Si usted fuera una de las once mil personas que vivían en las viviendas de dos pisos de North Camden en los años 60, podría haberse ido caminando a su trabajo en Esterbrook Pen, Knox Gelatin, RCA o J. R. Evans Leather. También podría haber salido a comprar a Broadway, una agitada calle comercial de tres millas de largo conocida como «la Calle de las Luces», por sus cinco cines y brillantes signos luminosos. Hoy, décadas más tardes, J. R. Evans Leather está abandonado y casi completamente demolido, y su chimenea es lo único que queda en pie en el gran lote cerca del río Delaware, símbolo del declive de la industria en Camden. Cientos de casas pareadas, alguna vez consideradas entre las mejores viviendas de clase trabajadora de América, han sido barridas por buldóceres y sus restos arrastrados a un basurero en Delaware.
Caminando por las estrechas calles de North Camden, uno puede andar cuadras completas sin ver una sola estructura en pie. La tierra vacía, cruzada y vuelta a cruzar por huellas y senderos, conecta las pocas viviendas que aún quedan en el sector, tan protegidas por barras de hierro que parecen cárceles. Esta área, situada al norte de la ciudad, se ha transformado en el almacén de drogas para el sur, albergando también una gran prisión estatal. Un barrio antes excitante y de población trabajadora, hoy tiene a casi la mitad de su enorme población latina viviendo de la asistencia pública, siendo es el área más pobre de Nueva Jersey; tanto así, que en 1986 el ex Alcalde Alfred Pierce la llamó «una reserva para los destituidos».
North Camden, en todo caso, no es una excepción. Desde las revueltas de los 60s, las ciudades americanas han vivido profundas transformaciones que toman forma en la reestructuración espacial de sus ghettos y en la emergencia de nuevas formas urbanas. La discusión sobre pobreza urbana, sin embargo, ha estado lamentablemente dominada por estudios sobre clases marginales y vagabundos, y en ello el poder del ambiente físico para moldear vidas y simbolizar relaciones sociales ha sido ampliamente ignorado. Los académicos de todas partes del espectro político discuten los factores que dan cuenta de la persistencia de la pobreza, y todos fallan en no considerar la relevancia del entorno. Las soluciones que luego prescriben, por lo mismo, pasan por alto los elementos centrales que definen al ghetto: las ruinas y semi-ruinas; las instituciones médicas, almacenamiento de medicamentos y normalización de conductas; las variadas NIMBYs, fortalezas y muros; y, no menos importante, la amargura y el odio que resulta de vivir en lugares como estos.
Desmerecer el valor de la información recibida a través de la vista, del tacto, del gusto y del oído, a través de la voz emocionada de un informante o de la sensación que produce moverse a través del espacio, ha llevado a la creación de barrios sin carácter, individualidad ni sentido del lugar. Y aunque las limitaciones de los datos estadísticos –particularmente cuando se trabaja con población muy pobre- son ampliamente conocidas, nuestra gran dependencia a los números es defendida fieramente, otras aproximaciones siendo descartadas por impresionistas, anecdóticas o poéticas. Los ghettos de la actualidad, sin embargo, son diversos, ricos en respuestas públicas y privadas al entorno, heterogéneos en expresiones de identidad cultural, y en objetos y signos que relatan historias. Son territorios y comunidades sin explorar, y para comprenderlos, sus formas necesitan ser identificadas, descritas, inventariadas y mapeadas.
Una revisión acuciosa a los ghettos en toda la nación revela tres tipologías: los «ghettos verdes», caracterizados por el despoblamiento, las ruinas, y los lotes vacíos que han sido vueltos a ocupar por la naturaleza; los «ghettos institucionales», grandes proyectos de vivienda social que operan como lugares de confinamiento, financiados públicamente y diseñados para quienes han nacido ahí; y los «nuevos ghettos de inmigrantes», que derivan su carácter de un influjo de nuevos residentes, principalmente latinos y caribeños. Algunas de estas comunidades han ido perdiendo población, otras han surgido en barrios donde hace un cuarto de siglo vivía población trabajadora blanca, y también hay secciones de ghettos antiguos que se han mantenido estables o han sido reconstruidos.
El Ghetto verde: ¿un regreso a lo salvaje?
Los Ghettos Verdes son aquellos donde poco se ha hecho para contrarrestar el efecto de la falta de inversión, abandono, despoblamiento y dependencia. Son, de algún modo, los restos de la sociedad. Algunos de sus mejores exponentes se encuentran en North Camden, East Detroit, Lawndale en Chicago y el sector Este de St. Louis en Illinois; sitios que se están expandiendo en todas direcciones para incluir, de a poco, suburbios pobres de ciudades grandes como Robbins, Illinois, y que pueden incluso encontrarse en ciudades pequeñas como Benton Harbor, Michigan.
Los residentes de estas áreas recuerdan con nostalgia los negocios que se han trasladado a malls suburbanos, las fábricas cerradas y los incendios, y son frecuentes sus quejas por vivir en un lugar peligroso, carente de trabajos y negocios, que ha sido dejado de lado por el municipio. En muchos de estos ghettos, faisanes y conejos han vuelto a ocupar el espacio hasta hace poco usado por humanos, aunque eso está lejos de convertirlos en lugares de retiro y encuentro con la naturaleza. «Nada excepto hierba crece aquí», es una queja común sobre los lotes vacíos, expresando no sólo desaprobación a la vegetación sino también indignación moral ante la desidia que producen estas anormalidades. Las plantas crecen de modo salvaje y se cuelan entre los vestigios de la ex International Harvester Component Plant, en West Pullman, Chicago. Edificios industriales abandonados aquí y en otros ghettos fueron desnudados hace tiempo de cualquier cosa de valor. Grandes parcelas de tierra lucen descuidadas o pavimentadas, sustraídas de la vida de la ciudad. Contradiciendo esa visión mantenida por mucho tiempo de los Estados Unidos como un lugar de progreso infinito, las ruinas, antes imprevisibles, ahora son ignoradas.
Ghettos institucionales: las nuevas viviendas sociales
En Nueva York, Newark y Chicago, enormes y costosos hábitats –los Ghettos Institucionales- han sido creados para los miembros más débiles y vulnerables de nuestra sociedad. Institución por institución, edificio por edificio, estos ambientes han sido ensamblados en las zonas más destituidas e infectadas de drogas. Son los complejos de vivienda social del siglo XXI, lugares creados para almacenar una creciente población marginal, certificada oficialmente como «no susceptible de ser empleada». Los residentes son seleccionados de entre toda la población del municipio por su falta de dinero o de vivienda, por sus adicciones, por sus enfermedades u otras aflicciones. Quienes no son residentes, vienen a estos parajes a buscar medicamentos, comida, ropa usada, a buscar consejo o entrenamiento, o a pasar un tiempo corto en la cárcel. Otros vienen a comprar drogas o sexo.
Como dice Greg Turner, el gerente de un albergue diurno del Near West Side de Chicago: «Ellos dicen: ‘saquémoslos a todos de las calles y pongámoslos en grupos’, como si fuera un zoológico: vamos a poner las aves por aquí, los reptiles por acá y las focas cerca de la piscina. No tiene nada que ver con la raíz del problema. Es tan ingenuo como con eso de enseñarles cosas a los niños para que cuando crezcan no sean vagabundos o adictos».
Aunque ciertas necesidades, como un incinerador de basura o un albergue para vagabundos, pueden ser temas de debate público, las consecuencias generales de crear estos grandes paños de pobreza no son atendidas. La barrera más importante a que sigan creciendo es el costo que su construcción y mantención significa para quienes pagan impuestos.
Las calles que rodean Lincoln Park en el sur de Newark, un área que incluye casas icónicas, grandes edificios públicos y lo que alguna vez fue un hotel elegante, fue escogido por dos programas de tratamiento de drogas porque seis de sus grandes mansiones podían proveer alojamiento barato a un programa residencial de tratamiento. En la esquina noroeste del parque, un albergue para mujeres golpeadas abrió en otra mansión, y una cuadra hacia el norte, en lo que fue un garaje, hoy funciona un albergue para hombres y un lugar que da alimento a personas que viven en la calle. Las grandes estructuras que dan hacia el parque, el hotel y un ex edificio federal de oficinas, acoge a personas de tercera edad, quienes temen salir a la calle solos. No hay niños jugando en el parque ni padres que vuelven del trabajo. Este no es un barrio, es una tierra de nadie dedicada a las metas contradictorias de vender drogas y drogarse, por un lado, y rehabilitarse y emplearse por el otro.
Nuevos Ghettos de inmigrantes: dinámicos y fluidos
En otras partes de Nueva York y Chicago, una comunidad de nuevos inmigrantes comienza a crecer, aunque este tipo de ghetto es más visible en el sur de Los Angeles y en Compton, donde el ambiente construido es más íntimo que en ghettos más antiguos, las estructuras físicas son más adaptables y es más fácil para los recién llegados imprimir su identidad. En otros lados no basta con pintar los muros para cambiar la apariencia de las calles.
Los nuevos ghettos de inmigrantes se caracterizan por contar con pequeñas oficinas que proveen servicios como clases de manejo, seguros y asistencia de inmigración; por tiendas que venden cerveza importada, producen y envasan productos; y por restaurantes que ofrecen comida de sus lugares de origen. Son notables los negocios que reflejan el agitado intercambio entre la población local y sus países de proveniencia: transferencias de dinero, agencias de viaje e incluso funerarias que envían cadáveres de vuelta a casa.
Para sobrevivir, gran parte de los residentes son forzados a tomar trabajos precarios que pagan el mínimo o menos, y que usualmente no cuentan con beneficios de salud. En cuanto a vivienda, se agrupan en departamentos pequeños y mal mantenidos, en garajes de cemento o en casas rodantes. En todo caso, el no ser elegibles para viviendas públicas puede ser, a largo plazo, una especie de bendición a los recién llegados. Aunque se ven obligados a pagar rentas altas, tienden a concentrarse en vecindarios que son parte de la economía urbana, evitando así la extrema desorganización social, aislamiento y violencia que caracteriza a los otros ghettos. Por el influjo enorme de gente joven que espera que la vida sea mejor para sus hijos y nietos, estos ghettos son más dinámicos y fluidos, asemejando las comunidades de inmigrantes que se llegó al país hace más de un siglo.
Tras los muros del ghetto: un destino común
Ningún ghetto es completamente verde, institucional ni de nuevos inmigrantes en su carácter. Todos tienen cierta tendencia hacia la acumulación de desperdicios, el abandono y el despoblamiento, y entre ellos se relacionan comerciando bienes, personas y tierras. Incendios y demoliciones en los Ghettos Verde, por ejemplo, proveen grandes áreas de tierra baldía a instituciones de pobreza y otras dependencias. Por defecto, las personas y barrios más desesperados se transforman en depósitos del gobierno, en comunidades donde –en palabras de un activista de Brooklyn, “se encuentran reunidos todos los desastres sociales.”
Si no se hace nada para prevenirlo, dentro de una década más comunidades de clase trabajadora pasarán a ser parte de estos grupos. Por otro lado, algunos ghettos institucionales, como el Near West Side de Chicago, son susceptibles de ser expulsados por complejos médicos y deportivos. Y las mismas fuerzas de abandono que abrieron camino a los modernos complejos de vivienda social pueden, a la vez, liberar terrenos para la construcción de viviendas para familias trabajadoras. Estos son los “ghettos reclamados”. Con sus historias horrorosas de violencia, incompetencia gubernamental y desperdicios, los ghettos son usados para proveer una fuerte justificación moral a programas privados de renovación urbana. Bajo el liderazgo de iglesias, desarrolladores inmobiliarios, organizaciones de desarrollo comunitario y nuevos inmigrantes, estos ghettos han ido expulsando a buena parte de sus residentes pobres y se han negado a recibir a las instituciones que los atienden. Por otro lado, se han enfocado en atraer a familias trabajadoras de clase media, manteniendo fuera a los traficantes de droga y construyendo enclaves fortificados.
Estas comunidades están al filo de fusionarse con la sociedad mainstream. Ante ello, la pregunta que debemos hacernos es si la contribución que hacen las corporaciones de desarrollo comunitario están produciendo la eliminación de los ghettos o simplemente la creación de mini-ciudades de exclusión dentro de un gran campo de desperdicios.
Es en las fronteras de los ghettos que su carácter individual se revela con claridad, alrededor de grupos de viviendas asediadas donde comunidades étnicas se concentran y reafirman; en cuadras donde edificios sólidos comparten muros con casas de crack dilapidadas; y sobre el perímetro de hospitales, universidades y otras ciudadelas. Los bordes donde el blanco se encuentra con el negro son tensos, y presentan un contraste gráfico entre una comunidad blanca aparentemente victoriosa y lo que parece ser una minoría comunitaria derrotada. A lo largo de Mack Avenue, por ejemplo, en su cruce desde el East Side de Detroit al afluente Grosse Pointe, o en la calle East 62nd de Chicago, en el borde entre Woodland y Hyde Park (sede de la Universidad de Chicago), una historia de relaciones de raza ha sido escrita en el paisaje. Por un lado, barreras de seguridad, guardias, calles sin salida y pastos perfectamente cortados, y por otro, lotes vacíos, edificios abandonados y gente desempleada deambulando por las calles.
Los periodistas los llaman “ghettos intratables”, expresando con ello preocupación sobre la carga pública que imponen. Dicen que el sistema funciona sólo para aquellos que están motivados, algunos foráneos, por ejemplo, apuntando con ello a la presencia de minorías en algunos suburbios de mejor nivel, a los “ghettos reclamados” y al éxito económico de algunos nuevos inmigrantes caribeños, latinos y asiáticos.
Entre los muchos residentes de los ghettos, particularmente los afro-americanos, ha crecido la necesidad de estrechar las diferencias y pasar de la marginalidad a la prosperidad. Un periodista en Gary, Indiana, una ciudad casi completamente abandonada por los blancos, dijo: “No sé por qué las personas tienen que tener a blancos para triunfar”. Un trabajador de la construcción en Chicago llama a los negros que se mueven a los suburbios “imitaciones de gente blanca”, y una mujer en Newark sugiere que gente como esa “se ha vendido” y que viven una mentira. “Tienen que mirarse muy bien en el espejo”, asegura. También en Newark, en los muros de una tienda de departamentos, un graffitti hecho por “The Natural Thebians” reclamaba: “¡¿Cómo pueden hablar de Nation Time [1] y vestir ropa interior de tu enemigo?!”.
Haciendo eco de Malcom X, buena parte de los residentes de los ghettos que he conocido ven a la devastación y violencia como parte de una estrategia blanca de dominación. Las drogas son ampliamente percibidas como parte de un monstruoso plan por destruir y contener a los pobres negros y latinos. Un pastor de Chicago declara: “La Supremacía Blanca, un sistema de opresión que proviene de la sociedad occidental, es el problema real”. Un artista de Brooklyn declara: “La gente de color tiene derecho a ser paranoica.” Un clima nacional de desesperación y resentimiento, expresado en palabras como “genocidio”, “campos de concentración” y “apartheid” se ha desarrollado para dar cuenta de las condiciones de nuestros ghettos.
Por mientras, dentro de los muros de ghettos una nueva generación está creciendo y desarrollando nuevas actividades, ideologías, instituciones y drogas. El crack se vende bien frente a los centros de rehabilitación, y los niños caminan día a día frente a los albergues de homeless. Un ejército de hombres desarman autos y hordas de carroñeros empujan carros de supermercados repletos de chatarra. Casas transformadas en fortalezas, solitarias, se encierran bajo rejas. Docenas de ciudades están cayendo en la ruina, y sus neones y avisos publicitarios hacen llamados a la gente para que deje de matarse entre ellos.
Hoy hay un nuevo llamado a buscar estrategias para atraer empleos, mejorar la educación, construir mejores viviendas y proveer de un buen sistema de salud a todos los americanos. Estas metas ciertamente mejorarían las condiciones de comunidades pobres pero no cambiarían su aislamiento, composición racial ni fragmentación. Los ghettos continuarían expandiéndose y otros nuevos surgirían, y el enojo de sus residentes seguiría sin disminuir.
Las políticas públicas deben hacerse cargo también de las características únicas de nuestros ghettos. Un paso crucial es cambiar las políticas y prácticas que se concentran en estas comunidades, en los pobres e instituciones que los atienden. Necesitamos visiones regionales y nacionales de re-distribución de población, tal como la construcción de viviendas de bajos ingresos en suburbios adinerados y la eliminación de las barreras que los definen. Tal como hicimos en los 60, debemos convencernos a nosotros mismos que como nación tenemos el poder no sólo de mejorar el ghetto sino mas aún de eliminarlo. Para hacer esto debemos ir más allá de las estadísticas y entrar a las calles, callejones y edificios.
En respuesta a todos cuyos sueños de una sociedad justa han perdido fuerza, y a quienes creen que los ghettos son necesarios para tener comunidades más fuertes en otros sitios, se levantan las palabras desafiantes y desesperanzadas escritas en las escaleras de un edificio en East Harlem: “¡Ayúdenme antes de que muera, hijos de puta!”
Fragmentos preservados del pasado
“Thomas Roosevelt, el tipo que inventó el teléfono”
–Adolescente, identificando una estatua de Theodore Roosevelt frente a la Iglesia Congregacional en Benton Harbor, Michigan, 1991.
Los ghettos americanos preservan los restos de una civilización urbana antes poderosa y hoy abandonada por sus antiguos residentes, en su mayoría blancos. En las estructuras industriales y domésticas del ghetto, en sus instituciones, espacios públicos y monumentos, uno encuentra rastros de una elite poderosa desaparecida, y de formas de producción ya fuera de moda. Ya no están tampoco el tipo de energía que alguna vez unió todos estos fragmentos en una ciudad coherente. Iglesias, mercados, estatuas y casas históricas quedan en pie como fantasmas aislados del pasado, sobrevivientes que representan una identidad colectiva que ha cesado de tener sentido para sus residentes desde hace ya mucho tiempo. En vez de monumentos costosos que expresaban valores comunitarios, los slogans de hoy son mucho más fugaces: murales, graffitis y carteleras.
El templo True Holiness, construido en 1916 en el lado Este de Cleveland como una iglesia de Ciencia Cristiana, ilustra la existencia precaria de incluso los más sólidos e imponentes edificios. De una iglesia que podía albergar mil novecientas personas, se transformó –con la adición de un gran escenario- en la casa del Cleveland Playhouse. Salvado de la demolición por su condición patrimonial, la congregación del True Holines compró el teatro un par de décadas atrás al precio de una vivienda familiar. “Era el plan del Señor el que nosotros lo tuviéramos”, dice el Obispo Dixon, su pastor. El desmantelamiento había empezado, pese a lo cual la iglesia logró conservar los candelabros y una escalera de caracol que ya había sido removida. El Obispo Dixon habla orgulloso de su templo deslavado: “Este edificio tiene el domo de mayor diámetro en Cleveland. La acústica es maravillosa, ni siquiera necesitas un micrófono. Hay un montón de mármol aquí, mármol que baja por las escalas hasta el subterráneo, así que es claro que pusieron muchísimo dinero innecesario aquí”.
Más usual es que el pasado sobreviva en formas bastante más humildes. En una acera de Brooklyn, en Brownsville, entre los muchos recordatorios del pasado yace un conjunto rectangular de baldosas blancas, quebradas y gastadas, que llevan el nombre del Palace Theatre, demolido hace mucho. En un lugar de un parque en Benton Harbor, Michigan, el signo que describe a un árbol plantado en honor al Gran Ejército de la República ha sobrevivido al árbol mismo. En la Carver Middle School, de Chicago, donde las mejoras son raras, un muro luce la siguiente inscripción de 1945: “Todo hombre que contribuye al beneficio material, intelectual y moral del lugar en que vive termina por recibir alguna recompensa. Booker T. Washington.”
Sólo las estatuas más grandes y pesadas permanecen intactas. En Newark, tres cuadras al este de Lincoln Park, una estatua de bronce en honor al soldado anónimo de la Primera Guerra Mundial, fue robada, dejando sólo el pedestal vacío. Un residente me contó, riendo: “vino un tipo con un camión grúa, laceó al tonto con una cuerda y lo echó abajo. Cuando lo encontraron en un sótano en Hunderdon Street, los brazos y las piernas habían sido cortadas y vendidas como chatarra”. Incluso la centenaria estatua de P. T. Barnum, el residente más famoso de Bridgeport, Connecticut, fue saqueada y sus cuatro placas de bronce robadas en 1992. Dichas placas representaban una alegre procesión funeraria, con escolares alegres caminando por los lados.
Los sueños del pasado y las realidades del presente entran en contraste en el antes elegante sector del Lincoln Park, en Newark. La réplica de la famosa estatua ecuestre de Verroccio, del general veneciano Colleone levantada casi un siglo atrás por la elite financiera de la ciudad, mira hacia abajo desde su alto pedestal sobre los residentes de los centros de rehabilitación de drogas, albergues y SROs que ahora rodean al parque.
Prominentemente dispuesta en la intersección más importante de Detroit, “El espíritu de Detroit”, una estatua del pasado reciente, presenta a un joven caucásico sosteniendo un grupo familiar en una mano y al mundo en la otra. Llamado “El gigante verde”, la estatua de bronce ha sido repicada en las puertas de camiones de basura, autos de policías y en los membretes oficiales de la ciudad.
Los edificios revelan el legado de grupos étnicos que alguna vez vivieron en el vecindario. Los eslavos en la sección Hough de Cleveland, y en Gary, Indiana, han dejado sus iglesias en vecindarios hoy afroamericanos. Estas estructuras religiosas, que ahora sirven a congregaciones baptistas, tienen ventanas tapiadas, pintorescos domos verdes y cruces eslavas. Hay sinagogas en todas partes, a veces abandonadas o recicladas. En su fachada, la Estrella de David, las Tablas de la Ley y letras hebreas coexisten con cruces y signos en inglés. Sorprendentemente, a fines de 1890, en el lado Este de Boston, el proceso inverso tuvo lugar: tan rápido como un barrio negro estaba siendo transformado en uno judío, las dos iglesias negras se transformaron en templos.
En buena parte de nuestras ciudades, los descendientes de alemanes han dejado ruinas de grandes cervecerías. En Newark, por ejemplo, la Krueger Brewery, cerrada desde la Prohibición, tenía enormes árboles sobre su techo. En un lugar minúsculo de su primer piso funcionaba una guardería para niños, lo que me recordó las chozas de pastores y pequeños comercios levantados entre las ruinas del Imperio Romano tras su caída. La cervecería fue recientemente dinamitada.
Es una extraña coincidencia que los hogares de dos de las mayores figuras literarias de América se encuentren en ghettos. La modesta casa de dos pisos de Walt Whitman, en Camden, comprada en 1884 por $1,800, ahora se ve pequeña ante la nueva prisión estatal construida al otro lado de la calle. La mansión victoriana de Mark Twain, por su parte, en North Hartfod, está situada sobre una columna en un lote amplio, ahora vecino a la difícil escuela Hartfod High School, dos cuadras más allá de South Marshall Street, una de las calles más violentas de la ciudad.
El retorno de la naturaleza
“Este era un buen barrio, el mejor de este lugar, solían haber tiendas por todas partes, teníamos de todo”
– Calvin Earle, residente tercera edad, Camden, NJ, 1982.
El cambio más dramático en la mayoría de los ghettos desde los 50 es el agudo declive en población. Detroit, que en 1950 tuvo 18.5 millones de habitantes, a la década siguiente había perdido un cuarto de millón de personas, y para 1990 contaba sólo con un millón. Los patrones que esto dejó en algunos barrios son particularmente llamativos. Dos décadas atrás, por ejemplo, los edificios sobre la calle 12 –ahora el Rosa Parks Boulevard, donde las revueltas de 1967 empezaron-, fueron el barrio residencial más poblado de la ciudad. En 1993, tras incendios, abandono y décadas de negligencia municipal, es común ver mapaches, palomas, tortugas y faisanes entre los pastos. Los trenes elevados, las autopistas y rascacielos parecen una sorpresa en este paisaje.
Los residentes de barrios pobres temen y rechazan intensamente los lotes vacíos, viéndolos como basureros públicos, nido de ratas y lugares donde gente se droga y prostituye; espacios desperdiciados, oscuros y peligrosos de noche. Los terrenos vacíos que no cumplen ningún propósito social transmiten el mensaje que la gente y sus comunidades no son bienvenidos y olvidados.
Física y psicológicamente, los residentes tratan de separarse del lugar que los rodea. Viviendo aisladamente tras rejas, puertas y muros altos, usualmente se aferran a la memoria de un barrio que sólo existe en sus mentes. La mayoría de los residentes se las ingenia para sobrevivir, pero se sienten sobrepasados por la basura, el abandono y la violencia. Su falta de confianza en el gobierno está justificada, pero igual mantienen la esperanza en que la ciudad revivirá.
Vistas desde lugares altos
“Lo que te rodea te afecta. Ver todo desordenado, aquí y allá, te afecta”
–Reverendo Bobby Writht. Newark, 1981.
Bajo un cielo abierto, el paisaje del ghetto se vuelve parte de la intrincada geografía de la ciudad. Una vista imponente dirige nuestra atención al ambiente construido. Recortando a las personas, sus voces y expresiones faciales, podemos concentrarnos en la forma de la comunidad, en sus bordes, el movimiento de gente y vehículos, y en la cercanía de lagos, ríos, parques y los rascacielos del centro de la ciudad.
El contraste entre los lugares abandonados y aquellos que han sido reclamados y enrejados es chocante. La basura entre edificios, los autos y buses que han sido dejados en lotes vacíos y ahora están cubiertos de vegetación, los jardines que son invisibles desde la calle: En estos lugares las madres pasean con sus hijos pequeños, los adolescentes juegan beisbol, los adictos compran drogas a través de hoyos en los muros o van a edificios abandonados a conseguirlas. En los conjuntos de vivienda, la gente camina por senderos diagonales o por la mitad de la calle para evitar veredas rotas o grupos de adolescentes amenazantes. Desde esta perspectiva, son los autos de policía, ambulancias, camiones de bomberos y el rechinar de los trenes elevados lo que provee el paisaje sonoro del lugar.
La historia se revela en capas de desarrollo y regeneración que van desde los edificios elegantes y elaborados de comienzos de siglo a las estructuras desnudas diseñadas para los pobres un par de generaciones más tarde. A ambos lados de la línea del tren que alguna vez cortó radicalmente la trama urbana, uno puede ver ejemplos de paisajismo. Aquí, arbustos de ramas duras, pastos, árboles pequeños y a veces flores salvajes que son plantadas y cuidadas para dar placer al paseante, mientras que arriba, en los sitios vacíos, la naturaleza crece libremente.
En el South Side de Chicago se encuentra un museo no-oficial de planificación urbana que exhibe ejemplares de varios diferentes estilos. Repartidos entre parches de terrenos baldíos, aún pueden verse filas de elegantes casonas junto a avenidas amplias, seguidas por casas más modestas y edificios de departamento. A la distancia se levantan los altos conjuntos de vivienda social, más allá fábricas abandonadas y viviendas subsidiadas para ancianos. A lo largo del Lago Michigan corre el Hyde Park, con sus edificios de piedra neo-góticos de la Universidad de Chicago, una fortaleza ambiental que ha escapado de la devastación de aquello que la rodea.
Las puertas del ghetto
“Este lugar está protegido por la extrema pobreza”
–Calcomanía de la revista «Mad», pegada en la puerta de entrada de un departamento en un proyecto de vivienda social en Newark. Scudder, Homes, 1987.
En su función de conectar la calle con el interior, las entradas de los edificios hacen cortes bruscos y a menudo transiciones torpes con el interior, señalando una lucha entre aspiraciones pasadas y realidades presentes. Los portales pesados, grandes y adornados de muchos edificios antiguos han sido frecuentemente reemplazados por puertas pequeñas y rectangulares de aluminio, cuyo encaje imperfecto no hace sino recordar la cuidada entrada original. Figuras grandiosas de leones, festones y flores sobre arcos y columnas se contradicen con las pequeñas y toscas puertas. Conchas de mar, símbolo clásico de eternidad, rodean entradas que han sido selladas, destruidas y deterioradas. A menudo se encuentran urnas sobre bloques de hormigón o puertas de metal.
En contraste con aquellas residencias de clase media que han sido entregadas a pobres, estos edificios nuevos diseñados para residentes de bajos recursos tienen entradas planas y lineales. Sus exteriores sosos sólo son quebrados por abundantes graffitis, los que entregan, con sus curvas y colores, una decoración ad hoc.
Los sellos protegiendo las entradas de los edificios abandonados están usualmente rotos. Los interiores suelen ser usados como baños públicos, hogar temporal para gente sin casa, venta de drogas y grandes contenedores de basura. En las puertas de entrada muchas veces pueden encontrarse animales muertos, neumáticos, máquinas de lavar, equipamiento de cocina, colchones y otros objetos descartados.
Los proyectos de vivienda social y otras estructuras nuevas, construidas con programas de asistencia pública, tienen puertas que rara vez se cierran y que muchas veces son vandalizadas. En un proyecto en Newark, una serie de brillantes puertas metálicas fueron pintadas de rojo para disuadir a los carroñeros, pese a lo cuales fueron robadas y vendidas como chatarra. En un proyecto en South Bronx, un residente del primer piso, quien no podía dormir por los crujidos de las puertas, decidió removerlas todas, dejando el edificio totalmente abierto.
En instituciones recientemente terminadas, las entradas usualmente se encuentran en el costado del edificio y son rara vez visibles. Estas estructuras “anti robo”, de muros ciegos y diseñadas como bóvedas, parecen inaccesibles y hostiles. En casas y edificios privados, un pequeño pasillo corto y enrejado, similar a una caja, se extiende sobre la vereda, limitando el acceso y previniendo que gente venda droga o se robe el correo. El algunos edificios en altura, el acceso es limitado también por una reja perimetral, la entrada siendo por puertas con torniquete. En lugares especialmente peligrosos, las puertas tienen tantas cerraduras y candados que una parte significativa del día se va en buscar y usar llaves. Adentro, departamentos vacíos que contienen evidencia en juicios de drogas han sido sellados con pernos y candados sólidos. Los agujeros de balas son un recuerdo para los residentes del ambiente mortal en donde viven y de su vulnerabilidad, y marca la entrada a los edificios más violentos.
En este ambiente impredecible como estos, las personas frecuentemente buscan ayuda en la religión y en la magia. Las puertas de los departamentos suelen estar personalizadas con calcomanías, imágenes, estatuas y signos. Una puerta en South Bronx presenta un gran sagrado corazón de Jesús y un San Jorge matando al dragón, además de otras cartas sagradas como protección ante el mal; a otra puerta se accede a través de un pequeño pasillo que contiene un altar.
Perros de la calle
“Si miras a estos perros puedes aprender cómo sobrevivir. Puedes ver su único propósito: conseguir algo que comer”
– Adolescente de Newark, 1983.
“Dog pound nigga!”
–Graffiti en Central Ward, Newark, 1995.
Los residentes de ghettos se ven usualmente forzados, con gran costo para ellos, a tener y mantener perros grandes para protegerse. Amarrados en pasillos o patios traseros, los perros funcionan como alarmas que alertan cuando algún extraño aparece. Cuando el dueño muere, se cambia de casa, no puede pagar más el alimento o no tiene tiempo para cuidarlo, el perro es abandonado en parques y lotes vacíos. Es por ello que siempre pueden verse animales vagos y esqueléticos patrullando las calles y hurgando en la basura por algo de comida. Pierden pedazos de piel en peleas, sus piernas se dañan al pisar botellas o sufren heridas cuando algo es lanzado contra ellos. A veces se resbalan en las escalas congeladas de edificios vacíos y se quiebran una costilla o un pie. Aunque suelen escaparse de los humanos, su sola presencia da una sensación de salvajismo y abandono a las áreas donde merodean. En la noche, personas precavidas y algo asustadas evitan pasar cerca de los perros, cruzando de vereda o alterando la ruta de vuelta a casa. Personas mayores, como un modo de mantener los niños fuera de las calles, les asustan advirtiendo que los perros se los llevarán lejos.
A los adolescentes les gusta usar la palabra “perro” [dog] en sus sobrenombres, anteponiendo la primera letra de su nombre a modo de personalización. K-dog, D-dog y T-dog son los más populares. Aunque “perro” es bastante usado en términos peyorativos, también tiene la connotación positiva del guardián. En este contexto, es usado para hablar de un compinche [homeboy], alguien local de confianza.
Las ratas causan miedo y son un problema mucho más serio que los perros. Las personas ponen mallas en las cunas para proteger a sus bebés, ya que las ratas los muerden, así como a los cables. Se comen la comida, desordenan las casas y transmiten enfermedades. Los residentes están ansiosos de hablar sobre estas plagas y de mostrar hoyos y fecas de ratas a los visitantes.
El ghetto es la única comunidad urbana en los Estados Unidos donde podemos oler el hedor acre de animales podridos, los que pueden pasar meses o más tiempo en lugares abiertos. Residentes locales se acostumbran a vivir rodeados por el olor ofensivo de perros, ratas y gatos muertos.
Referencias Bibliográficas
Segundo capítulo del libro The New American Ghetto (Rutgers University Press, New Brunswick: 1955). Agradecemos a Rutgers University Press haber autorizado la traducción y publicación de este texto por primera vez al español.
Traducido del inglés por Ricardo Greene.
N. d. T.: Para más de Camilo José Vergara, recomendamos visitar el proyecto organizado junto a Bifurcaciones: www.estoestalca.cl
[1] N. d. T.: “It’s Nation Time” fue el llamado del poeta y activista Amiri Baraka en 1970 a constituir una nación afroamericana. La frase se transformó en una consigna de los derechos ciudadanos afroamericanos.