COLECIÓN RESERVA · por José Comblin *
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TEOLOGÍA DE LA CIUDAD |
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Presentacion del texto Por Tomás Errázuriz, Editor Colección Reserva.
Durante la década del 60, las ciudades de América Latina fueron sacudidas por millones de personas que abandonaban el campo buscando una tierra de oportunidad. Las ciudades, sin embargo, se vieron totalmente sobrepasadas a las demandas de estos nuevos pobladores. La desigualdad y la pobreza eran inevitables, y el descontento, insostenible. En este escenario, los ideales de justicia y transformación social y económica fructiferaron con una fuerza desestabilizadora, instalándose en el centro del discurso de los grandes movimientos sociales regeneradores. La utopía finalmente era “conquistar el derecho de vivir en la ciudad”.
Aunque el libro Teología de la Ciudad (Théologie de la ville, 1968) de José Comblin, seleccionado para la Colección Reserva de este número, nos devuelve a las ya casi míticas ciudades de la Biblia, el convulsionado escenario de los sesenta tiñe la mirada que el teólogo nos entrega. Coherente con los quiebres culturales de la década, tanto en lo social como en términos geopolíticos, y comprometido con los mismos ideales marxistas que lo llevaría a impulsar, junto a otros, la teología de la liberación, su mirada retrospectiva sobre la relación entre teología y ciudad buscó también el cambio y la renovación. A partir de una acuciosa retrospección en torno al lugar que ocupan las ciudades en el relato bíblico, Comblin se pregunta por la interacción de Dios y los hombres con la ciudad, y los significados e imágenes que se desprenden de estas experiencias. Lo lejano que nos pueden parecer los tiempos bíblicos se estrechan cuando, en el transcurso de la lectura, asoman diversos patrones de aproximación a lo urbano, que siguen marcando el modo en que se comprenden y se viven las ciudades contemporáneas. Así, lentamente y como siguiendo pistas, nos enfrentamos con un texto que no sólo reconoce y valida la existencia de una teología de la ciudad, sino también uno que nos recuerda la importancia de abrir el debate sobre lo urbano a ciertos ámbitos de estudio que han sido progresivamente marginados de la producción del conocimiento, en consonancia con el proceso de secularización de las instituciones civiles. |
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INTRODUCCIÓN
¿La ciudad? ¿Qué puede el teólogo decir de la ciudad? Los catálogos bibliográficos de literatura teológica contemporánea no hablan de esta materia. No hablan de estudios teológicos sobre las ciudades. ¿Hay que concluir, por eso, que se trata de un asunto ajeno a los teólogos? Pero, si la ciudad es una realidad “humana”, ¿cómo podría la teología quedarse indiferente ante ella? En teología cada vez más se habla de realidades terrenas, de realidades humanas, o más bien, y para decirlo con más exactitud, se formula el proyecto de hablar de ellas. Sin duda, la teología llamada de realidades terrenas ha quedado demasiado tiempo limitada a las categorías abstractas. Parece llegado el momento de considerar las realidades humanas concretas y de confrontarlas con la realidad del cristianismo. La ciudad es una de esas realidades, y una de las más importantes.
La Biblia habla largamente de la ciudad. En la primera página, es verdad, está ausente: el paraíso es un parque situado en el campo, podríamos casi decir, un vergel. Pero la última página de la Biblia es la visión de la ciudad nueva, universal y eterna. Se encuentra en ella el paraíso, pero, en esta ocasión, situado en la ciudad. Del campo a la ciudad, de un parque del campo a un parque en la ciudad, como si la Biblia nos describiese un largo viaje de la humanidad; este viaje se parece muchísimo al movimiento que nos descubre la historia de la humanidad de los últimos milenios.
Sin embargo, ciudad y campo se oponen con frecuencia en la Biblia como dos polos, y las tensiones entre los dos polos llevan el reflejo de la dialéctica de la historia por la que Dios hace pasar a su pueblo. Si existe, como creemos, un problema teológico de la ciudad, se admitiría que no puede tratarse de una disputa ideológica entre teólogos. No se trata sólo de establecer las relaciones entre la doctrina cristiana y una idea de ciudad.
Si la iglesia quiere afrontar la ciudad y la urbanización contemporánea, debe someter a examen el conjunto de sus estructuras y en especial el sistema parroquial. Necesitará elaborar una nueva pastoral. Y ¿dónde encontraría esta pastoral su orientación, sino en una reflexión teológica sobre el sentido de la revolución urbana, sobre el significado de la ciudad?
HISTORIA TEOLÓGICA DE LA CIUDAD
La última palabra de la revelación es el nombre de una ciudad, la nueva Jerusalén. El último acto de la historia divina es la manifestación de la ciudad de Dios. Esta historia, que comenzó en un jardín, al principio del Génesis, termina, efectivamente, en una ciudad en el último capítulo del Apocalipsis.
Resulta – ¿será por casualidad? – que el mismo pasaje ritma todas las etapas intermedias. La primera fase de la economía divina, la del paganismo anterior a la vocación de Abrahán, comienza en el Jardín del Edén y acaba en Babilonia. La segunda fase, la de la historia de Israel, comienza con la vida nómada de los Patriarcas y la peregrinación de las tribus por el desierto. Termina en Jerusalén. Según el Nuevo Testamente, efectivamente, la etapa de la alianza con Israel termina con la muerte de Jesús en Jerusalén, y la destrucción de la ciudad por los romanos manifestará el hecho de habérsele retirado la alianza el día en que condenaron a Jesús a muerte, inaugurando así, sin saberlo, la edad nueva. En fin, la última fase, la del cristianismo, comienza en Galilea, en los caminos que Jesús recorre durante tres años, y llegará a su término en la nueva Jerusalén.
Pongamos este ritmo de la historia divina frente a lo que nos enseña la historia de las civilizaciones. El paralelo es impresionante. El hombre vivió, en primer lugar, como un nómada en busca de su subsistencia. Luego surgieron las civilizaciones. Las civilizaciones han sido todas urbanas, y el formidable movimiento de urbanización del que somos testigos actualmente nos muestra que la historia está lejos de cambiar la costumbre de las civilizaciones de ser urbanas.
Como san Agustín lo vio con claridad, la visión de la ciudad de Dios, la nueva Jerusalén, ilumina retrospectivamente toda la historia de la humanidad. Podríamos comenzar por el estudio de la visión de la nueva Jerusalén. Sin embargo, no podemos comprender la visión de san Juan sino a la luz de sus antecedentes bíblicos.
LA NEGACIÓN: ISRAEL Y SU VOCACIÓN
La Biblia presenta el cuadro de una oposición dramática entre Jerusalén y Babilonia, la ciudad de la revelación divina y la ciudad del pecado. San Juan las recapituló en sus dos visiones antitéticas de “la madre de las rameras y de las abominaciones de la tierra” (Ap 17, 5) y de “la esposa del Cordero” (Ap 21,9). Esta oposición forma parte de una dialéctica de la ciudad. Es, además, uno de los temas encuadrados dentro de una dialéctica más amplia, en la que el paganismo representa siempre una afirmación de la ciudad y el judaísmo representa el polo negativo.
El pueblo de Israel vio al paganismo encarnado en las ciudades y por eso su negación del paganismo se tradujo en una hostilidad contra las ciudades paganas. El asunto de este párrafo será: cómo la ciudad puede encarnar al paganismo, cómo la hostilidad contra las ciudades puede encarnar la búsqueda de Dios y la fidelidad a Dios. En primer lugar, recogeremos de la Biblia los testimonios de la lucha contra las ciudades, de la negación israelita, para buscar su significado. Comprenderemos mejor seguidamente el polo positivo, lo que se puede reprochar a la ciudad pagana, en lo que tienen de pagana. Y veremos la evolución de la dialéctica.
La fase negativa del judaísmo continúa en cierto modo, aunque bajo otras formas, en la Iglesia y su constitución. El judaísmo no ha caducado enteramente. Puede hacernos comprender y conocer elementos de la vida de la Iglesia. La diferencia entre la negación del Antiguo y del Nuevo Testamento hace, además, más sensible la novedad de la Iglesia dentro del movimiento que lleva al reino de Dios.
El que ve en el judaísmo un mero fenómeno sociológico o histórico, estará tentado de interpretar la oposición a la ciudad en el antiguo Testamento, como síntoma de una mentalidad conservadora: significaría que Israel representaba en el Antiguo Oriente la mentalidad de los nómadas y su resistencia a la vida sedentaria. Sería una herencia del pasado de las tribus hebreas, del tiempo de su vida nómada o semi-nómada en las estepas de Arabia. Los profetas que acusan los vicios de los ciudadanos serían los portavoces del partido conservador. Expresarían la nostalgia de las costumbres más rudas de los beduinos. Israel hubiera sido uno de los elementos de resistencia a la “revolución urbana” del neolítico.
Esta interpretación está lejos de parecernos impía. Es perfectamente posible y verosímil que los atavismos de los beduinos, las reacciones de conservadurismo social hayan inspirado las palabras de los profetas contra las ciudades y sus habitantes, contra la civilización urbana tal como se desarrollaba en Mesopotamia y Egipto, y que los judíos procuraban imitar. Su situación social y cultural les habría ayudado a ver mejor los defectos de la civilización urbana naciente.
La intervención divina no consiste en crear de pies a cabeza la psicología de los profetas, sino en ordenar sus aptitudes en un plan de conjunto de donde nace un significado nuevo. Dios pudo servirse de reacciones puramente sociales de los israelitas para revelar un mensaje, montar una dialéctica, realizar su designio en el mundo.
Sin embargo, el mensaje de los profetas contra las ciudades no se reduce a una simple reacción de psicología social. Su hostilidad no es ciega. Tiene un contenido. Los profetas denunciaban la impiedad y la idolatría en las ciudades. Las ciudades se creen divinas y en realidad son impías. Por eso, para encontrar a Dios hay que huir de ellas, romper el encanto fascinante de la idolatría. No es una reacción de mal humor. Es una denuncia de los falsos encantos en cuyo nombre las ciudades desprecian al hombre y por lo tanto al verdadero Dios. Los profetas afirman que la búsqueda de Dios sólo puede comenzar por la ruptura con los encantos, con las seducciones de un paganismo cuyos atractivos muestran las ciudades. Esto va lejos y rebasa con mucho las reacciones de los beduinos frente a los nuevos modos de vida cuyos secretos no comprenden todavía.
¿Cómo se manifiesta, pues, la negación de Israel frente a la ciudad? Vamos a verla expresarse en dos series de temas, donde los primeros ensalzan la vida nómada y el desierto, los segundos denuncian los pecados de las ciudades.
a) El judío errante La Biblia relaciona el encuentro de Dios por el hombre, o, mejor dicho, la obediencia a Dios del hombre, a quien Dios ha interpelado, con la ruptura con la ciudad: hay que salir, cortar las ataduras, vivir como nómada sin puerto fijo, vivir como extranjero en todas partes. La experiencia del desarraigo es el cuadro de la experiencia de Dios. Se trata de un vacío que crea una disponibilidad y deja a Dios campo libre.
Los temas bíblicos que idealizan y dan la preferencia a la vida nómada son los siguientes: la marcha, la vida errante, la condición de extranjero. La peregrinación es como una forma reconstituida artificialmente y estilizada de la vida errante. Merece también nuestra consideración.
Es evidente que estos temas no han desaparecido con el Antiguo Testamento. Sobreviven en la espiritualidad cristiana. Le son indispensables. La vida nómada, en su forma pura, o en las formas más estilizadas, como son las peregrinaciones, ciertas formas de vida religiosa, todas las formas de vida religiosa de determinado matiz, los retiros, el viaje, la marcha, sigue siendo uno de los grandes medios de la formación humana en el cristianismo.
Abrahán vivía en una ciudad. Era de Ur, una de las primeras grandes metrópolis de la antigüedad (Gn 15, 7). Es el precursor de todos los que abandonan su ciudad natal para ir al encuentro de Dios. Pero no abandonó su ciudad para instalarse en otra. Fue el que se va y nunca vuelve. Siguió en estado de marcha, plantando su tienda un día aquí y otro allá. Abrahán fue el hombre errante, sin ataduras, sin trabas, sin casa propia.
Abrahán es el hombre que Dios ha hecho disponible. Se ha desprendido de lo que amaba para seguir asomado al futuro. Así es como la Epístola a los Hebreos resume su epopeya espiritual: “Por la fe obedeció Abrahán al ser llamado, saliendo hacia la tierra que debía recibir en herencia; y salió sin saber adónde se dirigía. Por la fe emigró a la tierra de promisión como a tierra extraña, habitando en tiendas” (Heb 11,8s).
Abrahán no rompió solo con su ciudad natal. Rompió con toda ciudad. Se condenó a la vida nómada. Ni siquiera podrá, como los nómadas de origen, caminar por tierra propia. Tendrá que residir como extranjero en el país que pertenece a otros. La condición de extranjero se hacer resaltar tanto como la de nómada. Se puede decir que son dos temas que radicalizan la marcha (Gn 15, 13; 23, 4).
La tradición bíblica hace de las doce tribus la descendencia carnal y espiritual de Abrahán. Reducidas a esclavitud, las doce tribus de Israel cayeron en el peligro de hacerse sedentarias y de adoptar las costumbres de los egipcios. Entonces Dios obligó a los israelitas a salir de Egipto. Los condujo a la vida nómada. Durante cuarenta años los obligó a surcar las rutas del desierto. Ahora bien, las tradiciones de Israel son unánimes en referir que precisamente durante esta vida errante fue cuando Dios formó la conciencia de su pueblo, y en primerísimo lugar la de Moisés. Los nómadas no tienen historia. La historia la construyen las ciudades. En la vida nómada, Israel podía estar atento a lo que Dios iba a decir.
Israel supo aclarar en sus instituciones los grandes temas que expresaban su vocación. Hizo de la Pascua su gran fiesta. La pascua celebra la salida, la marcha. Como Abrahán, también las tribus salieron de un país que conocían para ir a un país que no conocían, para ir hacia lo desconocido. Israel huía de la esclavitud, ciertamente, pero también de la civilización. Y parece haber experimentado más hondamente la renuncia a la civilización que la libertad conseguida en tales condiciones. Es, al menos, lo que da a entender el Exodo (Ex 1-15).
Llegado a Canaán, Israel siente la tentación de instalarse en las ciudades que encuentra. Queremos decir: Israel siente la tentación de dejarse asimilar por la civilización de las ciudades de los cananeos. Pero, de nuevo, Dios le advierte y le ordena destruir estas ciudades.
Impresionados por el acontecimiento, la destrucción de Jerusalén y el reino por los babilonios, se interpretó en primer lugar como castigo divino. Pero, seguidamente, la reflexión sobre la vocación propia de Israel descubrió otro sentido. Una vez dispersado entre las naciones ¿no encontraba Israel su vocación de extranjero y de nómada, de pueblo sin tierra, testigo de la gloria de Dios en medio de las naciones, nunca instalado, nunca asimilado? La diáspora parecía al principio una ruina. Pero era más bien una promoción. Pues así es como Israel sobrevivió al exilo y en el exilio, y se desarrolló. Israel no necesitaba de Jerusalén, ni siquiera de la tierra de Canaán para mantener las ideas fundamentales de su misión.
El fundador de la idea de la diáspora es Abrahán. Lo esencial de la diáspora consiste en esto: no poseer ciudad propia, ser en todas partes extranjero, dejar el lugar de origen y quemar sus barcos, siempre en camino, no para buscar un lugar de refugio, sino para buscar el encuentro con Dios. Permaneciendo aparte, no sólo de los otros, sino de todo, así es como Israel se hace testigo de Dios. Y esto se resume en una imagen: estar sin ataduras con respecto a la ciudad.
b) El desierto El tema del desierto completa los que acabamos de ver. Las grandes realidades religiosas de Israel están unidas al desierto; aun las instituciones de culto de Jerusalén, aun las leyes que suponen un arraigo en Palestina, tienen su origen en el desierto.
En el desierto es donde Dios se revela a Moisés. Dispone las circunstancias de tal manera que Moisés se ve obligado a ir al desierto. En el desierto le espera y le revela al mismo tiempo el destino de Israel y su misión personal (Ex 3,1-10). En el desierto le da la experiencia de su presencia (Ex 33). A Elías dará Dios igualmente en el desierto la misma experiencia (1 Re 19, 9-17). Y así es como se crea la teología mística, que desde entonces asocia la vida en el desierto al verdadero conocimiento de Dios. El desierto no es la tranquilidad, ni la soledad campestre de los filósofos. Es el vacío de toda civilización, de todo objeto elaborado por el hombre; el vacío de toda presencia humana, hasta el vacío de toda imagen. Sin duda era necesario que el vacío de toda representación que es el nombre de Dios, el vacío de la inteligencia que supone el conocimiento de Dios se viese favorecido por el vacío del desierto.
El desierto es también el lugar de la alianza entre Dios y el hombre. ¿Por qué? Sin duda, porque la salida al desierto representó para Israel el gran riesgo, la gran aventura: el riesgo de la pobreza, la aventura de la inseguridad.
Arrojado al desierto, Israel pierde la seguridad, renuncia a los graneros, las economías de las civilizaciones urbanas. Sin reservas, el pueblo se ve condenado a vivir día tras día de lo que Dios le da. ¿No es ése el sentido del maná y de las fuentes del desierto que los libros de la Tora recuerdan con entusiasmo? Después de esto es fácil extasiarse y admirar la supervivencia de las tribus. El que hace la prueba experimenta, sobre todo, el riesgo.
¿No es así, pues, la alianza con Dios el riesgo supremo? ¿No es riesgo sumo la necesidad de ser fiel, pase lo que pase? Una alianza así, en que se desconoce el futuro, un compromiso definitivo, en el que no se sabe lo que puede suceder, ¿no es eso el riesgo? Pues bien, eso es lo que Dios exige de Israel. Después de esto, uno puede extasiarse en la consideración de los privilegios que van unidos a la alianza. Estemos seguros que es especialmente en la acción donde se encuentran los riesgos. ¿No es la inseguridad del desierto el lugar donde mejor se puede experimentar la inseguridad de la alianza?
El desierto significa que la alianza sólo tiene lugar en la pobreza, verdadera prueba de fidelidad. En la pobreza se puede ver si el hombre se une a Dios por Dios o por los beneficios que espera.
Por eso el desierto es todavía en la Biblia el lugar de la tentación. En el desierto el pueblo es puesto a prueba. Muestra lo que es. El desierto descubre la verdad del hombre. Le arranca sus máscaras. Nunca la incredulidad de los israelitas se manifestó ni se descubrió con tanta claridad como cuando la experiencia del desierto les hizo sentir las condiciones de fidelidad. Por el contrario, también en el desierto es donde Dios compromete su fidelidad y donde el hombre aprende a valorarla. El Deuteronomio recuerda los grandes días del desierto “Yahvéh, tu Dios te ha hecho andar durante estos cuarenta años en el desierto para humillarte probarte y ver lo que había en tu corazón” (Dr 8,2).
El desierto es, pues, el gran retiro. Es la prueba, y la prueba engendra la sublevación, pero, después, se vuelve saludable. El desierto es el lugar del combate de Dios y del hombre, pero Dios se muestra el más fuerte y libra al hombre de la sublevación.
Dios anuncia asimismo por la voz de los profetas la renovación de la prueba del desierto siempre que la infidelidad hace caer a su pueblo al nivel de los paganos. A pesar de su amargura, el desierto es el medio por el cual la esposa infiel vuelve a su Dios celoso: es un tema de Oseas y de Jeremías. En el desierto Dios manifiesta su misericordia y su perdón.
Todas estas ideas continúan en el Nuevo Testamento y en la tradición espiritual cristiana. Nos equivocaríamos si las creyésemos agotadas o si subestimásemos su importancia, como si la civilización contemporánea debiese disminuir su alcance. Expresan y encarnan la ruptura, sin la cual no hay densidad de vida cristiana, ni de vida personal.
El descubrimiento de los escritos de Qumran ha mostrado en qué grado las ideas del desierto consiguieron renovarse y mantenerse vivas en el judaísmo. La vida monástica de Qumran, su soledad, su ruptura con el judaísmo hundido en los compromisos con las civilizaciones están en relación íntima con la fidelidad a la alianza, la autenticidad del respeto a la ley, la intransigencia de la fe. No es ni el deseo de meditar en el silencio, ni el hastío de los hombres, ni el abandono de las tareas sociales lo que empuja a los monjes de Qumran al desierto, sino la fidelidad al pacto de Moisés, a la alianza constitutiva de Israel.
Estamos en unos tiempos en los que se habla de reconciliación con el mundo. No podemos, sin embargo, olvidar que el Antiguo Testamento es fundamento del Nuevo y que la reconciliación no es todavía para este tiempo.
c) El pecado de las ciudades Correlativamente a la idealización de la vida errante y del desierto, el Antiguo Testamento juzga rigurosamente a las ciudades. Pues Israel ha conocido ciudades y aun grandes ciudades de cientos de miles de habitantes, ciudades que estuvieron lejos de alcanzar el nivel de las grandes ciudades actuales, pero que también conocieron una verdadera civilización urbana. La historia bíblica se desarrolló precisamente en la región donde nació la “revolución urbana”. Fue contemporánea al apogeo de las grandes metrópolis de la antigüedad. Especialmente Babilonia.
Babilonia, “la flor de los reinos” (Is 13,19), “ la ciudad grande, la que se vestía de lino, púrpura y grana, la que se engalanaba con oro, piedras preciosas y perlas” (Ap 18,16), fue la primera metrópoli de irradiación mundial. Hamurabi la había hecho capital de un gran reino. Durante 1.400 años fue el centro comercial y cultural del Asia antigua. Cuatro veces fue vencida, destruida, arrasada por los hititas primero y después por los asirios. La que conocieron los israelitas en el exilio había sido reconstruida por Nabucodonosor. Nunca fue ya destruida, a pesar de los oráculos de los profetas, pero la abandonaron sus habitantes cuando los cambios geográficos le hicieron perder su situación ventajosa. Se cree que en tiempos de los profetas tendría de 300.000 a 400.000 habitantes, la mayor concentración humana conocida hasta entonces.
Babilonia estaba coronada por su “zigurat”, pirámide de 90 m. de altura, truncada, en pisos escalonados. En su cúspide, el templo de Marduk afirmaba la soberanía del dios sobre Babilonia al mismo tiempo que la gloria de reinar en tan gran ciudad. Esta torre era para los de Babilonia la imagen del mundo. Daba a la ciudad la impresión de ser, como les gustaba decir a los antiguos, el ombligo del mundo. ¿No se le daba el nombre de E-temen-anki, es decir, la piedra fundamental del cielo y de la tierra?
Ahora bien, Babilonia se atrajo las imprecaciones más violentas de la Biblia, las expresiones de odio y horror más ruidosas de los libros sagrados (Is 12 y 21; Jer 50 y 51). Han sido resumidas de alguna manera en la célebre visión del Apocalipsis de san Juan (Caps. 17 y 18).
En las palabras apasionadas de los profetas podemos ver la expresión de los deseos de libertad y de venganza de los vencidos, transformados en esclavos de la gran ciudad cuya riqueza, no lo olvidemos, se acumuló gracias a la sangre y sudor de todos ellos. Hay que situarse en este contexto para comprender, por ejemplo, estas palabras de Jeremías; “Y haré que Babilonia y todos los habitantes de Caldea paguen por todo el daño que hicieron en Sión, delante de vuestros ojos –oráculo de Yahvéh-” (Jer 51, 24). Pero la doctrina de los profetas no se reduce a sentimientos tan simples y elementales.
Babilonia merece la cólera de Dios por lo que es en sí. Por ser la mujer “ebria de la sangre de los santos” (Ap 17, 6). Por ser, independientemente de las persecuciones “la madre de las rameras y de las abominaciones de la tierra” (Ap 17, 5).
Babilonia es para san Juan como la encarnación de la idolatría. Lo que él llama prostitución, es idolatría. De hecho, la historia no desmiente los juicios de la Biblia. Aquella gran metrópoli fue edificada para glorificar a un ídolo, Marduk, el dios de Babilonia, es decir, para glorificar lo que los hombres ponen bajo las apariencias de los ídolos. En un texto descubierto de las ruinas, el rey Nabopolasar, reconstructor de la ciudad, dice: “Por Marduk, mi Señor, doblé mi cerviz, me despojé de mis vestidos, insignia de mi rango real, y llevé sobre mi cabeza ladrillos y tierra.” Babilonia fue la ciudad de los 53 templos y de los 1.300 altares, la ciudad de las grandes procesiones y de las grandes liturgias, como aquella procesión del Año Nuevo, especie de gran mitología escenificada que tan profundamente influyó en las religiones antiguas y de la cual encontramos ciertos ecos en el salterio.
El horror sagrado que Babilonia suscita entre los profetas de Israel se simboliza en el episodio que los redactores de los libros de la Ley colocaron al término de la historia de los orígenes, antes de la vocación de Abrahán (Gn 11, 1-9). No hay duda de que la famosa “torre de Babel” es E-temen-anki, la pirámide descubierta en medio de las ruinas, y que la ciudad de la cual habla el Gn 11 es esta Babilonia histórica. La tradición a la que el Génesis se refiere se relaciona con los supuestos orígenes de Babilonia. El autor sagrado la interpreta de tal manera que la construcción de la gran metrópoli mesopotámica no es otra cosa que el pecado primordial de los hombres antes de su dispersión por el mundo. El cosmopolitismo de Babilonia no es sino un resto de un gigantesco pecado, el de dominar a la humanidad entera.
El pecado que estigmatiza el Génesis no es el de haber construido una gran torre que llegue hasta el cielo. Construir una torre que llegue al cielo es una figura de estilo oriental para expresar una alta torre. Es una cualidad que los babilonios atribuían a E-temen-anki. El pecado de los hombres fue construir la ciudad y la torre, construir la Babilonia histórica. ¿Dónde está el pecado? El autor no lo dice. Parece suponer que para el lector no era necesario insistir. Por el contexto bíblico podemos pensar que los israelitas vieron en esta metrópoli cosmopolita, a la vez que una afirmación del orgullo humano, una manifestación de confianza en sí mismos, de seguridad y hasta de arrogancia, y también una voluntad de dominar al género humano, de modelarlo, de hacerle trabajar, de ponerlo al servicio de la afirmación orgullosa de un poder.
De hecho, en muchos lugares de la Biblia, edificar una ciudad es un pecado de desconfianza en Dios y de confianza en sí (Cf. Dt 28, 52; Job 6, 20; Pro 21, 22; Is 23; Ez 26) Hay algo en la ciudad que hace del hombre un ególatra y lo insensibiliza respecto a Dios.
En estas condiciones, ya no nos extraña que otra tradición bíblica atribuya la fundación de la primera ciudad a Caín, el inventor del crimen. Como si la idea de construir una ciudad sólo pudiese salir de un hombre que huye de la presencia de Dios y del resentimiento de los hombres: para refugiarse tras las murallas, era preciso tener necesidad de huir de Dios y de los hombres.
Tampoco nos extrañamos de que en la historia de los patriarcas, Sodoma y Gomorra encarnen la corrupción, mientras que los nómadas Abrahán y Lot son los únicos que siguen fieles a las buenas costumbres.
Más tarde, cuando los israelitas se disponen a entrar a Canaán, Dios les advierte que tienen que destruir todas las ciudades de los paganos, como si las ciudades respirasen paganismo hasta por sus paredes. Así parece hablar la leyenda deuteronómica de la conquista.
El mal de las ciudades no está únicamente en la idolatría que en ellas se practica. Por otra parte, esa idolatría expresa un estado de espíritu más profundo. Según los textos que acabamos de ver reunidos, parece haber en la ciudad en sí algo incompatible con el Dios de Israel. Pues Babilonia no es más que el prototipo de ciudad vista por la Biblia. Las otras ciudades de la antigüedad son tratadas con la misma severidad. Parece como si el pecado fuese la autosuficiencia, el repliegue sobre sí mismo, la afirmación orgullosa de sí, lo que constituye la esencia del pecado, y además el desprecio del prójimo que nace de la propia confianza, la explotación de los otros, que se funda en el repliegue sobre sí. Por eso la Biblia denuncia justamente aquello de lo que se vanaglorían las ciudades: su fuerza, su riqueza, su dominio.
d) El equívoco de Jerusalén Dada la mentalidad que acabamos de recordar, no es extraño ver a los más antiguos profetas indignados de que el pueblo de Dios mismo quiera construirse ciudades. “Olvida Israel a su Hacedor, edifica palacios; Judá multiplica las ciudades fuertes. Pero yo prenderé fuego a sus ciudades, que devorará sus castillos” (Os 8, 14). Es una traición de parte de Israel, es “olvidar a Dios”.
Pero ahora surge el problema: ¿cómo entender la actitud de la Biblia hacia Jerusalén? ¿No es la contradicción de todo lo que acabamos de ver? La cuestión es importante, porque precisamente la conducta de Israel hacia Jerusalén revelará la singularidad de su vocación y de su modo de relacionarla con la ciudad.
La hostilidad de Israel no es tan sencilla como los textos precedentes podrían dar a entender. Su negación de las ciudades no es tan total. Junto a tradiciones radicales, hay otras que justifican, por ejemplo, la ocupación de las ciudades cananeas por los hebreos (Núm 32; Jue 1, 26). El redactor del Génesis coloca antes del episodio de la torre de Babel un texto del documento sacerdotal, que es un árbol genealógico de las naciones; en él la fundación de las primeras ciudades y especialmente de Babilonia se atribuye a Nemrod. No se preocupa por otra parte, de armonizar esta reseña (Gn 10, 10) con el capitulo siguiente.
Para los profetas, Jerusalén no fue nunca una ciudad santa, una morada de Dios, el pedestal de Yahvéh, como Babilonia era la ciudad santa dedicada a Marduk.
En primer lugar, Jerusalén no es una fundación divina, en el sentido en que los paganos pensaban de sus ciudades. Los profetas no nos hablan de hechos maravillosos en la fundación de Jerusalén, ni de inspiración divina, ni de ninguna señal providencial. Al contrario, se subraya el haber sido originariamente pagana. Era la ciudad de los jebuseos, cuando los israelitas llegaron a Palestina, y mantuvo largo tiempo su independencia, mientras los hebreos ocupaban la región.
La ciudad la conquistó David, no milagrosamente, sino gracias a la astucia de sus guerreros, y no en nombre de Israel y de Yahvéh, sino en nombre propio, como jefe de ejército. David la hizo su plaza fuerte, residencia de su familia. Cuando más tarde las tribus del Sur y del Norte unidas le hicieron rey, hizo Jerusalén la capital de su estado al mismo tiempo que la residencia de la dinastía. Durante la época monárquica, Jerusalén será esencialmente ciudad del rey, no ciudad de la alianza. Esta no se incorpora a ninguna ciudad. Israel no se encarnará en una ciudad. La ciudad de Jerusalén se integró a la alianza en la misma medida que la dinastía de David. No como ciudad de Israel, sino como ciudad de David y de las promesas davídicas.
Con la traslación del arca desde Silo a Jerusalén, David hizo de su ciudad y de la capital de su Estado, el centro religioso, de hecho, de la afictionia, el centro de las tradiciones de la alianza. Buscaba así reforzar su dinastía, esperando que parte del prestigio del arca de la alianza redundara en la ciudad donde de hecho se encontrase. El vínculo entre Jerusalén y la alianza de Israel no era menos accidental. Así lo comprendieron las tribus, y por eso aceptaron su traslado. No pretendían transformar de ese modo a Jerusalén en ciudad santa, ni identificar con ella la realidad religiosa de Israel. Esto apareció claro después de la muerte de Salomón, cuando las tribus del Norte se separaron de la dinastía de David y de su Estado. Estas tribus continuaron reconociendo la alianza cuya sede estaba accidentalmente en Jerusalén, sin hacer suya la ciudad misma, ni su rey. El templo se había hecho sagrado, no la ciudad.
Efectivamente, bajo Salomón, el templo sustituyó al arca y heredó sus funciones respecto a la alianza. El templo no santificó la ciudad. El templo era de Dios; y la ciudad, del rey. La ciudad estaba fuera del templo. No se hizo ciudad sagrada. Israel no se identificó con la ciudad de Jerusalén. Y así es como sobrevivió a la ruina de la ciudad. El pueblo de Dios no necesitaba ciudad para vivir. Era esencialmente una comunicad nacida alrededor de la Ley, de las tradiciones de Moisés y de los profetas.
Durante el destierro, comienza Jerusalén a representar y a encarnar las esperanzas de Israel. La “promesa” de los profetas tomó la forma de un retorno y de una reconstrucción. Como siempre, las esperanzas de Israel se mezclaron con esperanzas más inmediatas. Los israelitas vieron el futuro de la alianza bajo la forma de un restablecimiento de Jerusalén. Entraron, de hecho, en Jerusalén y se reconstruyó la ciudad. Distinguieron entre la ciudad material, como anteriormente no identificada con Israel, y la verdadera Jerusalén de la que nos hablan los profetas después del destierro no es la Jerusalén sensible, visible, es una ciudad proyectada al futuro.
Después del destierro, es verdad, la Jerusalén temporal se transformó cada vez más en una especie de metrópoli religiosa, centro de peregrinaciones de los israelitas dispersos, centro de una comunidad religiosa, de un islam judío, de una especie de pre-iglesia. Se transformó en una especie de ciudad santa, pero en una ciudad santa en el sentido de la fenomenología religiosa. No se identifica con la alianza, excepto en la creencia superficial de las masas. En la medida en que los judíos después del exilio se transformaron en una de las “religiones” del mundo persa o helénico e hicieron de Jerusalén la ciudad de su “religión”, se alejaron del espíritu de la verdadera alianza. Este sentimiento religioso que los judíos después del exilio profesan a Jerusalén, no representa ya el verdadero espíritu profético. Vemos, por ejemplo, cómo los monjes de Qumran no lo comparten. Para los verdaderos hijos de la alianza, la verdadera Jerusalén es la del futuro. La verdadera morada de Dios no es esta ciudad reconstruida por Nehemías y Esdras, menos todavía la reconstruida por Herodes.
e) Los pecados de Jerusalén La actitud de los profetas va más allá de esta simple negatividad de indiferencia a la realidad material de Jerusalén. Llega a juzgarla tan severamente como a las ciudades paganas. Ni siquiera está a sus ojos libre de los pecados de Babilonia.
Jesús dice: “Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los mensajeros” (Mt 23, 37). Y en esto no hace más que repetir lo que dijeron los profetas. En el Apocalipsis, san Juan identifica la Jerusalén que mata a los profetas con Babilonia, la gran ciudad que encarna los vicios de Sodoma y de Egipto. También él se inspira en el Antiguo Testamento (Ap 11, 8).
En tiempos de Ezequías, fue protegida la ciudad, contra toda esperanza, de un invasor terrible. Entonces nació un mito de inexpugnabilidad (Il Re 18s; Is 36s). Los habitantes de Jerusalén pusieron la confianza en su ciudad, en lugar de ponerla en Dios. Jeremías denunció el mito, como forma típica de volver al paganismo. Para los profetas, Jerusalén es otra Sodoma. Merece las mismas acusaciones de Babilonia por que comete los mismos pecados de las ciudades paganas. Jeremías anuncia la destrucción de Jerusalén y advierte a sus habitantes que la tienen que interpretar como castigo de Dios. La persecución, cuya víctima en Jerusalén fue Jeremías, sólo consiguió el antagonismo entre la tradición profética, fiel siempre a la alianza, y la ciudad de los reyes de Judá: ella ha popularizado el tema de la persecución de los profetas en Jerusalén.
Quizá podemos decir que Jerusalén no es sino una representación de Israel y que los profetas denuncian los pecados del pueblo, metonímicamente designado por su capital. Los profetas no querían mal a la ciudad como tal. Afirmarlo no sería exacto en absoluto. Jerusalén no se identifica con el pueblo de la alianza. Los profetas no condenan a Israel. No anuncian el fin de Israel. Ni siquiera Jesús anunciará el fin de Israel y de su alianza. Los profetas atacan lo que se ha introducido en Israel y lo aparta de su verdadera misión. La destrucción de Jerusalén, según ellos, no significa el alejamiento de Dios de su pueblo y de su alianza, sino el castigo y corrección del pueblo en lo que encarna su pecado. En la ciudad es donde triunfa la idolatría, el orgullo, la opresión de los pobres.
Para los profetas, los israelitas, adoptando la vida urbana, asimilan el espíritu del paganismo. Con la forma vino el espíritu. Es como si el espíritu de las ciudades obstaculizase el espíritu de la alianza. En Jerusalén, como en Babilonia, hay una opacidad, una impermeabilidad para la manifestación de Dios
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