“Yo inventé el rock & roll”, le dice un “falso” Elvis Prestey a un “falso” Iggy Pop, mientras ambos se observan sin mirarse. Esa frase, que resulta incluso graciosa, en realidad sintetiza toda una teoría de la representación. Así El último Elvis, la película de Armando Bo que abrió el ultimo festival de cine independiente de Buenos Aires y que pasó, entre otros, por Sundance y San Sebastián, podría verse como una teoría inmanente sobre la autenticidad. Podría verse, aún, como una película sobre la imposibilidad de lo falso. En fin, sobre la fuerza de realidad del doble: sobre lo inevitablemente auténtico y sincero de todo producto humano, incluso cuando, a simple vista, pareciera ser la historia de un emulador.
La película transcurre en la periferia de la periferia del rock & roll: acompaña algunos días en la vida de un obrero de una fábrica de lavarropas en algún lugar de los distritos del sur del conurbano bonaerense. Puentes, autopistas, bares con viejas ventanas de madera, casas en pasillos y autos desvencijados. El escenario es el del mundo popular urbano de una Buenos Aires pos-neoliberal. Allí se entrelazan escenas cotidianas en las escuelas, las fábricas, los hospitales, los geriátricos y los livings familiares. Se enlazan con escenas soleadas en autopistas, esquinas de barrio y shows, que son casi circenses, en donde se despliega con una emoción casi mágica todo el glamour de Elvis. Como si se moviera en dos niveles, uno decadente y opresivo, otro festivo y entusiasta, El último Elvis propone momentos liberadores sólo cuando suena la música de Elvis Prestley interpretada por su “imitador” tercermundista y suburbano: Carlos Gutiérrez.
No hay nada de jactancia ni de ironía sobre la forma en que Carlos Gutiérrez encarna a Elvis en el escenario, y sobre todo en su vida cotidiana. Por el contrario, si algo es verdaderamente auténtico y vivido son las interpretaciones de las versiones clásicas de las canciones de la década de 1950. En esas interpretaciones hay una sensibilidad y una fuerza que gana peso por si mismo y desplaza la ironía o la burla.
Contra toda lectura obrerista del mundo popular, se impone otra que pone en el centro de la escena la pasión musical y el éxtasis lírico de la música de Elvis en un mundo cotidiano que, solo de cierta forma, le es ajeno. Un contraste entre el swing americano de la cultura masiva y el deterioro suburbano le da a la película ese aire de enrarecimiento, justamente por mostrar desde la intimidad una reapropiación creativa del sueño y la estética norteamericana de la década de 1950 en un horizonte desolado. Contra cualquier reivindicación nacionalista o populista, el Elvis suburbano que encarna Carlos Gutiérrez es una singular forma de emancipación, experimentada como una verdadera construcción ética y estética de si mismo. Gutiérrez reconstruye con su imaginación, e incluso con su vida, un mundo al que no deja de pertenecer pero que le es también hostil y extraño. No es necesario forzar la lectura casi obvia que traspone la Mancha española a algún lugar del Gran Buenos Aires y la locura ficcional y heroica de Don Quijote a la de un Elvis Prestley suburbano. Al fin y al cabo literatura de caballería y rock & roll son dos mitologías creadoras de potentes imágenes.
Si las escenas y los paisajes son de desolación, el supuesto vacío del mundo popular de las últimas décadas se invierte para dejar lugar una mirada sensible a toda la presencia y proliferación de relaciones, imaginación y creatividad. Existe allí una inversión absoluta del miserabilismo o el retrato –siempre paternalista- de lo “marginal”. El último Elvis es otra cosa, es absolutamente otra cosa. Tal vez por eso produzca tanta fascinación. Consigue hacer bello lo decadente a costa de la pasión por la música invirtiendo tanto las miradas parciales sobre el vinculo entre neoliberalismo y cultura popular, como la forma en que los bienes culturales norteamericanos circulan más allá de sus fronteras.
Aún, existe allí una pasión tan intensa que borra los límites de lo “auténtico” y lo “falso”. Carlos Gutiérrez no es un simple imitador de Elvis: esta poseído por Elvis. Fuera del escenario sus movimientos corporales y su trato con las personas están inspirados en Elvis. Pasa sus ratos libres en su cuarto viendo viejos videos de El Rey y hasta come su comida favorita. Incluso, sus vínculos familiares están atravesados por el imaginario de Elvis. La tensa relación con su ex-mujer, a quien llama “Priscila” y con su hija, llamada “Lisa”, son sólo un capítulo de una personificación que excede el show business suburbano de cumpleaños, casamientos y Bingos donde hace sus obsesivas presentaciones.
En una escena paradigmática, mientras ven un documental sobre Elvis en televisión, una supuesta prostituta le pregunta: – “Porque sos así?” Y Elvis-Carlos le contesta: – “Porque Dios me dio su vos y tuve que aceptarlo”. Atento a la voz de Elvis del documental le pregunta: – “Oíste lo que dijo?” La prostituta le aclara que no habla inglés y el le traduce: – “Que las mujeres lo muerden y le arrancan cosas porque solo quieren un pedazo de mi.” Y el “mi” resuena entre el Elvis de Memphis y el suburbano, diluyendo la frontera entre ambos.
Si decimos que Carlos Guitiérrez está poseído por Elvis, la historia podría leerse como un ejercicio de registro inteligente sobre aspectos clave en el mundo popular urbano y las relaciones entre identidad, cuerpo y experiencia estética. Podría verse incluso una teoría popular de la posesión que contrasta con la vivencia erudita del éxtasis. En la música, como en la religiosidad, las culturas de clase no dejan de delimitar formas de la experiencia. Bien podría insistirse que en El último Elvis hay una descripción claramente latinoamericana de los usos musicales de los sectores populares en donde el placer por la música no reivindica la “elevación” propia del gusto culto sino, por el contrario, la “diseminación”, la incorporación de un “otro” que disuelve la autonomía del individuo como entidad aislada. No sería forzado pensar la vivencia de Guttiérez al lado de los cultos de posesión que atraviesan el mundo popular latinoamericano y que redefinen que es lo que se entiende por “ser una persona”. Allí la incorporación de una entidad “otra” no supone una representación, sino un modo de estar en el mundo en el que la identidad personal se hace múltiple y constituye en acto la máxima: “yo soy otro”.
La farsa perpetua
Los productos culturales considerados “legítimos”, producidos en las metrópolis de la industria cultural mundializada, pueden ser vistos de un nuevo modo. Una hipótesis es que existe en El último Elvis un ejercicio de descolonizar un criterio clasificatorio arraigado un una concepción de la identidad centrada en el desprestigio de las “copias” que siempre van a la saga de lo “verdadero” (made in USA). El fenómeno de un Elvis suburbano, una supuesta versión clonada y bastarda del Elvis de Memphis, muestra que la “copia” resulta tan o más verdadera que el “original” o, en todo caso, que ese límite es innecesario a partir de una mirada positiva y vital sobre ese particular mundo de la pasión musical plebeya.
Hay algo de vindicativo en el Elvis suburbano, como una burla que invierte una teoría dura de la identidad que considera lo “auténtico” como condición necesaria de lo verdadero. Como los covers interpretados con pasión pueden ser aún más intensos que los originales, la película de Armando Bo parece defender la hipótesis de que toda cultura no es más que una serie de ensayos truncos y versiones infinitas. Es más, esa perpetuación de las versiones permite que cualquiera pueda apropiarse creativamente de los productos culturales que circulan en términos desiguales de intercambio. En cierto modo, parece que estuviera implícita la máxima de que si se asumen los riesgos, todos podemos ser Elvis Prestley. ¿No fue esa la promesa del rock & roll?
El último Elvis va más allá, hace de la cultura de los sectores populares – en cierta medida de toda la cultura latinoamericana- un constante loop en el que no hay “original” y “copia”. Si la famosa frase de Marx, hito de la cultura ilustrada europea, sostenía que la historia es trágica y que solo se repite como farsa, una mirada como la que sugiere la versión dislocada de este Elvis suburbano nos obliga a repensar que no solo hay verdad en la tragedia, sino también en la farsa.
* El Último Élvis (91 min.) fue dirigida por Armando Bo y estrenada el 26 de Abril de 2012. Fue elegida para abrir la 14a edición del Festival Internacional de Cine Independiente de Buenos Aires (BAFICI) del 2012.
** Nicolás Viotti es sociólogo por la Universidad de Buenos Aires y doctor en Antropología Social por la Universidad Federal de Rio de Janeiro. Asimismo es becario pos-doctoral de CONICET. Desde hace algún tiempo investiga acerca de las transformaciones religiosas en la clase media bonaerense, con énfasis en el boom del espiritualismo. En 2009 colaboró con Bifurcaciones mediante un ensayo crítico sobre las visiones urbanas de Joseph Comblin. Desde 2012 hace parte del cuerpo de árbitros de nuestra revista.