De poco le sirve a Santiago declarar una nueva marca, o símbolo, o logotipo, o como se le quiera llamar, si dicho diseño surgió de un concurso lleno de tropiezos e incertidumbres (que incluyeron un dudoso slogan finalmente renegado), y donde la ciudadanía no tuvo participación desde el origen mismo del concepto. Inútil defender el proceso con una participación precipitada y tardía de unos pocos ciudadanos, conminados a elegir entre una tríada de escaso interés. Mucho peor aún, por no decir imposible, si el diseño ganador tras tales tropiezos resulta ser demasiado similar a otros diseños ya en uso para otros propósitos. ¿Cómo hablar entonces de identidad?

Porque cuando se trata de encontrar los elementos que representen el alma de una ciudad, normalmente habría otros caminos: que surjan de un concienzudo proceso de recolección de percepciones ciudadanas, en cuyo caso se habría comenzado con un trabajo de campo mediante encuestas, entrevistas y focus groups; que surjan del hallazgo colectivo, a menudo accidental, de un símbolo evidente que yacía en la Historia esperando ser rescatado por algún agudo observador e intérprete; o que fuera, finalmente, producto de un diseño arbitrario, audaz y evocador, capaz de excitar la imaginación de hasta el ciudadano más escéptico.

Como la representación de la ciudad debe expresar el orgullo identitario de sus habitantes, es la voz de los ciudadanos la que le da forma a dicho símbolo. Nada de eso fue posible en la génesis del diseño ganador, y por lo tanto vaticino que la viñeta pasará a la historia sin pena ni gloria, excepto habernos enseñado cómo no hacer las cosas. Se le utilizará como un mero adorno, un sello en el margen, un esfuerzo de mercadeo efímero como tantos, irrelevante, insignificante, olvidable. Más adelante, cuando el tiempo haya borrado este curioso episodio, tendremos oportunidad de preguntarnos nuevamente qué es lo que mejor representa esta gran ciudad. Pero esta vez será en serio.