos con él. Mientras la mayoría nos debatimos constantemente entre el «deber ser» y el «querer ser», Salsa –acostumbrado a vivir como si fuesen sus últimos días– había descubierto hace tiempo los beneficios de este último. Nunca fue lo que otros espararon que él fuera, ni tampoco hizo lo que otros esperaron que él hiciera. Y puedo dar testimonio personal de esto durante los años que me tocó intentar enrielarlo desde mi posición de subdirector del CEUT. Sin duda fue esta libertad lo que más atraía a quienes lo rodeamos, algo que en el fondo también añorábamos. Paradójicamente, su muerte fue también inesperada. Nos mal acostumbramos a que todos los años, y varias veces al año, la muerte lo rondaba y él siempre zafaba airoso. Incluso le colocamos «Lázaro» como sobrenombre. Como muchos, creí que una vez más saldría ileso de ésta y que pronto lo escucharíamos riéndose de las anécdotas y proezas de esta nueva aventura. Lamentablemente, esta vez no pudo ser y con su partida todos perdemos algo de libertad, audacia y honestidad.

Tomás Errázuriz