La ciudad de Santiago de Chile tiene una configuración longitudinal de norte a sur cuyo eje central son dos paralelas: el zanjón de río Mapocho, al que Sarmiento comparara con la Cañada de Córdoba, y la Alameda. En otra época la Alameda fue el paseo tradicional de la vieja Santiago; recorrerla ahora de una punta a la otra equivale a pasar a través de las diversas atmósferas que componen la ciudad y que expresan, a su vez, a las diversas clases que forman la sociedad santiaguina. Una prolongación de la Alameda llega casi hasta la cordillera, donde levantan los nuevos barrios residenciales de la alta burguesía, La Reina, quien como en Chicago o San Pablo abandona las zonas céntricas –que se deterioran y pasan a manos de la clase media-, en busca de lugares apartados más en contacto con la naturaleza.
El idilio pastoril del siglo XVIII francés parece haberse puesto nuevamente de moda entre la burguesía americana del siglo XX. En realidad se trata de buscar lugares cada vez más inaccesibles adonde sólo se pueda llegar con auto, para que sean más exclusivos.
Siguiendo por la Alameda, a la altura del cerro San Cristobal, se levantan departamentos de la clase media acomodada. Del otro lado del Mapocho, en el barrio Recoleta, en amplias calles arboladas, se conservan algunas quintas de la vieja oligarquía. Luego la Alameda pasa por le cerro Santa Lucía, bordea la roja iglesia de San Francisco, detrás de la cual, en las calles París y Londres, en forma de serpentina, algunas residencias de otro tiempo se han transformado en prostíbulos. Luego la Alameda atraviesa la zona céntrica y comercial, mezcla de arquitectura colonial y modernismo ya demodé: siguiendo por Ahumada se llega a la Plaza de Armas, donde hasta no hace mucho se daba la vuelta del perro. Sigue por el Barrio Cívico con sus feos edificios públicos. La corta como un tajo la calle San Diego-Banderas (sic). Por Banderas, el Barrio Chino de Santiago, se llega a la Estación Mapocho y cruzando el río, al Mercado de la Vega, verdadero foco del Santiago popular. Por San Diego encontramos librerías de viejo, restaurantes populares, casas de compraventa, pensiones baratas, hasta terminar en el Matadero. Siguiendo aún por la Alameda llegamos a la Estación Central rodeada de puestos de frutas, de fondas y fuentes de soda frecuentadas por rotos provincianos que no llegan nunca al Centro. Finalmente la Alameda muere en Las Rejas, donde la ciudad comienza a disolverse en el campo, entre vías muertas y terrenos baldíos.
Alejándose de la Alameda, Santiago no es sino un interminable desierto de barrios desolados obsesionantemente iguales, con un fondo de montañas grises. Una suave melancolía se expande por esas calles solitarias entre largos paredones amarillentos que atraviesan a cada momento antiguos patios de casas en decadencia transformados ahora en cités, callejones sin salida, profundos y oscuros como sótanos adonde se abren las piezas convertidas en módicos departamentos. Hay cités de diversas categorías, desde las lujosas de las calles Serrano y San Francisco hasta las más pobres de las calles Maipú, San Alfonso o Borjas. Vimos construcciones similares a las lúgubres cités de Santiago, en Córdoba, en la barriada polvorienta y gris donde muere la Cañada, con sus callejones de tierra como el extraño pasaje Revol.
Para el boulevardier porteño, Santiago es una ciudad desolada, no hay vida de café, nadie pasea por sus calles. Si queremos conocer Buenos Aires es preciso salir a la calle: el Centro es el club social de la clase media porteña. En cambio pasear por el Centro de Santiago no nos revela ningún secreto, no es el ángulo adecuado para mirar la ciudad. Sus calles son inhóspitas y sin estilo definido, tal vez sea preciso pasar mucho tiempo en ellas para amar su monotonía.
La pequeñoburguesía sofisticada y los “futres” apenas si se encuentran a los mediodías, en los tres únicos lugares de reunión que cuenta la ciudad: El Haití de calle Ahumada, el Jamaica de Huérfanos o Il Bosco de la Alameda. La clase media en general vive en los barrios y más aún en sus casas, lo que da a la ciudad un aire provinciano. La vida transcurre en el interior, la calle no cuenta. De ese modo, la calle se convierte en el dominio exclusivo de otra clase de chilenos: los pobres, quienes la comparten con los golfos. En Santiago, a falta de puerto, el background de la pobreza bohemia está en los aledaños de las dos estaciones, sobretodo de la Estación Terminal a orillas del Mapocho, con sus hoteluchos, fondas, tiendas de baratillos, fuentes de soda, dancings, teatros pornográficos –el Balmaceda, el Princesa-, cines mugrientos –el Capitol-, donde los rotos semidesnudos ven el espectáculo acostados sobre gradas; en el Mercado de La Vega, bullente como un zoco oriental, exuberante de colores y esparciendo sobre la ciudad un persistente olor a frutas; en la feria de la calle Franklin cerca del Matadero, con su olor a canela y vainilla. En todas esas calles populares la miseria suprime las barreras que aíslan a los hombres. La intimidad solitaria de las casas cerradas de la pequeñoburguesía contrasta aquí con la promiscuidad de zoco, donde todo se hace en común. Vendedores ambulantes, músicos callejeros, mendigos, lustrabotas con cajones celestes, ropavejeros, prostitutas, rateros, chicos abandonados, borrachos, buscavidas de todo tipo forman una verdadera Corte de Milagros.
Entre los espectáculos populares que conozco, los mercados al aire libre se cuentan entre los más fascinantes: los de Chile no tienen sin embargo el color ni la alegría de los de la Porta Capuano en Nápoles o de la rue Moffetard de París, ni la limpieza y el orden de los mercados populares de Pekín, Shangai, Cantón o Wuján, considerados insípidos e incoloros por los visitantes occidentales que añoran la miseria de la China de antaño. Esos amantes de la miseria pintoresca internacional pueden complacerse en cambio con la “comedia humana” de los mercados chilenos: allí pueden asistir, como en la vieja China, a un incesante desfile dantesco de contrahechos, lisiados, enfermos de todo tipo cubiertos de andrajos, pidiendo limosna, o simplemente exhibiendo úlceras, costras, manchas voraces, carne podrida cayéndose a pedazos. Claro que la burguesía chilena no tiene el menor sentimiento de culpa porque atribuye esta degradación a la “indolencia” y a los “vicios” de los pobres. El pintoresquismo, por su parte, hace que frecuentemente el turista tome el simple producto de una injusticia social por tipismo nacional.
La verdad es que no puede haber mucha higiene cuando se vive hacinado en una cayampa (sic) –Villa Miseria chilena- y que cuando se alimenta sólo de ají es necesario buscar en el alcohol la cantidad necesaria de calorías para seguir trabajando. Por eso la sociedad capitalista no lucha con eficacia contra el alcoholismo. Chile es el primer país alcoholista (sic) de América Latina y el tercero del mundo. La palabra que más se oye es “curarse”, usado como sinónimo de emborracharse. No hay calle sin una fuente de soda, donde, por supuesto, no se vende soda sino vino en grandes jarras –llena a todas horas de hombres y mujeres que necesitan olvidar que están enfermos, o aburridos, o sin trabajo, o tristes, o solos. Hasta en el último pueblo de Chile se encuentra siempre una vinería semioculta adonde llegan los huasos a caballo desde algún fundo lejano. Las mezclas alcohólicas son de lo más inusitadas: solamente el estragado paladar chileno puede soportar la combinación más explosiva que se ha inventado en el mundo, una mezcla de pisco, agua de colonia y polvo de dinamita al que llaman Pájaro Verde. Jacques Lanzman, que trabajó en la mina de cobre La Disputada, cerca de Santiago, cuenta en La Rata de América cómo desenfrenados por el Pájaro Verde, los mineros bailan desnudos a la orilla de un lago helado, en tanto los más jóvenes juegan el papel de la mujer. Los delegados sindicales hacen desaparecer con descargas de dinamita los cadáveres que quedan al término de esas orgías folklóricas.
Para el roto, personaje alrededor del cual se mueve todo el submundo de la picaresca chilena, el acto de beber implica todo un ritual de compleja significación: gasta los pocos centavos que tiene en convidar con un “trago” al primero que se le cruza en el camino. El convite es un verdadero desafío, porque si el convidado lo “desprecea” (sic), es decir, no acepta, se termina seguramente en una pelea, tal vez en un crimen. Para el roto que nada posee, la única manera de sentirse dueño de algo es imponiendo al prójimo su generosidad. A los elevados índices de alcoholismo se suman en Chile los de crímenes pasionales o por pelea. Las diversiones de los rotos tienen siempre un carácter lúgubre: los velorios son banquetes con abundantes libaciones, a veces tan exitosas que la exhibición del muerto se prolonga por varias noches. El Cementerio General está rodeado de “quitapenas”, es decir, borracherías con nombres simbólicos como La Gloria. Bernardo Kordon, observador de la realidad chilena, habla de “cierto escondido masoquismo”, de “delectación por lo sombrío” y “exposición de la miseria y del dolor”. Lo cierto es que el humor negro caracteriza a los chilenos.
La explosiva realidad chilena permanece sin embargo oculta e inimaginable al noctámbulo argentino que camina por las tristes calles del centro de Santiago sin encontrar un bar a medianoche. Por las calles principales, resplandencientes de luz pero desiertas, sólo andan los que no tienen adónde ir ni nada que perder. Los burgueses santiaguinos se encierran temprano en sus casas, tal vez temerosos por la acechanza de los asaltantes callejeros más rudimentarios y brutales que deben quedar: los “cogoteros”, verdaderas reliquias del folklore nacional chileno. Pero si en las calles burguesas las casas están cerradas, las luces apagadas y las veredas desiertas, hay una calle donde la noche no está vacía, donde reina el ruido, la borrachera, la pelea, el comercio clandestino. En el último tramo de la calle Banderas, el Barrio Chino de Santiago, desfilan hombres y mujeres sospechosos. Con miradas rápidas estudian el ambiente y saben a qué atenerse con respecto a una posible razia policial según que un pequenero –otro personaje típico de la calle santiaguina- venda su mercancía, una especie de empanada tradicional, a la puerta de uno u otro cabaret determinado. Siempre hay amigos desconocidos del pequenero que trabajan por su libertad, cuando los carabineros –los “pacos”- le echan el lazo.