1.
Cuando en mayo del 2011 hice mi primera visita a Túnez –el país y la ciudad, confusión que me confieso incapaz de resolver en español y por lo tanto persistirá a lo largo de este texto-, la primavera (estacional) estaba en su apogeo. Las calles se repletaban de hibiscos, madreselvas y sobre todo de jazmines. En Túnez nadie llama “Primavera Árabe” a los eventos de 2011. Es más, les cuesta entender que se nombre así a un evento que sucedió en pleno invierno. Más bien se habla de la “Revolución del Jazmín”, la flor nacional tunecina.
El movimiento, nacido de la pequeña ciudad interior de Sidi Bouzid, tomó por sorpresa a todos. A tunecinos, al resto de los árabes, a las grandes potencias y a los expertos analistas. El alzamiento ciudadano (prácticamente sin balazos de por medio) derrocó en unas semanas al dictador Zine El Abidine Ben Ali, en el poder desde 1987. Un remezón que se expandería luego desde Marruecos por el Oeste hasta Yemen por el Este. Atravesó Libia, Siria, Egipto, Jordania y Bahrein, tumbando dictadores, alertando monarquías, desencadenando guerras cruentas y reformas esperanzadoras. Como en la teoría del caos, un aleteo de mariposa que giró el eje geopolítico de la tierra.
2.
Dicen que en los últimos años el imperio económico de los Ben Ali lo manejaba su segunda esposa Leila –la coiffeuse, como la llaman con desprecio los locales- y sus cuñados. Señalan que no había negocio en Túnez, desde la importación de petróleo a la venta de dátiles en la calle, en que algún Ben Ali no se llevara una tajada. Eso fue lo que rebasó el vaso, dicen. Ben Ali, por su parte, supo que se rebasó cuando su mansión en Alejandría se vio rodeada de manifestantes. Diligentemente tomó un avión, transfirió su fortuna y hoy disfruta en la siempre hospitalaria Arabia Saudita con Leila, tíos, primos y cuñados.
3.
Las casas de la ciudad, pobres o ricas, casi sin excepción, tienen muros de un blanco riguroso y puertas y ventanas azul paquete de vela. Cuentan que la limpieza y blancura de la ciudad eran una obsesión para Ben Ali, y que el descuido al respecto se pagaban con multas importantes.
Tras la revolución, los inmaculados muros de Ben Ali se llenaron de grafitis exigiendo “dégage!” (que se vayan todos), avisando que “La revolution continue” y declarando “Tunisie Libre et Pour Tou(te)s”. Según un amigo italiano, pintor y galerista que vive acá hace años, el mayor acto de rebeldía en Túnez era performativo, no argumental: se trataba de rayar las paredes que Ben Ali quería blancas, sin importar con qué.
Esta reivindicación grafitera fue iniciada por los barrabravas de los equipos de fútbol más populares. Fueron ellos los primeros en romper la barrera del miedo al llenar la ciudad de rayados del Esperance de Tunis, el CS Sfaxien y el CA Bizertin a mediados del 2000. Otros dicen que fueron los raperos como Le General quienes por primera vez verbalizaron y viralizaron la bronca de una juventud que, como nunca, accedía a terminar sus estudios y, como siempre, no tenía trabajo. Finalmente, jóvenes blogueros como Lina Ben Mhenni o Slim Amamou lograron bypassear la censura de los medios y generar canales de información alternativos en un país que comenzaba a extender su calle y sus muros hacia internet y las redes sociales.
4.
Sólo se hablaba de la revolución. Todos tenían una opinión acerca de todo; sobre el rol de la huelga mantenida por meses por la UCGT (la poderosa CUT Tunecina) que anunció y preparó los ánimos desde mediados de 2010; sobre los jóvenes ocupando las universidades, después los barrios, y finalmente la Kashbah y la bellísima y muy afrancesada Av. Bourghiba; de las elecciones que se venían.
La política estaba en el aire. Túnez se preparaba para elegir una asamblea constituyente y su primer gobierno (interino) en las urnas. Conocí en ese primer viaje a varios activistas de DDHH, feministas históricas, jóvenes blogueros (y sobre todo blogueras) convertidos en celebridades, periodistas comprometidos, sindicalistas históricos, islámicos moderados y académicos atentos. Muchos de ellos se preparaban como candidatos para participar de la asamblea.
En la universidad -en estado de toma permanente- alumnos y profesores vaciaban las oficinas de los profesores colaboracionistas (les collabos). Circulaban listas-denuncia de jueces, de periodistas, de banqueros, de académicos aliados de la dictadura. Algunos –me parecieron los más razonables- intuían que no era ese el camino, que no estaba el horno para darse esos gustos.
Unos chicos programadores lanzaron un wiki en árabe para discutir, articulo por articulo, la nueva constitución que comenzaba a dibujarse. El sitio tuvo cientos de miles de visitas, así como miles de comentarios sobre asuntos detallados del articulado constitucional.
El futuro era ancho.
5.
Para entonces (mayo 2011) ya algunos intuían que lo que estaba sucediendo era más grande y complejo que la versión simplista y autocomplaciente que Occidente nos quería contar. Esa versión que se quedó por un rato demasiado largo con la revolución Facebook y el poder de las redes sociales.
La embajada Libia, en el centro de la ciudad, vivía rodeada por una multitud de opositores a Khadafi, arrancados de la guerra civil por la frontera occidental. Se comenzaba a hablar de Siria, al igual que de los movimientos armados afines a Al Qaeda que desde Mali y Níger remontaban ese mar interno que es el Sahara.
El Ministerio del Interior, el cuartel central de la Policía y la Corte Suprema estaban rodeadas de enormes rollos de alambres de púa y tanquetas militares para protegerlas de las manifestaciones. Hoy, dos años y medio después, los alambres y las tanquetas siguen ahí. La gente ya parece ni verlos.
6.
La segunda y tercera vez que vine, en marzo y mayo del 2012, el ánimo era distinto. La asamblea constituyente se entrampaba, la nueva constitución se demoraba en llegar. La elección la había ganado Enahda, el partido islámico moderado; ahora las organizaciones feministas comenzaban a temer por los derechos de las mujeres adquiridos, el código de familia del Presidente Bourghiba -que Ben Ali no se atrevió a tocar- y hacen de Túnez el país más igualitario en materia de género del Magreb.
En las elecciones, los candidatos blogueros, los militantes de partidos nuevos, liberales, progresistas de diversa laya no obtuvieron ni un voto: acá los llaman los zerovirgule (cerocoma), por que tuvieron cero coma algo por ciento de los votos. El poder se movía entre Enahda, la central de trabajadores, la izquierda histórica, antiguos grupos asociados al ancien régime y la constelación salafista. Todos hombres entre 40 y 70 años, de más está señalarlo.
Se empezaban a escuchar las voces que opinaban que las cosas se estaban descarrilando, que habían salido de una dictadura laica para entrar en una de corte islámico. Era la época en que Enahda buscaba introducir la charia en la nueva constitución. Grupos radicalizados de corte salafista atacaban a los manifestantes en las calles, saqueaban exposiciones de pintura moderna e intervenían los conciertos de rap que abundan en la ciudad estos días. Las cosas escalaron hasta la muerte a balazos, hace unos meses, de dos dirigentes políticos de la izquierda opositora.
7.
Ahora -a casi 3 años de la revolución del Jazmín- vuelvo a Túnez por cuarta vez. ¿Qué decir? Quizá que los periodistas, banqueros, académicos y jueces que circulaban en listas-denuncia han vuelto a los medios, los bancos, las universidades y las cortes.
Enahda, tironeado entre la izquierda y el salafismo, convocó a un gabinete “tecnocrático” en que figuras del antiguo régimen, independientes, opositores en comisión de servicio, conviven con islámicos moderados y no tanto también. Pareciera que ni siquiera ese gabinete permitirá al Gobierno sobrevivir al invierno.
La nueva constitución duerme aún en la asamblea constituyente, transformada ya en una casa de intrigas, escaramuzas y gallitos entre el gobierno, los grupos radicales y la oposición. No despertará en un buen rato. La economía no despega, el dinar se devalúa. El turismo no remonta, menos aún desde que un radical islámico se voló en pedazos en el balneario de Sousse hace unos meses. Entre los jóvenes titulados de la educación superior -un número que se disparó en el Norte de África en la década del 2000 a partir de enormes inversiones de las familias- el desempleo se acerca al 50%. Dicen que en el interior y el sur la cosa es peor. Los barcos salen llenos de gente hacia Italia y Francia.
8.
Hace unos días, con una amiga avanzábamos en zigzag entre los puestos instalados en la calle, justo al frente de una mezquita importante de la ciudad. “Ha crecido el comercio ambulante” comenté, recordando que esa calle, la circunspecta Avenue de Paris, solía ser amplia y expedita. “Es la nueva informalización salafista”, me dice. “Muchos son los combatientes del ejército rebelde sirio que cruzan de vuelta a través del callejón egipcio y libio, que terminan vendiendo artesanía islámica aquí en la calle. Somos la retaguardia de la retaguardia”. No sé qué tan cierto sea, o si es parte del odio parido –y justificado- que mi amiga, feminista y secular, le tiene a los salafistas. Pero es verdad que se ven más barbones que el resto de los comerciantes y que esa es la mezquita de Khamis Mejri, un popular clérigo cabeza de pistola.
9.
Me comenta mi amiga –socióloga formada en Francia y por lo tanto inevitablemente durkhemiana- que lo que viven ellos en Túnez es anomia, un sistemático descrédito de las normas y una incapacidad de las estructuras sociales para prevalecer de manera legítima. No hay respeto por la policía, por los médicos en los consultorios, por los profesores en la escuela, por las leyes del tránsito ni de los lugares para botar basura -los basureros viven en un permanente estado de huelga y las bolsas se acumulan en algunas esquinas-. Las redes sociales, que cumplieron un rol importante durante la revolución, son ahora un desbande de trolleo e incitación al odio.
Eso dice mi amiga, que sabe más que yo. Aunque a mí me parece que no es para tanto, y que si uno mira hacia afuera concluye que Túnez sigue siendo, a pesar de todo, una sociedad plenamente funcional y la experiencia transicional más exitosa del mundo árabe post 2011. Cuestión de perspectivas.
10.
Pero mientras el Túnez “público” pasa por dificultades, el Túnez “privado” sigue siendo una experiencia deliciosa. Si el Túnez público -el de la política, la economía y la historia- es el país de la revolución, mi Túnez privado –el de los sentidos- sigue siendo la ciudad, esa ciudad mediterránea de la que me enamoré hace más de dos años. La ciudad más blanca, más plácida y posiblemente más afrancesada del norte de África. La ciudad donde puedo sentarme en uno de sus mil cafés directamente sobre la vereda a leer hasta la noche y caminar de vuelta a mi hotel a las dos de la mañana por una calle vacía sin temer nada.
La ciudad donde sé que si me siento el suficiente rato a husmear en la librería de Av. Bourghiba, el dueño se acercará, me ofrecerá un café con cardamomo y me pondrá al día de las novedades editoriales. En mi primera visita, los estantes comenzaban a llenarse de nuevos libros escritos con urgencia y una cierta ingenuidad. Panfletos sacados en el apuro por aquellos blogueros-celebridades; comics de autores antes censurados; grandes libros de fotos ofreciendo postales de jóvenes y hermosas tunecinas envueltas en la bandera roja, con medialunas pintadas en la cara, celebrando la caída de Ben Ali; colecciones con “las mejores frases de Facebook durante la revolución”; el eslogan en su máxima expresión. La actividad editorial ha cambiado me informa el librero: está más madura, también más pesimista. La subjetividad entusiasta de la revolución ha cedido el lugar a la objetividad prudente de la transición. Los temas son más áridos, pero no menos importantes: qué sistema electoral, cómo defender los derechos adquiridos de las mujeres, qué justicia para la transición, qué reforma universitaria desarrollar. Y mucho J´accuse según mi librero. También han bajado las ventas, me confiesa.
11.
Tunez es una ciudad de barrios.
Mutuelleville, el de la antigua aristocracia tunecina que tanto me recuerda a la Providencia de los ‘70, con sus calles quietas, paredes blancas y casas-barco tapadas de buganvilias. Porque si hay algo que me amarra y me enamora de Túnez cada vez que vuelvo, es la vegetación: reconozco patios de infancia en sus hibiscos, sus jacarandás, sus pitósporos, sus pimientos, sus jazmines y sus madreselvas.
El Zouk, mucho menos excepcional y vibrante que los que me ha tocado conocer en Marrakesh, El Cairo o Estambul, pero por lo mismo menos agobiante y más agradable de recorrer. Acá no hay guías forzosos y los tenderos no te persiguen por medio mercado para venderte nada. Puedo pasear por horas en este mercado sin pretensiones, sentarme a comer una sandía, a tomar un café -¡cuanto café se toma en este país!- u honrar el ritual de la negociación. Sigo pagando más que los locales cuando compro algún regalo, pero he logrado que negociar me divierta, no me provoque culpas morales, y no perder tanto como para que mis amigos tunecinos hagan bromas a mis espaldas.
Sidi Bousaid, el antiquísimo barrio de pescadores colgando sobre el mediterráneo, ese que corta el aliento por su belleza en estricto blanco y azul. Y su vecina La Marsa, con sus bares, buenas librerías y galerías de arte contemporáneo, que desata de tiempo en tiempo las iras de los salafistas.
Y un poco más allá La Goulette, donde los restoranes te hacen entrar a la cocina para revisar los cooler de plumavit que guardan la pesca del día, elegir a la víctima y sentarse a esperar que la cocinen. ¿Mencioné ya lo ridículamente bien que se come en Túnez?
12.
Es una ciudad que comienzo a entender. Aprendí a caminar como ellos sobre la línea del tranvía para evitar las multitudes y hacerme velozmente a un lado cuando veo que los otros lo hacen. Incluso he manejado un par de veces y ya aprendí que, para avanzar, hay que considerar los semáforos como una recomendación no vinculante.
No he aprendido a hablar el árabe –creo que no lo haré- pero digo “chokran” y “salam aleikhum” con cierto desplante, lo que sumado a mi pinta de semita y un cierto talento para imitar l´accent árabe en francés me ahorra buena parte del acoso en los lugares públicos.
13.
Así con estos dos Túnez, el país (público) y la ciudad (privada). Un país agitado, que como en la maldición china, “vive momentos interesantes” mientras flirtea con la violencia política, el radicalismo y la crisis. Y la ciudad capital tan discretamente agradable, doméstica e íntima. Casi un cliché de la demarcación masculino / femenina.
Supongo, quiero creer, que la distinción tajante entre público y privado es una separación ficticia, que no existe realmente. Probablemente un observador más avezado que yo sería capaz de encontrar todos esos hilitos que conectan uno y otro lado de la diferencia.
La laicidad de sus espacios cotidianos permite entender ciertos equilibrios de poder en el espacio político. La mezcla de arquitectura mediterránea, haussmaniana y tradicional islámica en las calles del centro, cubiertas de afiches de conciertos de hip hop y convocatorias a manifestaciones, es coherente con un país que, a sesenta años de la descolonización, todavía se debate aún entre sus identidades múltiples (como sus arquitecturas), atávicas o contemporáneas. El comercio callejero salafista no es autónomo de su infiltración, soterrada más que explícita, en los espacios formales de la asamblea y el gobierno. La proliferación de clubes nocturnos que venden trago en el exclusivo y modernísimo barrio de la Laguna -un mega proyecto inmobiliario desarrollado en los 2000 por un jeque saudí que puso como principal condición que en la zona rigiera la ley seca- es quizá indicativa de la pérdida de poder (al menos simbólico) suní en el Magreb post-revolucionario.
14.
Mientras tanto muchos de los tunecinos, los mismos que salieron a la calle a voltear a un dictador, extrañan el orden perdido, ese de las casas blancas y el turismo asegurado de europeos en busca de sol. Para la mayoría, pero sobre todo para los jóvenes, las promesas de mayor inclusión política y oportunidades económicas quedaron al debe. Con tasas de voto juvenil cercanas al 15%, la revolución como conquista del voto parece absurda.
La frustración ante una transición que los tunecinos comienzan a entender será larga, lenta y a veces violenta –como todas las transiciones-, choca con la sensación de vértigo que experimentaron tres años atrás frente a un proceso que fue esencialmente imprevisto, expedito y pacífico.
Pero hasta el momento a ninguno le he escuchado decir, ni en público ni en privado, “estábamos mejor con Ben Ali”. La Revolución del Jazmín sigue siendo motivo de orgullo nacional. Tan sólo eso es razón suficiente para poner toda mi esperanza en una transición que aún no encuentra su camino.
* Florencio Ceballos es sociólogo. Reside en Canadá, donde se desempeña como Especialista Principal del Programa de Gobernabilidad, Seguridad y Justicia del International Development Research Centre. Desarrolla actualmente proyectos en América Latina, Sud Este Asiático, Norte de África y África del Este. Anteriormente fue Director Ejecutivo de telecentre.org, una iniciativa global dedicada a promover el acceso compartido a las tecnologías. Florencio se interesa en los cruces entre política, tecnología, conflicto y ciudadanía. Pueden visitar su blog actasdelebowsky.wordpress.com y seguirlo en twitter, donde es @floro_ceballos.
** Las imágenes que acompañan al texto también fueron tomadas por el autor.
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