11/12/2012

Chile 1961/

Crónicas de Santiago y Valparaíso

Juan José Sebreli

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El Barrio Chino es la zona de la prostitución organizada, de los rufianes, de los traficantes de drogas y de los pistoleros. Ciertos trechos del Parque Forestal de noche constituyen la zona de la prostitución elegante, en tanto que los últimos círculos de la “mala vida” se encuentran en barrios de covachas siniestras donde las prostitutas-mendigas viven con sus “guaguas”, y en cuyas veredas brillan de tanto en tanto, un montón de pequeñas velas encendidas sobre el lugar donde alguien cayera asesinado. En otras calles apartadas y oscuras, en casas herméticamente cerradas y sin carteles anunciadores funcionan los lupanares semiclandestinos: La Carlina o El Buque de la calle Coquimbo donde sólo entran los iniciados después de haber sido examinados por un joven y fornido Caronte. Adentro un típico patio de casona antigua adonde dan las piezas en hilera. Al fondo una sala larga con piso de ladrillo, espejos en las paredes y una espesa luz roja. En un palco un piano ejecuta furiosos tangos arrabaleros con versos pornográficos que canta un gordo enronquecido, mientras toma cerveza. Mujeres altas, musculosas, de pechos lisos y de rostros duros bailan con muchachos de aspecto feroz y con pálidos rotos con el arma lista. Al caer la última pluma en el ritual erótico del strip-tease que se realiza como número atracción, las falsas mujeres descubren su verdadero sexo ante un público silencioso y expectante.

Esta fortuita conjunción de elementos –patio de conventillo, luz roja, música de tango, alcohol, cuchillos, baile entre hombres- resultan para un argentino repetición alucinada de escenas similares recordadas a través de un libro o de un filme, en algún piringundín de la Boca o Barrancas, a fines de siglo, cuando nacía el tango. Santiago y Buenos Aires, 1961 y 1890 ó 1900. El Buque adquiere de ese modo el colorido que sólo logra la evocación de las cosas del pasado.

La admiración por el valor personal, el culto del coraje y sus consecuencias, el duelo criollo, son tan comunes en Santiago hoy, como en Buenos Aires a fines de siglo: muchos chilenos llevan cuchillo al cinto y la cara con la cicatriz de un tajo. Ese clima de malevaje es la expresión de inadaptación social del campesino transplantado a una ciudad que no es capaz de asimilarlo y lo deja al margen. Sólo cuando los arrabales terminen de transformarse en zonas industriales, el malevaje desaparecerá de Chile. La aventura del coraje personal ya no tiene lugar dentro de una organización técnica del trabajo.

El cuadro de Santiago se repite en la segunda ciudad chilena: Valparaíso. En una punta de la ciudad, el tedio y la monotonía provinciana andando por la única calle comercial, sucesivamente llamada Serrano – Prat – Esmeralda – Condell – Montt; o alrededor de la plaza Victoria de 7 a 9, dando la vuelta del perro, las mujeres en una dirección y los hombres en otra, o bien en parejas “pololeando”, expresión típica chilena para designar el flirteo.

Entre la plaza Echaurren y los muelles se extiende una zona extraña y con carácter, entre largos paredones de depósitos, similar a otras que se suelen encontrar en las grandes ciudades, cerca de los puertos, en Londres, entre los docks y Limehouse; en Barcelona, entre la Barceloneta y el barrio gótico; en Shangai en la zona que bordea al río, entre la ex concesión inglesa y la norteamericana; en Buenos Aires, en Barracas.

A partir de la plaza Echaurren se encuentra también el Barrio Chino de Valparaíso, las calles “picantes”, Lord Cochrane y Clave, con sus cabarets, sus salones de baile para marineros, sus prostíbulos y sus piringundines parecidos a los de Santiago, con los nombres más sugestivos: La casa de los siete espejos, La mano blanca, El 69. La ciudad pequeñoburguesa y segura de la calle Serrano invadida de pronto por esa atmósfera de caballería, de vicio y aventura que caracteriza a los grandes puertos de Europa: Nápoles, Génova, Marsella, Barcelona.

Bar en Valparaíso, 1963. Fotografía de Sergio Larraín

Burdel en Valparaíso, 1963. Fotografía de Sergio Larraín

Si abandonamos la parte llana de la ciudad –el “Plan”-, y ascendemos hacia los cerros a pocas cuadras del mar, Valparaíso se vuelve aún más exótica y distante de la monótona regularidad americana. Ahora estamos en Argel o en Hong Kong, con sus barrios construidos sobre cerros milagrosamente suspendidos en el aire, a los que se llega por medio de funiculares, ascensores y túneles. Una casbah de callejuelas tortuosas, laberínticas, plenas de misterio y de peligro, con sus casitas blancas sin ventanas pero honradas, por patios interiores, recovecos, pasadizos, escaleras y corredores secretos, donde cualquier cosa puede ocurrir.

Levi-Strauss dice que los viajes no son sólo un desplazamiento en el espacio, sino también en el tiempo y en la jerarquía social. Ningún ejemplo más adecuado de esto que Valparaíso. Gran puerto del Pacífico, los barcos del mundo entero llegaban hasta allí y su nombre fascinante era una meta para todos los jóvenes ansiosos de aventura. El porteño de Valparaíso se consideraba el inglés o el holandés de América Latina. Todo eso terminó en 1914 cuando los norteamericanos construyeron el canal de Panamá. Desde entonces Valparaíso, al margen de las grandes rutas de navegación, mantiene el sugestivo escenario de un gran puerto cosmopolita donde ya no se desarrolla sino una modesta vida de provincia.

Cerro de Valparaíso, 1963. Fotografía de Sergio Larraín

Cuando en 1841 Sarmiento, sin duda el mejor escritor chileno del siglo XIX, llega a Valparaíso, queda deslumbrado por ese abigarrado y caótico puerto europeo tan inusitado en la apacible América, y percibe en sus violentos contrastes la oposición entre “la civilización europea y la rudeza inculta de nuestra América; el arte y la naturaleza; los progresos ajenos y el atraso propio”. Con lucidez Sarmiento supo ver en esa extraña ciudad “una parodia que remeda el exceso de población de otros países; es la miseria con los atavíos de la opulencia; el combate de las costumbres nuevas con las añejas”[1]. Lo que Sarmiento no pudo prever en su creencia optimista en la “invasión lenta, pero irresistible de la civilización y de los hábitos europeos” es que la crueldad de la historia terminaría por destruir inexorablemente ese trasplante artificial de la “civilización europea” en medio del Tercer Mundo, ese incongruente fragmento de avanzada capitalista, creada por el comercio internacional en el corazón del subdesarrollo chileno.

Ahora esa arquitectura victoriana, esas casas de ladrillo color sangre seca con ventanas de guillotina, que tanto admiraba Sarmiento, han quedado prematuramente deterioradas, como ocurre casi siempre con las formas que se trasplantan desde las metrópolis europeas a las ciudades-puertos del Tercer Mundo. Hemos visto esas mismas paredes carcomidas en Shangai y Cantón. Pero en tanto que en Shangai o en Cantón a esas viejas formas europeas se les ha insuflado una vida nueva, laboriosa, dinámica, joven; en Valparaíso se respira en cambio el aire melancólico de una ciudad detenida en el tiempo y que vive tan sólo de los recuerdos de un pasado de esplendor. No obstante, nadie va a Valparaíso como se va a Brujas o a Venecia, muertas y bellas; la vejez de Valparaíso no es la pátina prestigiosa de un castillo o de una iglesia, sino la de un gran hotel que decae sin convertirse por ello en una ruina histórica. Sus viejos edificios tienen tal vez sólo un valor arqueológico como restos de un mundo desaparecido. Para el historiador de arte puede que no ofrezca demasiado interés; para el viajero que se ocupa menos de los monumentos que de la vida de los hombres, Valparaíso tiene una belleza trágica. Pero el drama personal de Valparaíso no está aislado del drama general de América Latina. Por eso sólo cuando el pueblo chileno decida tomar su destino con sus propias manos y su peculiar dulzura resignada estalle en violencia frenética, Valparaíso despertará de su melancólico sueño finisecular para vivir sin aliento, el trabajo, la acción y la lucha de nuestro tiempo.

 

Referencias Bibliográficas

[1] Sarmiento, Domingo. Un viaje a Valparaíso, “El Mercurio” de 2, 3, 4, 5, 6 y 7 de Septiembre de 1841, reproducidos en Chile. Descripciones – Viajes – Costumbres – Episodios. Editorial Eudeba, Buenos Aires, 1961.

* Juan José Sebreli (Buenos Aires, 1930) es escritor, sociólogo y crítico literario. Entre sus obras más conocidas se encuentra Martínez Estrada, una rebelión inutil (1960), Buenos Aires, vida cotidiana y alienación (1964) Las señales de la memoria (1987), El asedio de la modernidad (1991), Escritos sobre escritos, ciudades bajo ciudades (1997), La era del fútbol (1998) o El olvido de la razón (2006), entre otros.

** El texto que aquí se presenta forma parte de una compilación hecha por Ediciones de la Flor (Buenos Aires) en 1968, titulada Buenos Aires, Santiago de Chile: Ida y Vuelta. En ella participan autores argentinos y chilenos, quienes realizan crónicas de ciudades y pueblos de su país vecino. En este título participan, entre otros, Pablo Neruda, Bernardo Kordon, Joaquín Edwards Bello, Agustín Cuzzani, Manuel Rojas y Antonio Skármeta.

*** Todas las imágenes que acompañan al texto fueron tomadas desde el sitio Santiago Nostálgico (http://www.flickr.com/photos/28047774@N04/)

**** Agradecemos a Gonzalo Cáceres Q. por la recomendación del texto, así como por facilitarnos una copia original de la compilación.