El
barrio, un ser de otro planeta *
Graciela Martínez **
Resumen
Este trabajo ensaya una mirada sobre
los procesos de dos barrios montevideanos: el Cerro y Punta Carretas.
Desde el punto de vista convencional imperante, uno y otro representan
tendencias opuestas, de degradación y de “gentrificación”,
respectivamente. Mas si se rechaza el criterio de valor que esta óptica
sobreentiende y se apela a otros más inmanentes de la condición
humana, ambos siguen el mismo curso destructivo. El Cerro y Punta Carretas
pueden reconocerse como dos caras de una misma moneda, muestras paradigmáticas
del advenimiento de un Nuevo Orden, a la vez único y dual, en
la capital uruguaya y en el país y el mundo.
Palabras clave: barrio, globalización, transformación urbana, no-lugares, Montevideo
Abstract
This work attempts to look into the processes of two Montevidean neighbourhoods: El Cerro and Punta Carretas. From the conventional prevailing view, one and the other represent opposite tendencies of degradation and gentrification respectively. However, if the judgment of value that this criterion in particular implies is replaced by other ones more inherent to the human condition, we may conclude that both of them take the same destructive way. El Cerro and Punta Carretas can be recognized as the two faces of the same coin, that is, paradigmatic samples of the advent of a New Order, unique and dual at the same time, in the Uruguayan capital, in the country and in the world.
Key words: neighbourhood, globalization, urban transformation, no-places, Montevideo.
Introducción
Los cambios operados en el
orden mundial desde los años 80 abarcados bajo el término
globalización han aparejado transformaciones notorias
en el medio urbano igualmente globales; transformaciones físicas,
funcionales, sociales, como también en las ideas que mueven las
conductas y las relaciones de las personas y los grupos entre sí
y con el lugar. El efecto conjunto y el signo común de estas
tendencias es más que la extrema polarización socioterritorial
de la ciudad dual de Castells; es una disgregación más
profunda y multifacética de la ciudad como ámbito de convivencia
que refleja y retroalimenta una descomposición de los ámbitos
continentes y significantes de la vida en distintos planos y a distintas
escalas. Una de las manifestaciones elocuentes es la pérdida
de la cohesión y la identidad histórica de los barrios,
al tiempo que una reculturización universalizada los asimila
a modelos de distritos urbanos –ya no barrios- que se reproducen
en las ciudades más distantes del mundo trasmutándolos
hacia un uniforme anonimato –no lugares de Augé-
sin otra diversidad que el poder de consumo que expresan. El barrio
y su agonía resulta así un objeto de análisis muy
adecuado para comprender esa “deslugarización” generalizada
de esta época y buscar pautas para contrarrestarla. Tal es el
propósito de la investigación aquí presentada,
que ensaya una mirada en contrapunto sobre los procesos de dos barrios
montevideanos: el Cerro y Punta Carretas. Desde el punto de vista convencional
imperante, uno y otro representan tendencias opuestas, de degradación
y de “gentrificación” respectivamente. Mas si se
rechaza el criterio de valor que esta óptica sobreentiende y
se apela a otros más inmanentes de la condición humana,
ambos siguen el mismo curso destructivo. El Cerro y Punta Carretas pueden
reconocerse como dos caras de una misma moneda, muestras paradigmáticas
del advenimiento del Nuevo Orden, a la vez único y dual, en la
capital uruguaya como en el país y en el mundo.
El barrio, lugar
antropológico
En distintas lenguas y usos,
la palabra barrio admite importantes matices y ambigüedad
respecto a las dimensiones y escala de relaciones que abarca, a su carácter
popular y/o periférico o no necesariamente, a su conformación
espontánea o planificada. En el Río de la Plata existe
el arquetipo de barrio profusamente ilustrado en las letras de tango,
que es de condición humilde y arrabalera y está cargado
de un fuerte tono afectivo y nostálgico porque es, infaliblemente,
un barrio perdido. Pérdida que se refiere, al mismo tiempo, a
una historia personal y a una época pasada. El barrio del tango
está asociado a un tiempo idílico –el de la niñez
y la juventud, el de la feliz inocencia- y remite a un ámbito
solidario y protector; es un barrio pobre donde se compartían
confidencias y puchero y donde se hicieron la primera novia –el
protagonista es casi siempre varón- y los verdaderos amigos.
Es el lugar de pertenencia que, aun en su visión más negativa,
evocativa de la grisura y la miseria, marca para siempre la existencia
individual. “Dicen que me fui de mi barrio...”, recita la
voz ronca y cascada del entrañable “Pichuco”, Aníbal
Troilo-, “...si yo siempre estoy volviendo... Mi barrio era así,
así... qué sé yo si era así, pero yo me
lo acuerdo así...”.
Esta figura de barrio propia
de la cultura tanguera impregna nuestro uso común más
restrictivo, en el que la palabra es casi un calificativo, toda vez
que se habla de “vida de barrio” o de que una zona residencial
es o no barrio (o barrio-barrio). Sin que tenga un contenido de clase
estricto, de hecho esta acepción excluye el estilo de vida privado,
cerrado y autosuficiente de las clases altas.
Barrios así no surgen
por decreto ni de la noche a la mañana. Son entidades vivas,
fundadas en vínculos de parentesco y vecindad tejidos por la
permanencia y el conocimiento mutuo a lo largo de generaciones. Tienen
encuentros cotidianos, fiestas, recordaciones y duelos propios, reconocen
señales y símbolos identificatorios que pueden pasar desapercibidos
a los extraños, pueden generar ritos y códigos de conducta
que los diferencian de otros barrios y del resto de la ciudad. Este
barrio, constructo propio de una colectividad identificada con su lugar
al que la tradición puebla de sentido, es eminentemente un lugar
antropológico, una “construcción concreta y simbólica
del espacio... a la cual se refieren todos aquellos a quienes ella les
asigna un lugar... [que] es, al mismo tiempo, principio de sentido para
aquellos que lo habitan y principio de intelegibilidad para aquel que
lo observa”, tal como lo define Augé contrastándolo
con “el espacio del no-lugar [que] no crea ni identidad singular
ni relación, sino soledad y similitud [y] tampoco le da lugar
a la historia, eventualmente transformada en espectáculo...,
allí [donde] reinan la actualidad y la urgencia del momento presente”
(Augé, 1992: 57-58 y 107).
Como lugar antropológico,
el barrio puede ser visto, descrito, analizado, pero sólo puede
ser plenamente aprehendido en forma vivencial. A propios y ajenos se
manifiesta a través de indicios tangibles, pero no es una lista
de rasgos o atributos lo que hace al barrio. “Lo” barrio
es inobjetivable porque su esencia radica en una carga de significado
subjetiva, una codificación de lo perceptible por lo que se sabe
o cree de sus lugares, sus personajes, sus historias y sus leyendas.
Una influyente obra de los 70, La cuestión urbana de
Manuel Castells, cuestionaba, desde un riguroso materialismo científico,
la existencia de los barrios o de cualquier unidad ecológica
humana, incluyendo a la misma ciudad así entendida. “No
se descubren ‘barrios’ como se ve un río; se les
construye” (Castells, 1974: 128). Sus énfasis, entonces
y todavía hoy oportunos para desenmascarar “la ideología
del medio ambiente” como una “naturalización de las
contradicciones sociales”, reflejan, sin embargo, el mismo principio
de realidad capitalista. Los barrios, efectivamente, no se descubren
como se ve un río. Porque “descubrirlos” supone un
punto de vista externo capaz de sentenciar una realidad inapelable como
la existencia de un río, existencia que, por otra parte, admite
innúmeras miradas. Comparar un típico barrio obrero con
un suburbio estadounidense para concluir que lo que los diferencia es
pura cuestión de clase, en el fondo es desestimar todo sentido
y motivación de la existencia humana que no sea la “racionalidad
económica”.
No hay más remedio
que remitirse a una “vaguedad” cualitativa y subjetiva cuando
se habla de esas cosas intangibles como la identidad o el arraigo, porque
estos poco tienen que ver con la propiedad privada o con las “preferencias
de localización” que miden las encuestas. Los lugares de
vida no son para la gente una opción disponible según
el precio, como la oferta de destinos turísticos o la de asistir
a su superficial espectáculo, más modestamente y sin diferencias
sustanciales, a través de la televisión. El lugar sentido
como propio no es una mercancía de “libre” elección;
no es fungible ni intercambiable como el derecho de propiedad que, aparentando
dotarlo de una mayor seguridad a través de la legitimación
jurídica, lo ingresa en la lógica mercantil donde todo
está sujeto a la prevalencia del valor de cambio. La mudanza
residencial, según investigaciones psicológicas, ocupa
un puesto muy alto en el orden de vivencias traumáticas y la
pregunta ¿se mudaría a otro lugar? provoca una
especie de desconcierto entre quienes tienen su vida unida al barrio
y se reconocen en él, tal vez parecido al que provocaría
preguntarle a uno si desearía ser otra persona. Ciertamente,
el suelo urbano ya está despojado de mucho del significado de
la tierra para el campesino, pero aun en él se verifica ese sentimiento
entrañable de pertenencia recíproca al
y no sólo del lugar, a y de ese
y no cualquier otro lugar “equivalente”.
La deslugarización
de “nuestra época”
Tal vez el barrio represente
una restauración parcial de la aldea dentro del extravío
de –parafraseando a Ciro Alegría- “el mundo
demasiado ancho y ajeno” que es la gran ciudad, reflejo
y fruto de la pertinacia reconstructora de ámbitos vitales de
un ser humano desarraigado y masificado. Si el barrio, como creación
popular espontánea, recupera valores fundamentales de la naturaleza
humana desbordando afortunadamente la rigidez aséptica de la
planificación autoritaria, lejos está de ser la “unidad
natural de la vida social” en un medio “urbano, nueva era
de la humanidad, que representaría la liberación de los
determinismos y las exigencias de las fases anteriores”, siempre
y cuando “escape a toda represión... en definitiva, el
derecho a la ciudad”, como sostiene Henri Lefebvre (Castells,
1974: 109, 111 y 128). Porque tal posibilidad de libertad es ficticia
y cada vez más estrecha en “un mundo cuya inmensa variedad
potencial... ha sido sacrificada a una uniformidad metropolitana de
un nivel inferior. Un mundo sin raíces, arrancado de las fuentes
de la vida, un mundo plutónico... ciudades que se extienden sin
razón alguna y que de esta suerte cortan el alma de su existencia
regional... ciudades donde se trata de hacer más ganancias en
el papel y más sustitutos artificiales para la vida” (Mumford,
1945, tomo 2: 63). Ya hace bastante más de medio siglo, autores
como Mumford y Wirth hablaban del carácter desequilibrado y desequilibrador
de la urbe capitalista y en los años 60 Reymond Ledrut constataba
una polarización de la vida social en la sociedad moderna en
torno a los dos extremos, la ciudad y la vivienda, sin que haya apenas
posibilidad de supervivencia para los grupos intermedios.
Si algo nuevo ha aportado
la globalización en este proceso es una agudización y
una aceleración dramática de esas tendencias. La trasnacionalización
del poder, la precarización laboral, la exclusión social,
el imperio de una despiadada competencia, la ética débil,
el pragmatismo, el individualismo, la compulsión al consumo,
la cultura de la intrascendencia, la fugacidad y el inmediatismo que
constituyen la marca de “nuestra época” como un juego
de espejos sinérgico van desarticulando los ámbitos continentes
y significantes de la vida en distintos planos y a distintas escalas
dando lugar a ese mundo fragmentado de que habla Castoriadis
(1997) y esa explosión del desorden de que habla Fernándz
Durán reproduciendo, 60 años más tarde, casi textualmente
las palabras de Mumford: “El tiempo de la vida cede paso al tiempo
vacío del capital. La atomización de las relaciones personales,
el desarraigo, la alienación en el trabajo, la ausencia de un
equilibrio con la naturaleza, el aturdimiento sonoro y lumínico,
el intento de satisfacción de las necesidades vitales vía
consumo... en definitiva, la falta de sentido de la vida ocasionan una
fuerte desorganización de la personalidad urbana en la gran metrópoli”
(Fernández Durán, 1996: 138). El avance de esta globalización
no puede sino acompañarse del crecimiento y la expansión
indefinida de las áreas metropolitanas, de la segregación
socio-territorial y la eclosión de inseguridad y violencia, de
la decadencia de los centros tradicionales y la aparición de
“nuevas centralidades” dispersas, de la multiplicación
de asentamientos marginales y suburbios residenciales al estilo USA,
del culto al automóvil y el confinamiento en el hogar y en hipercentros
cerrados. En medio de este Big Bang, este estallido y este dinamismo
centrífugo, es absolutamente coherente que, como la ciudad misma,
los barrios desaparezcan.
La tesis aquí sustentada
es que, lejos de ser derivaciones contingentes, procesos tales son inherentes
a la lógica del Poder. Imponer el gran no-lugar que es la globalización
requiere, más que producir no-lugares, llevar a cabo una “deslugarización”
generalizada que lleva a extremos ilimitados la alienación iniciada
con la ciudad industrial y que es parte fundamental del modelado del
ser humano funcional al sistema, un átomo desarticulado, un ser
anónimo, aún más que individuo masificado y que
hombre unidimensional de Marcuse; un nowhereman, hombre
de ninguna parte, más parecido al de la canción de los
Beatles que al habitante del feliz Nowhereland de William Morris;
un sujeto aislado y perdido, despojado de referencias comunitarias y
locales propias, culturales, históricas y naturales, a merced
de la coerción y la manipulación mediática. Las
utopías del espanto concebidas por George Orwell y Aldous Huxley
se subsumen esencialmente en esta desintegración de la identidad
y el lugar en el mundo de la gente y su sustitución por el equivalente
universal único y un espacio de flujos aséptico y designificado.
“La sustitución
de los lugares por una red de flujos de información constituye
una meta fundamental del proceso de reestructuración [socioeconómica
del capitalismo]... Escapar a la lógica social inherente a cualquier
lugar particular se convierte en el medio de conseguir la libertad...
El surgimiento del espacio de flujos expresa la desarticulación
de sociedades y culturas con base local” –dice un párrafo
de Castells altamente revelador de esta estrategia. “Lo que surge
–afirma- no es la profecía orwelliana de un universo totalitario
controlado por el ‘Gran Hermano’ sobre la base de las tecnologías
de la información. Por el contrario, se trata de una forma mucho
más sutil y... potencialmente más destructiva, de desintegración
y reintegración social. No existe una opresión tangible
ni un enemigo identificable ni centro de poder alguno que pueda ser
responsabilizado de problemas sociales específicos... El sentido
social se evapora de los lugares y por lo tanto de la sociedad y se
torna diluido y difuso en la lógica de un espacio de flujos cuyo
perfil, origen y propósito último son desconocidos incluso
para muchas de las entidades integradas en la red de intercambios...
La gente vive en lugares, el poder domina mediante flujos”
(Castells, 1995: 484-485, subrayado mío).
Dos faros sobre
Montevideo y el Big Bang
Prácticamente todas
y cada una de las tendencias asociadas a la globalización tienen
su expresión en las transformaciones de la capital uruguaya en
los últimos decenios y lo que sobre todo se verifica es el efecto
conjunto: la pérdida de una integración y una identidad
forjada, con la del país, hasta mediados del siglo que acaba
de terminar. Este trabajo ensaya una mirada en profundidad sobre ese
proceso a través de dos barrios singulares de la ciudad que representan
casos paradigmáticos, el Cerro y Punta Carretas.
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Ubicación
de ambos barrios en Montevideo, Uruguay |
Hacer una lectura como esta
ha supuesto fijar la atención, ora alternativa, ora simultáneamente,
en dos tipos de comparaciones, establecidas a través de una coordenada
espacial y una temporal, previendo la existencia de coincidencias o
invariantes y de diferencias o cambios. Esto es, un contrapunto entre
lugares, por un lado, y un contraste, por otro, entre un antes y un
ahora de límites no precisos ni necesariamente coincidentes para
uno y otro barrio pero en principio reconocidos, respectivamente, hacia
algo pasada la mitad y en la última década del siglo XX,
lo que ubica el tránsito dentro de un lapso que en la cronología
nacional se corresponde con el período dictatorial (1973-85)
y en la mundial, con la entrada en la era de la globalización.
Para comprender las continuidades y las rupturas históricas que
ese tránsito significa, por momentos la mirada se remonta a épocas
pretéritas. La investigación trascurre así por
los sectores dispuestos en el cuadro adjunto al final focalizando el
interés principal en la cruz de interfase, más particularmente
en el centro y fundamentalmente en uno de sus cuadrantes, que es donde
radica la posible relación del caso con las hipótesis;
lo que las mutaciones de uno y otro barrio tienen en común y
reflejan del curso de la ciudad toda, del país, del mundo.
Las respuestas buscadas no
quieren ni pueden ser verdades científicas. Valiéndose
desprejuiciadamente de fuentes y datos diversos –bibliografía
histórica, cartografía, información censal, investigaciones
antecedentes, entrevistas testimoniales, periódicos y otras manifestaciones
culturales locales, así como conocimientos previos y percepciones
personales- y utilizando como “indicadores” algunos principios
de la existencia de una unidad de habitat localizada en el espacio y
el tiempo –límites y distancias, centros y nexos, signos
de identidad o anomia, de arraigo o desarraigo, unidad o uniformidad
entre partes que conforman o no un todo-, a través y más
allá de todo ello se intenta construir una mirada compuesta de
miradas diversas que permita interpretar qué claves operan en
la antinomia primordial entre unidad y fragmentación, cohesión
y decohesión, ser y no-ser, en definitiva, de esa entidad llamada
barrio.
vuelve
al comienzo
Pasado y presente
Punta Carretas y el Cerro
son, ante todo, puntos geográficos sobresalientes y de algún
modo aislados en el perfil de la costa montevideana, de ahí que
tempranamente se constituyeran en enclave de sendos faros que precedieron
a la urbanización. De allí también que parte de
su historia y su mitología les venga del mar. Como todos los
aledaños del primitivo casco fortificado español –hoy
Ciudad Vieja de Montevideo-, fueron en época colonial chacras
incultas y uno de los primeros usos que se les conoce fue la instalación
de saladeros y otras industrias alimentarias para el abasto de la ciudad.
Los nexos principales que conectaban aquellos campos yermos con la primitiva
civilización –respectivamente, un camino y un paso de un
arroyo- fueron consolidados a través de los sucesivos medios
de trasporte y subsisten hasta hoy. Incorporados definitivamente como
barrios en la trama urbana en circunstancias muy diferentes, cada uno
se conformó con un marcado sello propio dentro de la ciudad integrada
que Montevideo se preció de ser hasta hace unas tres décadas.
Ambos, también, se han constituido en imágenes privilegiadas
de las mutaciones y los extremos de la Montevideo actual.
Jalonando el extremo occidental
de la bahía de Montevideo, el Cerro es el primer hito de la ciudad,
razón indiscutida aunque no dirimida de su nombre. Y es por eso
un nítido signo de identidad, no sólo de Montevideo, sino
del país. Su efigie domina todos los grabados y pinturas de época
hasta bien entrado el siglo XX y, coronada por la Fortaleza de comienzos
del siglo XIX, ocupa asimismo uno de los cuadrantes del escudo nacional,
representando la fuerza. Sobre el simbolismo natural del lugar, la obra
humana vendría a imprimir otro tanto o más fuerte. El
Cerro se transformaría en bastión obrero, forjado en el
aglutinamiento de humildes inmigrantes europeos, convertidos en braceros
de las toscas artes industriales que pululaban en torno a la bahía
en el sigo XIX y luego en proletariado de la industria frigorífica
que tuvo allí su principal asiento en la primera mitad del XX.
La que propios y ajenos, hoy con aire de nostalgia, reconocemos como
inequívoca identidad cerrense se gesta en esta época y
radica en la Villa originaria, fundada en la falda oriental, mirando
al puerto. La concentración obrera, unida a una combativa presencia
anarcosindicalista, cristaliza en una férrea unidad de barrio
y clase que se constituye en pilar de la aguerrida Federación
Autónoma de la Carne. Episodios culminantes de esos tiempos heroicos
son las épicas tomas del Cerro, con el cierre del nexo con la
ciudad, el puente de Carlos María Ramírez sobre el Pantanoso.
Menos espectacular y más permanente es una cultura propia, una
ética solidaria sagrada e implacable con los traidores y un orgulloso
sentimiento localista, amasados a través de una intensa convivencia
comunitaria en la rutina cotidiana y el día de fiesta como en
la huelga y la barricada. Una cultura que florece en numerosas expresiones
románticas y artísticas, pintores, narradores y poetas
surgidos al influjo del color y el calor cerrense y que acaba quizá
de acuñar el apelativo popular de República Independiente
del Cerro.
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Acuarela
de la Bahía de Montevideo (1844) |
Fortaleza del
cerro (2004) |
En 1972, al cabo de un par
de decenios de decadencia del suculento negocio exportador de la producción
cárnica nacional, traducida en el cierre o la drástica
reducción de los establecimientos privados, y en vísperas
del golpe de estado, se cierra definitivamente el Frigorífico
Nacional, asestando un golpe letal al Cerro. Rota la unidad entre domicilio
y trabajo, desatada luego la persecución política, sindical
y de toda actividad reunitiva e iniciado un declive general de pobreza,
la extraordinaria vitalidad del Cerro va a declinar sin retorno. Paulatinamente
el barrio se transforma en un dormitorio del que la población
trabajadora se ausenta durante el día para ir en busca de ocupaciones
dispersas, eventuales y mal pagas que por entonces empiezan a reemplazar
al trabajo estable y organizado en grandes plantas. Consecuentemente
cierran muchos comercios, servicios y centros culturales y sociales.
La población más joven empieza a emigrar, los grupos familiares
a desintegrarse; del vecindario arraigado van quedando los viejos. Mientras
la Villa queda casi congelada en una lenta decadencia, por oleadas comienza
una agregación heterogénea de nueva pobreza que progresivamente
va ocupando terrenos rurales, públicos e inhabitables y extendiéndose
en suburbios más dispersos hacia el Norte y el Oeste. A diferencia
de la amalgama que antes produjera la inmigración sucesiva, este
crecimiento y renuevo de población se produce como una yuxtaposición
fragmentada de núcleos ajenos entre sí, con una sensible
carga de desconfianza mutua y a veces también interna. Cada grupo
es mal visto y peor recibido por los vecinos anteriores que, junto con
su mayor antigüedad, suelen reivindicar valores y comportamientos
distintos –superiores- a los de los nuevos colonos. La nueva actividad
económica diseminada por toda la zona proviene de la recolección
de basura.
Al presente, la crisis industrial,
fácticamente monumentalizada en los esqueletos desmantelados
de los grandes frigoríficos, la pauperización del salario
y la precarización del empleo, la segregación y la exclusión
concentran su efecto disolvente en el Cerro y a sus espaldas, ampliando
el deterioro ambiental allí acumulado a lo largo de la modernización
del Uruguay. La alusión al Cerro en la prensa y en el imaginario
de los montevideanos se asocia hoy en día a degradación
y frecuentemente a la crónica roja, estigma que no escapan de
aplicarse –entre sí y a sí mismos- los propios cerrenses.
El epicentro de los sucesos que le dan fundamento es un temido antro
que se conoce como Cerro Norte, un complejo habitacional construido
hace 25 años para reubicar compulsivamente a los desalojados
de tugurios ruinosos de la zona céntrica. Pero la marginalidad
física y social genera un caldo de cultivo propicio para que
prolifere la criminalidad en toda una zona mucho más vasta y,
aunque la gran mayoría de la población del lugar no es
la protagonista activa sino la primera víctima, tampoco resulta
fácil ni razonable atribuirle el origen circunscrito -la culpabilidad-
que los habitantes de cada sector y minúsculo vecindario hacen
cuestión de discernir.
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Lo que queda
del frigorífico Swift |
La humedad al
pie del cerro |
Punta Carretas o Punta Brava,
entre tanto, es una prominente punta rocosa orientada al Sur, la más
pronunciada del borde costero montevideano. El doble nombre del lugar,
señala Agustín Noriega, es significativo. Expresa la mirada
ora desde tierra, ora desde el mar. Mientras Punta Brava, según
cuenta un antiguo lugareño, es el nombre que le dieron los marinos,
porque la punta se prolonga bajo agua en una peligrosa restinga, dizque
otrora culpable de muchos naufragios reales o legendarios, Punta de
las Carretas sería resultado de la antigua concurrencia de aquellos
vehículos de tiro de bueyes al paraje, tal vez porque era usado
como basurero, tal vez al saladero, sin que se sepa a ciencia cierta.
La marginalidad de Punta Carretas a pesar de su cercanía al centro,
que nace de su quedar fuera del paso, su situación de cul
de sac acentuada por el grueso colchón parquizado que corta
la trama urbana, se vio asegurada y dilatada con la implantación,
en los albores del siglo XX, de una penitenciaría, la más
imponente que conociera el país hasta el siniestro Penal de Libertad
erigido por la dictadura 70 años más tarde e, irónicamente,
escenario de espectaculares y subterráneas fugas colectivas protagonizadas
por militantes anarquistas en los años 30 y tupamaros en los
70. Es más que probable que la presencia intimidatoria de la
mole amurallada del Penal haya inhibido largamente el afincamiento de
residentes y otra visita que no fuera la de los familiares de los presos.
Recién hacia la mitad del siglo la ciudad termina por rodear
la cárcel, generándose un barrio nuevo de ámbito
apacible, que alberga una variopinta clase media típica de la
época. Un abanico que abarca desde profesionales acomodados hasta
modestos inquilinos de apartamentos construidos a los fondos de las
casas con jardín que constituyen la fisonomía homogénea
del lugar. Un barrio con una cotideaneidad discreta y familiar y toques
de risueña bohemia, un aire local de aldea o pueblo
de campaña donde la gente se conoce, los niños juegan
en la calle y los perros andan sueltos. Aislamiento, profusión
de verde, confianza, tranquilidad. Este es el ámbito intempestivamente
trastrocado –percepción unánime- de la mano de un
agente muy inteligible y representativo de la contemporaneidad.
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Punta Brava hacia
1920 |
Punta Brava en
1990 |
A fines de 1986 ocurre en
Punta Carretas un episodio cinematográfico del que sobrevendrá
una radical transfiguración del barrio. En uno u otro sentido
y manera, se produce un motín en la cárcel. A
los pocos días, esta se desaloja y clausura definitivamente.
Al cabo de varios años de idas y venidas sobre el destino del
predio –nada menos que seis manzanas enclavadas en un punto ahora
ostensiblemente privilegiado de la ciudad- en 1994 en su lugar abre
sus puertas el Punta Carretas Shopping Center, el más distinguido
de Montevideo, en una construcción híbrida que, junto
con los elementos tecno y los grandes estacionamientos de rigor,
consiente o conviene en incorporar –certera expresión de
Beatriz Sarlo- souvenirs de la cárcel. De la noche a
la mañana, el lugar por donde no pasaba nadie es invadido por
una multitud y una avalancha de vehículos que provoca en el embudo
de la península un predecible congestionamiento. Como no era
menos predecible, la impronta del shopping desborda ampliamente
sus muros. Para beneplácito explícito de algunos propietarios
y tal vez no confeso de otros muchos, los precios inmobiliarios trepan
abruptamente, catapultados por una corrida del interés por sentar
sede de negocio o residencia en el nuevo y prestigiado centro. Seducida
por la oferta, expulsada por la suba de la renta o ahuyentada por el
ruido, buena parte de la antigua población emigra. Muchas casas
se refuncionalizan para destino comercial, especialmente gastronómico,
mientras otras son adquiridas por nuevos residentes más acordes
con la actual categoría de la zona. Concomitantemente se acelera
un proceso de origen anterior no menos influyente que el shopping
en el cambio de la composición social y los hábitos del
vecindario: la verticalización, que tras completar una barrera
de edificios de apartamentos lujosos enfrente a los espacios verdes,
comienza a extenderse también por las arterias internas. Y se
impone un nuevo estilo de vida individualista, puertas, porteros, rejas
y garages adentro, segregacionismo de élite contagiado a todo
el barrio, acicateado por el incremento delictivo que ha atraído
el cambio.
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Punta Carretas
con cárcel |
Punta Carretas
con Mall y Sheraton |
El mensaje implícito
en la publicidad inaugural del shopping –rescatar un lugar
perdido para la ciudad- se consuma con creces. El “lugar
perdido” es más que la cárcel. Es Punta Carretas,
antes sustraída y ahora exitosamente rescatada por y para ellos,
los inversionistas del shopping, y para la ciudad que ellos y él
representan. Transformada en el mayor símbolo del consumo de
Montevideo, Punta Carretas ya no sólo es del
shopping, sino el shopping. Es lo
nuevo, es la época, es el presente y, como dice Agustín
Noriega, el futuro: “Resistirse al shopping es resistirse al futuro,
la única manera de futuro posible y deseable. Hoy es el tiempo
del shopping y la gente se viste especialmente para ir al templo, como
antes para ir a misa con ropa de domingo” (Noriega, 1997).
vuelve
al comienzo
Contrapunto
Límites y distancias
Por lo general un barrio
tiene dos tipos de límites que pueden coincidir más o
menos, establecerse en distinto orden y variar con el tiempo: una demarcación
oficial y precisa y otra espontánea, subjetiva y difusa que reconocen
los pobladores, los límites que marcan un aquí y un nosotros
y una diferencia con lo otro y los otros. La difuminación
de estos límites, así como la aparición de potentes
límites internos, tanto físicos como mentales, denotan
un proceso de desintegración o debilitamiento del barrio, ora
por una indiferenciación que le quita sentido por falta de identidad,
ora por una segregación interna que desdice la unidad. Una y
otra clase de proceso rompen los ojos en el Cerro. En Punta Carretas
hay que calar un poco más hondo.
El Cerro tiene fronteras
naturales netas por el Sur y por el Este –el Río de la
Plata y el Arroyo Pantanoso que lo separa de la hermana La Teja y del
resto de la ciudad. Por el Norte y el Oeste, en cambio, sus límites
son difusos, muy discutibles y variados según de qué Cerro
se esté hablando, si del accidente geográfico, del casco
urbano originario –ser del Cerro, sin más, es ser de la
Villa- o de una amplia región cuyos “límites”
resultan irreconocibles, ya no responden a nada, abarcan un sinfín
de zonas diversas –en su mayoría semirrurales- de bordes
y denominación harto confusos y, además, se mueven día
a día. A la equívoca y cambiante definición de
su territorio y sus partes, se agrega un fenómeno que constituye
uno de los síntomas más elocuentes de la atomización
del Cerro en las últimas décadas. Excepto la Villa, en
todos los demás sectores se superpone una miríada de divisiones
y nombres puestos y a menudo sólo conocidos por los propios pobladores,
tanto más abundantes y minúsculo su alcance cuanto más
recientes los asentamientos. “El Cerro, la zona llamada Cerro...
lejos está de constituir un barrio único... A medida que
la mirada se va agudizando... va estallando al análisis, a modo
de implosión caleidoscópica, una cantidad de mundos o
sub-mundos... una multiplicidad de identidades precariamente ensambladas
en una dudosa Unidad Barrial mayor” (Baleato, 1998). El Cerro
se dilata y se disgrega participando y reproduciendo a escala local
el Big Bang de Montevideo. A la vez que se separa más y más
de la ciudad, de la condición ciudadana, de la sociedad formal,
aumentan sus distancias internas. Hoy más que antes todo él
periférico, genera una estratificación propia en la que
el antiguo casco obrero adquiere un privilegiado status de
centro respecto a su propia periferia amorfa y marginal en la que cada
parte, a su vez, se aleja cada vez más de todo el resto.
El ser de Punta Carretas
ha estado tradicionalmente signado por dos tensiones opuestas: la identitaria
de la Punta Brava, con su naturaleza y su aislamiento, y el nexo con
el ruido urbano, representado por el cruce de Ellauri y Veintiuno de
Setiembre, rótula con el lindero Pocitos. Villa Biarritz, a pocos
pasos, como la cárcel-shopping ha sido siempre un objeto
aparte enquistado en el barrio, aunque también aquí su
ajenidad se ha acentuado con el carácter de coto cuasi exclusivo
de los lujosos edificios que la rodean actualmente. Ya en el barrio
de antes, pues, si se considera sus límites oficiales, existían
distinciones dadas simultánea y coincidentemente por la cercanía
a uno u otro polo, por la antigüedad y por el status social,
más alto en los sectores más nuevos y alejados de la punta.
Lo que la población largamente afincada reconoce como la más
auténtica Punta Carretas son unas pocas cuadras, las más
inmediatas a la punta, afirmación que se hace prácticamente
unánime cuando se refiere al presente. Este pequeño reducto
es percibido como en estado virginal, salvaguardado de la metamorfosis
del barrio. Sin embargo, si se examina con detenimiento, también
él está penetrado, perforado al decir de un testigo,
por el atravesamiento automotor, por los restaurantes y pubs
que se concentran aquí predilectamente, por los menos visibles
cambios de pobladores, costumbres y transeúntes. Más que
exceptuar o remarcar la exclusiva identidad puntacarretense de la pequeña
punta, la irrupción de lo foráneo ha producido un fraccionamiento
de Punta Carretas toda en este y otros pedazos entrecortados que, frente
al contraste, se han hecho, al tiempo que más aislados, más
parecidos entre sí, conservando, por igual y a semejanza de la
Villa del Cerro, más la apariencia y la memoria que la sustancia
de antes. Punta Carretas crece en el único sentido físico
posible, hacia arriba y en densidad, pero han aparecido fronteras internas
más drásticas que los matices de antes, barreras y flujos
hostiles que se interponen entre uno y otro sector, como entre todos
ellos y los pulmones verdes del barrio, la costa y los parques.
Centros y nexos
Lo mismo que los barrios,
ya sean fundados o espontáneos, los centros urbanos son lugares
antropológicos cuya carga de uso y de sentido es un proceso de
apropiación vivencial colectivo. Lugares a la vez propiciatorios
y expresivos de unidad, los centros tienden a desdibujarse a la par
de ella en las ciudades y en los barrios penetrados por la dinámica
de la globalización. Las “nuevas centralidades” pueden
atraer multitudes y cargarse de prestigio, pero lejos están de
significar lo que un centro histórico. Los “centros”
de negocios, nuevas sedes y símbolos del poder, a diferencia
del palacio o el ayuntamiento representan un poder intangible que no
pertenece más al lugar, inasequible e indiferente a sus alegrías
y tristezas. Los “centros” de ocio y consumo, nuevos templos
de un culto mundial cuyos ídolos y rituales vienen dictados por
el esperanto publicitario, sin que su difuso origen se sepa ni importe
mayormente.
En una estructura cualquiera,
el centro es el punto calificado que sirve de referencia para el ordenamiento
jerárquico de las partes. Es lo que alude Pierre Bourdieu cuando
afirma que las distancias espaciales coinciden con las distancias sociales
y viene a ser también lo que inspira la manida antinomia centro-periferia
para referirse a una relación bipolar de poder de cualquier tipo.
Sin embargo, la desaparición de la estratificación concéntrica
de la ciudad tradicional a raíz de la eclosión automotriz
y las telecomunicaciones, lejos de aparejar una equiparación
de las ventajas y las calidades urbanas, refuerza las distancias y,
en cambio, la designificación del centro representa y coadyuva
a la desintegración de la unidad.
Los barrios montevideanos
suelen tener un centro propio asociado a un eje o un nudo circulatorio
que es la conexión principal con el resto de la ciudad. La pujanza
de un centro de barrio se corresponde normalmente con las del barrio
mismo. La dinámica y cuasi autónoma República
del Cerro de otrora tuvo en la calle Grecia un centro relevante;
el punto nodal era su cruce con Carlos María Ramírez.
Para la mucho más insignificante y aldeana Punta Carretas de
entonces, los equivalentes eran Ellauri, donde sólo la Parroquia
constituía un centro destacado de vida social, y el pequeño
núcleo de cines y bares establecido en su cruce con Veintiuno
de Setiembre. Por distintas causas, hoy es difícil reconocer
un centro de barrio en cualquiera de ellos. Desaparecida la vitalidad
de la Villa y reflejando el contrapeso poblacional hacia el Norte, la
mayor actividad comercial y de servicios del Cerro se ha desplazado
a Carlos María Ramírez, sin que conlleve la riqueza ni
la personalidad que tenía “la principal”, Grecia.
Simultáneamente, respondiendo a la vastedad y la dispersión
que hoy alcanza la región, brotan otros centros de servicios
locales de distinta envergadura, desde la medianamente importante calle
Etiopía en Casabó hasta el salón comunal –donde
lo hay- o el sitio de abastecimiento del asentamiento más pobre,
donde los huevos y los cigarrillos se venden por unidad y donde, al
decir de una de mis guías sobre una señora, “ella
es el almacén”. Lo acaecido en Punta Carretas es distinto.
Ni la concentración de comercios a lo largo de Veintiuno que
se prolonga por Ellauri ni los locales gastronómicos salpicados
por todo el barrio ni, mucho menos, el shopping conforman un
centro de barrio, aunque estén allí y muchos de los usuarios
habiten cerca. Es una típica nueva centralidad de élite
que no expresa ni congrega relaciones comunitarias, sino un tipo de
consumo individual marcadamente suntuario al que se accede puntualmente
y en auto.
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Calle Grecia,
la principal de la villa del cerro |
Ellauri y 21
de septiembre |
Por distintas razones también,
y de forma diferente, los nexos de ambos barrios con el resto de la
ciudad han variado; se han incrementado, a la vez que dificultado. El
aflujo vehicular masivo que concita ahora Punta Carretas desborda ampliamente
las arterias principales, satura otras conexiones directas con los estacionamientos
del shopping y se desparrama aun por las calles más
minúsculas de su trama entrecortada, suscitando la imagen de
perforación que alude uno de los entrevistados. Para
el Cerro, la autopista de acceso a la capital construida en la década
del 80 que atraviesa la región cumple un rol ambivalente y, paradójicamente,
contribuye a acentuar su segregación. Establece un corte imponente,
inhóspito y peligroso que simboliza el dominio de otro mundo,
representado en el paso fugaz y avasallante de grandes camiones y autos
de chapa nacional y extranjera –que no casualmente, de vez en
cuando son objeto de asaltos más vandálicos que productivos.
Y ha allanado la llegada al reducto cerrense desde ese mundo dominante,
haciéndolo más permeable, quebrando su especie de privacidad
que aseguraba el solo acceso por el viejo puente.
La apertura de una rambla
continua bordeando toda la costa del Cerro facilitará el acceso
a sus puntos de atracción turística: la playa, el parque
Vaz Ferreira, el privilegiado panorama desde la Fortaleza. Hacia otros
puntos de la región cerrense el panorama es bien otro. La multiplicación
y la extensión de las líneas de ómnibus mal alcanzan
a compensar la explosión territorial y demográfica y los
factores de aislamiento más nuevo y más profundo que redundan
en tres carencias básicas de servicios móviles: la ambulancia,
el recolector de basura y hasta el patrullero no llegan a muchas partes
del Cerro, por la intransitabilidad de las calles o, más bien,
por el miedo. Si ir a Punta Carretas se ha vuelto habitual para muchos
montevideanos y entrar, dificultoso, porque van demasiados vehículos,
ir al Cerro se ha vuelto una práctica casi exclusiva de los cerrenses
y entrar, una aventura arriesgada que muy pocos emprenden sin motivos
expresos y atentas precauciones.
vuelve
al comienzo
Arraigos e identidades
La identidad y el arraigo
no son un “indicador” más. Bien puede decirse que
ellos constituyen la esencia de un barrio. Y es, indudablemente, la
permanencia en el lugar, con el relevo de generaciones sucesivas, la
que va tejiendo y retejiendo una trama de relaciones significativa,
acumulando y decantando historias y fabulaciones que componen una tradición
y una autoimagen constantemente rediviva, cimentando la pertenencia
de cada nuevo miembro. Pero, como observa Baleato (1998), “la
mera territorialidad, es decir el mero convivir en un mismo espacio
geográfico, no sería condición suficiente para
constituir una identidad barrial y/o comunitaria”. Arraigos e
identidades son una obra colectiva que cuenta con tiempos personales
morosamente dispuestos para recorridos, reconocimientos, encuentros,
intercambios. De allí que los artífices de esa obra, lo
mismo en el barrio que en el hogar, son los que permanecen más
tiempo en él, no otra que la población “económicamente
inactiva”: tradicionalmente, las mujeres, los niños, los
viejos y hasta las mascotas integradas en el ciclo de la convivencia
cotidiana. Así como estar ausentes de los puestos de mando, es
proverbial en las mujeres ser las que sostienen las redes y las organizaciones
vecinales. Tras la inestabilidad residencial y la inseguridad y dispersión
de las fuentes de trabajo, se suman la incorporación femenina
al mercado laboral, la reclusión de los ancianos en “casas
de salud”, la fatigosa disciplina en que se ha transformado la
infancia, incorporada en edades cada vez más tempranas, ya sea
a la dura lucha por la susbsistencia o a las inacabables obligaciones
formativas que preparan para la disputa de un cada vez más escaso
lugar de dignidad ciudadana. El acrecentamiento de las distancias, el
abastecimiento en hipermercados, las rutinas y las urgencias que hoy
absorben y fragmentan el tiempo y los ámbitos de la vida personal
reduciéndola a una agenda repleta e inconexa y a un exilio permanente,
todo esto ataca medularmente la creación de lugares, arraigos
e identidades. Por si no bastara, la desconfianza, la agresividad y
el miedo terminan de desalentar el empleo del exiguo tiempo restante
para experiencias y contactos espontáneos, reemplazándolos
con el pasatismo muerto que ofrecen los aparatos “de comunicación”.
Historias de permanencia
y relaciones familiares-vecinales duraderas –a menudo mezcladas
por una endogamia espontánea- son comunes de oír referidas
tanto al Cerro como a la Punta Carretas de antes. Casamientos entre
vecinos, mudanzas de corto trecho siempre dentro del barrio, apellidos
que se repetían, casi como gentilicios del sitio, vinculados
a la misma calle, a la misma cuadra, a la misma casa y el mismo almacén
a lo largo de muchos años, amistades y enconos vecinales que
se heredaban y mantenían de una a otra generación, como
prolongaciones de los lazos de sangre. Es prácticamente unánime
que los residentes antiguos pongan énfasis en el ámbito
de familiaridad y confianza que reinaba en el barrio de conocidos de
antes, así como en atribuir su pérdida en el de ahora
a la intrusión de ajenos, que no se integran, que traen otros
estilos de vida de algún modo censurados, asordinadamente o a
viva voz. Es notorio que los movimientos de población de los
últimos decenios forman parte principal de las mutaciones de
uno y otro barrio. Lo que no es tan claro es en qué medida ellos
son una irrupción de ajenos y en qué medida son estos
los causantes de la pérdida de carácter sobreviniente.
Como vivencian los vecinos
y como los censos verifican, la verticalización y la elitización
han traído a Punta Carretas un desplazamiento poblacional considerable.
Ya sea al golpe de los precios inmobiliarios –por insolvencia
o por conveniencia- o “porque no les gustó como quedó
el barrio”, puntacarretenses de ley emigran y ceden paso a los
nuevos ocupantes que, como turistas, vienen a usufructuar de las tradicionales
bellezas y de las nuevas comodidades del barrio sin dar nada a cambio,
sin saber justipreciarlo y, lo que es peor, estropeándolo. Hay
un visible rencor contra los nuevos ricos y su prepotencia, su exhibicionismo,
su egoísmo y su incultura. Principalmente, contra los ocupantes
de costosos apartamentos “que ni siquiera se conocen las caras
dentro de un mismo edificio... la gente demasiado ocupada, que no te
dedica un minuto... Tratan de ir ligerito para que no los interrumpas.
A veces, cuando quiero acordar, yo también estoy contagiada de
eso. Uno no siempre puede echar las culpas a los demás. Uno tiene
que estudiarse un poco uno, ¿no?”.
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Rambla de Punta
Carretas actual |
Verticalización
de Punta Carretas |
Pocos de los vecinos antiguos
reconocen, como esta señora, haber sido arrastrados a un modo
de vida desconfiado, enclaustrado y solitario, haciéndose partícipes
de las transformaciones del barrio. Perdida la paz familiar de antaño,
la identidad a que se aferran los sobrevivientes de Punta Carretas se
resume en dos cordones umbilicales básicos: los relictos de círculos
de vecindad que se van achicando y extinguiendo paulatinamente y –en
última instancia- la relación que, en términos
casi personales, defienden con la costa, su costa,
su Muelle, su pequeña playa de La Estacada.
En materia de cualidades
naturales, el Cerro de Montevideo nada tiene que envidiar a la Punta
de las Carretas. Sin embargo, estas no son reivindicadas como señas
propias y singulares más que por algunos lugareños y en
un orden secundario. El sello de autenticidad cerrense es una marca
humana; es el orgullo obrero y pertenece al pasado. Y para los villenses,
la ajenidad proviene de la agregación invasiva que tampoco se
integra en su cultura anterior, que trae malos hábitos y mala
fama al barrio, que lo ha inmerso y acorralado en un maremagnum
de degradación. La cadena de desapegos y recelos mutuos de unos
a otros cerrenses actuales se acrecienta indefinidamente. Se generan
nuevos y frágiles arraigos de signo y celo propietarista individual,
tan precarios como los ranchos y tan corruptibles como en Punta Carretas
que, según el lugar conquistado, especulan entre asegurárselo
e ir mejorándolo de a poquito o la siempre difícil e incierta
posibilidad de obtener uno mejor. Más que a gérmenes de
nuevos barrios, los asentamientos se parecen a campamentos de refugio
provisional, que a su marginalidad y su pobreza agregan una inestabilidad
crónica; antes que la de la inseguridad legal, la de la composición
del hogar, la de los vínculos vecinales y la conciencia de exclusión.
Si menos ostensible que el realojo compulsivo impuesto por un poder
público, el asentamiento “voluntario” no deja de
ser forzado.
Pero la decadencia y la descomposición
del Cerro no vienen traídos sólo por ajenos. Se alimentan
también –y mucho- de una dinámica interna. Los modestos
añadidos visibles en muchas casas de la Villa no dan abasto para
albergar a la empobrecida sucesión familiar. El periplo de los
cerrenses de origen dentro de la región tiene ahora un marcado
sentido centrífugo que refleja la pérdida de estabilidad
laboral, ingreso y status en los nuevos y aun los viejos hogares, como
los pescadores que se han desplazado mayoritariamente hacia Santa Catalina
y Pajas Blancas. Si dispersos en un radio mayor que antes, no obstante,
la tendencia a establecerse próximos parientes y conocidos en
el Cerro mantiene plena vigencia. ¿Dónde queda, pues,
la atribución de los malos hábitos a los “otros”,
la de la culpa de los comportamientos antisociales –que involucran
principalmente a los jóvenes- a los (demás) padres, remitiendo,
como objeta Baleato (1998), “a lo privado la génesis de
conflictividad con alto impacto público”? ¿Dónde,
más allá y sobre todo, el contraste entre el añorado
barrio de conocidos de antes –al que llegaban mucho más
gentes del interior y de países remotos- y este de ahora, percibido
como lleno de extraños que seguramente provienen de mucho más
cerca? Una señora afincada desde hace más de cincuenta
años en el Cerro da inadvertidamente una sabia respuesta. De
su actual convivencia con hijos y nietos, muestra su tristeza por la
falta de atención y respeto que estos jóvenes de hoy prestan
a los mayores, dejando entrever, además, que quizás ellos
participen o pueden llegar a participar de robos o drogas. Y a continuación,
habla de la falta de perspectivas, rememora la época de oro de
los frigoríficos... entiende, en suma, que la cultura y los valores
en que ella se formara, que quisiera trasmitir a sus nietos y que ellos
probablemente desprecien –la disciplina del trabajo, la educación,
la honestidad y el respeto- han caducado en un mundo que no ofrece oportunidad
de ganarse la vida dignamente trabajando, que no brinda certidumbre
al que estudia y que lejos está de premiar la honestidad y estimular
el respeto al prójimo. El extrañamiento y el desapego
han invadido los círculos más íntimos; el barrio,
el hogar y hasta la conciencia. La vieja identidad cerrense es un recuerdo,
tradición despojada de su sustento que languidece y se va desvaneciendo
con la memoria y la existencia de quienes fueron sus protagonistas y
testigos directos. Pero permanece, hecha mito, como signo de distinción
frente a los ajenos, los nuevos, los intrusos, que incluyen a los propios
descendientes. A cambio, entre estos brotan mil y una pseudoidentidades
distintas, cuasi individuales, mucho más alentadas por la diferenciación
del vecino inmediato que del extranjero.
Si, antes o ahora, de afuera
o de adentro, es casi unánime la valoración de la distintividad
del Cerro con relación al resto de Montevideo, parecida cosa
puede afirmarse de Punta Carretas. Ninguno de los dos se ha refundido
irreconociblemente dentro del resto de Montevideo. ¿No pérdida
de, sino nuevas identidades, entonces? Aquí cabe preguntarse
si la identidad es sólo esto, una marca distintiva, puesta o
vista desde adentro o desde afuera. Nuevamente aparece una respuesta
no expresamente buscada. Dice un recuadro de El Eco del Cerro extraído
de una entrevista con la psicóloga social Reina Brum: “Nadie
quiere identificarse con lo que no es, con lo que le desagrada o con
lo diferente”. Los nuevos sellos del Cerro y de Punta Carretas
–un estigma común a quienes no se reconocen iguales, el
uno, el emblema de un no-lugar implantado, el otro- no identifican a
su gente, no son una construcción propia, no provocan sentimiento
de adhesión ni de pertenencia. Representan tan sólo una
posición relativa dentro del Nuevo Orden, el de la ciudad o el
del mundo. “Más que metropolitano, el barrio se hizo universal.
Nos igualamos a Nueva York, Río de Janeiro, París o Moscú.
Lucimos el mismo símbolo que nos da las mismas hamburguesas en
los mismos panes. Ganamos universalidad pero perdimos singularidad”
–dice un artículo de la arquitecta Margarita Montañez
en La Farola sobre El impacto del shopping center en Punta
Carretas. En el Cerro, la identificación como zona roja no se
vive ni se reivindica como una contracultura trasgresora. Como una papa
caliente, los cerrenses se la pasan unos a otros. “Ni milico,
ni malandra, ni carnero”, reza el código de honor de un
núcleo de La Boyada. Los cerrenses no quieren ser alcahuetes,
pero tampoco delincuentes.
Unidad vs. uniformidad
Mumford distingue “dos
clases de unidad: la unidad mediante la supresión, donde un solo
patrón de vida adquiere proporciones universales, y la unidad
por inclusión, donde la multitud de patrones diferentes, o bien
encuentran sus elementos comunes, o llegan a ser elementos en una configuración
más compleja que los incluye” (Mumford, 1945, tomo 2: 155).
Esta referencia viene a propósito de considerar la homogeneidad
social como posible factor de cohesión, una presunción
que se tiende a dar por descontada, en gran medida implícita
en la visión clásica que los uruguayos tenemos del Uruguay
y de la Montevideo de antes, integrados en y por aquella gran clase
media. Sin embargo, si así fuera, deberíamos estar asistiendo
a un proceso fuertemente cohesivo de los barrios. La segregación,
una de las tendencias más indiscutidas de estos tiempos, quiere
decir que los sectores se separan y ordenan territorrialmente según
un patrón socioeconómico, lo que equivale a decir que
cada uno se vuelve en ese sentido más uniforme. Pero al analizar
mis dos casos a través de descriptores socioeconómicos,
nada se trasluce a través de ellos acerca de la cohesión
de los barrios, que no guarda una relación lineal con esa homogeneidad
y mucho tiene que ver, en cambio, con la inefable identidad.
“Visto desde fuera
Punta Carretas es un barrio que contiene un amplio abanico de familias
con viviendas que valen más de medio millón de dólares...
a apartamentos de alquiler para clase media y media baja... un barrio,
visto por sus ingresos, policlasista. Lo que destaca de Punta Carretas
no es su homogeneidad [de clase] sino su identidad de barrio... vecinos
que comparten una experiencia de habitar la ciudad”, observaba
Noriega todavía en 1997. Se puede agregar más: desde aquella
“aldea” en la que “vivíamos en un lugar sin
servicios pero con fuerte cohesión de barrio, con espíritu
de identidad local”, estos se fueron debilitando sensiblemente
a medida que Punta Carretas se fue tornando más –elitistamente-
homogénea. Tampoco la cohesión de aquella Villa del Cerro
se explica sólo por la homogeneidad social. La impronta de clase,
si decisiva, estaba dada por un predominio idiosincrático antes
que cuantitativo y es indisoluble de las particularidades geográficas
y la diversidad de orígenes de la población. La prueba
está que el Cerro es algo absolutamente singular. Ningún
otro de nuestros barrios obreros alcanzó la unidad monolítica
y personalísima que la República Independiente del Cerro
representó y todavía evoca en el imaginario local y general
de los uruguayos.
La homogeneidad social no
hace a la cohesión en el barrio rico, donde cada uno vive para
sí y el lugar de residencia es un objeto de consumo y un signo
de distinción más, pero tampoco necesariamente en el barrio
pobre. La incipiente unidad que suele iniciarse en los asentamientos
en torno a intereses comunes de obtención necesariamente colectiva
–el agua, la luz, la vialidad, la recolección de basura-
a veces se extiende a otras demandas y emprendimientos más propiamente
sociales –la policlínica, el merendero, la plaza, la murga
propia, la fiesta para los niños. Pero unos y otros afloran en
testimonios descorazonados como unificadores perecederos, débiles
o transformados en factores de discordia por la prevalencia última
del egoísmo.
Ni en el Cerro ni en Punta
Carretas los distanciamientos internos que marcan la desaparición
del barrio son fundamentalmente diferencias de clase. Ni siquiera es
sólo el choque entre una cultura anterior, la de los pobladores
antiguos, y una nueva, traída por las nuevas generaciones y los
nuevos vecinos. Lo que hoy hace estallar a Montevideo y a sus barrios
es la irrupción de una pauta única que, poco, mucho o
nada resistida, a todos termina por imponerse; una xenofobia universal
y exasperada que opone todos a todos y cada uno a cada uno en una red
ilimitada de repulsiones y ejercicios de fuerza mutuos cuya expresión
descarnada es la violencia manifiesta. Oposición, rechazo de
“lo diverso” que mal se sabe en qué consiste, como
mal se sabe en qué consiste la identidad propia, que tiende a
afirmarse, también y exclusivamente, en términos de poder.
vuelve
al comienzo
Mutaciones:
una estrategia concertada
Cuando se ahonda la mirada
sobre los agentes y los mecanismos de cambio en los dos barrios, la
percepción inicial se afirma. Mientras la mutación del
Cerro aparece como un proceso “espontáneo”, residual
y acumulativo de circunstancias y decisiones inconexas, la de Punta
Carretas, más allá de la anécdota, es, a todas
luces, una operación concertada. Pero, planificadas o no, ninguna
de ellas es fortuita ni demasiado peculiar. Ambas son ecos del Nuevo
Orden y, aplicando su propia vara de medida, de la dualidad de sus resultados.
Mientras el Cerro condensa los despojos, Punta Carretas encarna el éxito.
Pero aquí y allá se impone la misma pauta y se verifican
las mismas pérdidas. Como barrios capaces de conferir una identidad
y un lugar de pertenencia a sus pobladores, los dos desaparecen, pulverizados
por una bomba de fragmentación que ataca simultáneamente
en todos los frentes.
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Acceso al cerro |
Vista desde la
cima del cerro |
Si tienen cara y móviles
visibles los autores de la transformación de Punta Carretas ellos
son, en cierto modo, casuales. Punta Carretas estaba signada. Sus muchos
privilegios la hacían una ostensible “área de oportunidad”
y estaba escrito que, en el rumbo del mundo y de la ciudad, más
temprano o más tarde se convertiría en lo que es, y sin
mayor oposición. Si los viejos vecinos son coincidentes en lamentar
la pérdida del silencio y la pacífica vecindad, poco menos
coinciden en apreciar las ventajas del cambio. La paz, como señala
Noriega (1998), se basaba en la privación de servicios de que
ahora el barrio está atiborrado. Aunque la privación no
fuera o no fuera sentida antes como tal, la nueva Punta Carretas compensa
lo perdido con una seductora oferta primermundista, aun cuando implique
el encierro y la soledad. Incluso, aunque para muchos no sea más
que una deslumbrante vidriera inaccesible. El poder corruptor del nuevo
orden es tan decisivo como su poder coercitivo y el cambio de Punta
Carretas, más que el de los viejos y buenos vecinos a los nuevos
chicos malos, es un cambio de cultura.
Al Cerro, en cambio, el nuevo
orden y la nueva cultura –que se ve en las rejas y en algún
perrazo atado o suelto, en las calles solitarias de la Villa y en el
televisor permanentemente prendido tras la ventana- no le han reportado
ningún beneficio, sentido ni supuesto. Aquí la pérdida
de la familiaridad del barrio, el aislamiento y la desconfianza no tienen
ninguna contrapartida. El “operativo” de cambio es ciertamente
más difuso, aunque no dejen de ser identificables los agentes
directos de la liquidación del Frigonal, los “capangas”
de las maffias traficantes de drogas o de tierras ni los responsables
de las distintas formas de políticas públicas destinadas
a arrojar las sobras a la periferia. No los diseña ni los publicita,
pero el sistema necesita, tanto como de shopping centers, de
basureros para sus desechos materiales y humanos. El hecho de que la
zona del Cerro se convirtiera en uno de ellos es en cierta forma circunstancial.
Los hay iguales y peores. En todo caso, lo que salva al Cerro del puro
estigma en la consideración pública no es, salvo para
los nostálgicos, el respeto por su historia –que “ya
fue”- sino el redescubrimiento de su naturaleza privilegiada,
que un siglo y medio de desconocimiento urbanístico no ha conseguido
disipar.
Entre los viejos residentes
de uno y otro barrio las culpas de las pérdidas se sitúan
fuera, en el ambiente, en la época, en los vecinos, en los extraños,
en “la gente”, que siempre son los demás. Los cambios
se perciben como externos; raramente los propios se hacen conscientes.
No se ve que la lógica del sistema atraviesa el límite
irrelevante de lo público y lo privado, como señala Baudrillard
(1974). Todos nos resistimos a hacernos cargo de la medida en que somos
inducidos, persuadidos u obligados a participar del juego, el “tome
cada uno lo que pueda de esta época del conformismo generalizado”
de que habla Castoriadis (1997), una expresión prácticamente
idéntica a la “cada grupo y cada individuo toma lo que
se puede llevar” utilizada por Mumford para definir la fase tiranópolis
de la urbe capitalista (Mumford, 1945, tomo 2: 120). El esquema víctimas-victimarios
decididamente no sirve para explicar ni para combatir este cáncer.
Aunque es obvio que las responsabilidades, los beneficios y los perjuicios
no se reparten equitativamente, ni las víctimas dejan de participar
de los mecanismos arborescentes de reproducción del poder –tal
como constata Baleato acerca de la red de violencia en el Cerro- ni
los victimarios escapan a sus efectos funestos. Si se considera más
llevadera, la “deslugarización” y la “nowheremanización”
no es esencialmente distinta rodeada de confort, y probablemente, ni
siquiera de poder.
En la introducción
de su tesis, Noriega (1998) propone una interrogación que la
presente comparte. En qué medida “la historia del lugar
de alguna manera es la historia de todos y al preguntarse ¿qué
pasó en el lugar?”, busca también una respuesta
a “¿qué está pasando con nosotros?... Un
nosotros global, o un nosotros en un mundo globalizado. Mirar hasta
qué punto todos estuvimos en la cárcel y hasta qué
punto hoy estamos todos en el shopping”. Si antes Punta Carretas
era la cárcel y su presencia resguardaba la paz y la
familiaridad del barrio y representaba el mundo disciplinado, la sociedad
ordenada que supimos ser, ahora es el shopping que “continúa
siendo un lugar cerrado... para una cultura, una estética y una
determinada capacidad económica” (Baleato, 1998), recinto
protegido por una guardia sofisticada, probablemente mucho más
celosa que la carcelaria, que, en cambio, ha traído al barrio
toda la agresividad que dimana de la prepotencia de los que se sienten
ganadores y de la impotencia de los que se sienten perdedores, una inseguridad
múltiple que va ganando toda la ciudad, fruto de una filosofía
y un orden profundamente violentos y violentistas. Cambio de reclusión
y de reclusos: “Antes los chorros estaban adentro; ahora están
afuera”, se queja un vecino. Antes, también, la “gente
buena” –que éramos todos, o casi todos- andaba por
la calle, socializaba y vivía la ciudad. Ahora la sociedad formal,
que es ya sólo una parte, cada vez menor, se recluye en espacios
cerrados –su casa, su auto, el shopping- y atraviesa
el hostilizado espacio público cuan rauda puede.
El planteo es perfectamente
extensible al Cerro, cuyo cambio simboliza, asimismo, el del país
“de las vacas gordas” al de la creciente miseria y de nuestra
“tacita de plata” y nuestra proverbial integración,
bienestar y convivencia civilizada, a la sociedad cada día más
salvaje y ghettizada –abajo y arriba- que sigue teniendo
en la metrópoli su expresión privilegiada. Si antes el
Cerro era el Frigorífico Nacional, un altar del Trabajo que todos
reverenciábamos, un barrio obrero orgulloso, digno y respetado,
hoy es la gardeliana nostalgia de haber sido y el dolor de ya no
ser –de la Villa y del país-, el peligroso y execrado
Cerro Norte y la masa informe de asentamientos que se agregan, nutridos
no ya por un clásico Lumpenproletariat, sino por la
multitud de asalariados pauperizados, precarizados o rasamente desocupados
–caída en desgracia de la que nadie está exento,
temor mayor y generalizado de los uruguayos- que esta despiadada show-reality
del Gran Hermano va eliminando día a día.
Mientras el Cerro es un emblema
de la ruina del país productor, Punta Carretas lo es del advenimiento
del país consumidor. Mientras el primero es una cruda evidencia
de la descomposición de la civilización del trabajo, la
segunda es la mejor escenografía de la civilización del
simulacro. “Es como una gran mentira... te queda eso de que si
vas a Punta Carretas, te vas a fascinar” (frase publicitaria
del shopping): promesa de que “cuando estás deprimida,
vas al shopping, te comprás una cocacola, te tomás
un helado y todo se pone bárbaro”. “En este espacio
infantilizado”, dice Noriega (1997), “ha sido suprimido
el trabajo y la enfermedad; nos encontramos frente al deseo y el juego,
bajo el cuidado de la vigilancia, sin frío, sin lluvia, protegidos.
El shopping es una máquina de suspensión del
principio de realidad”. Una máquina más sofisticada
aunque no tan poderosa como la que está metida en cada hogar
montevideano, el 87% de los cuales tenía, en 1996, al menos un
televisor a color.
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Invariantes.
Fuerza y debilidad del mito
“El espíritu
de nuestra gente parece no haber sido contaminado por la apatía
y el egoísmo propio de la sociedad moderna. Aún es posible
ver a los vecinos en las veredas... Pese a que hace muchos años
que la industria frigorífica desapareció... continúa
presente su fantasma, grato fantasma aún vivo en los corazones
y retinas de aquellos que brindaron su sudor y su lucha a la industria
de la carne y que todavía mantienen la esperanza de la reapertura
del Nacional”, quería creer hace diez años un soñador
articulista de El Eco. Poco después Paula Baleato (1998) comprueba
que el mito identitario del Cerro, que remite a “un lejano momento,
quizá fundacional –nunca muy certero en su existencia real
pero con fuerza de verdad en el imaginario social- en el que existía
fuerte solidaridad entre los vecinos, hoy se percibe como francamente
disminuido, si no inexistente”. Historia o mito, realidad fecundada
por la leyenda, la identidad y la cohesión del Cerro, como la
de Punta Carretas, es un ser irremediablemente sentenciado y en buena
medida ya extinguido. Ni el auge de la industria frigorífica
ni la paz aldeana del “barrio con cárcel adentro”
–bien se sabe- han de volver. Frente al presente vendaval de extrañamiento,
hostilidad y anomia, los villenses y puntacarretenses de otros tiempos
se refugian en lo más inmutable o imperecedero del barrio, o
de su idea de él: la naturaleza y la leyenda. En la Villa prima
esta. La formidable –en términos montevideanos- geografía
del Cerro integra ese ser histórico en segundo plano, se subordina
a la gesta humana protagonizada sobre ella, aunque esta distinción
no termina de ser justa. Antes el Cerro, el Cerro-barrio y el Cerro-cerro
era una única cosa, así como ahora es muchas y es ninguna.
En Punta Carretas, donde la autoimagen del pasado no tiene el vigor
ni la mística de la cerrense, prevalece la referencia natural.
Una punta rocosa y solitaria que se adentra en el mar, huyendo de la
jaula de consumo con barrio adentro en que se ha transformado.
Mirando a uno y otro barrio,
el mito se muestra más inexpugnable que la naturaleza. El aire
de Punta Carretas –que es “otro aire”-, “el
viento, los atardeceres en las rocas de La Estacada, esa naturaleza
que se mete por los ojos y los oídos, el muelle cuando ya la
gente se fue y las gaviotas se empiezan a parar ahí...”,
todo lo que atesoran quienes, casi en tono de disculpa, se reconocen
signados por una bohemia y un espíritu fuera de moda, ya han
sido y van a ser todavía mucho más alterados, transformando
un día quizá no lejano a la Punta Brava en un sucedáneo
de Pier 17 o 39, Mol de la Fusta o Puerto Madero, sin que podamos ya
saber bien si estamos en Nueva York, San Francisco, Barcelona, Buenos
Aires o Montevideo. El mito puede ser eterno e insobornable. Pero un
mito que no se re-presenta y una identidad que no se re-crea hilando
la continuidad del lugar compartido en el tiempo, ya definitivamente
anclados en el pasado e inaccesibles para los que nacen o llegan, se
van esclerosando y muriendo mientras se convierten en un factor de incomunicación,
discriminación y ruptura entre los viejos y los nuevos, como
sucede en el Cerro. Un mito puede morir, puede ser absorbido, colonizado
o resemantizado por un nuevo orden de ideas, como la naturaleza, y puede
también descubrirse con pies de barro. Ni la metamorfosis de
Punta Carretas ni la del Cerro, ni la de Montevideo, se explicarían
sin comprender que sus mitos identitarios eran subsidiarios de un mito
mayor –el de nuestro ser nacional- erigido sobre las mismas bases
que hoy lo destruyen. Pero este ya es otro grueso asunto y otra larga
historia.
Referencias bibliográficas
Augé, M. (1992).
Los “no lugares”. Espacios del anonimato. Barcelona:
Gedisa.
Baleato, P. (1998). Exclusión
social, identidad comunitaria y violencia en el Cerro. Proyecto de Iniciación
a la Investigación, Comisión Sectorial de Investigación
Científica. Montevideo: Universidad de la República.
Baudrillard, J. (1974).
Crítica de la economía política del signo.
Madrid: Siglo XXI.
Castells, M. (1974).
La cuestión urbana. Madrid: Siglo XXI.
_________ (1995). La
ciudad informacional. Madrid: Alianza.
Castoriadis, C. (1997).
El mundo fragmentado. Montevideo: Editorial Nordan-Comunidad.
El Eco del Cerro de Montevideo
- Quincenario vecinal - varios números 1992-1999
Fernández Durán,
R. (1996). La explosión del desorden. Madrid: Fundamentos.
La Farola - Periódico
de la Comisión de Vecinos de Punta Carretas - varios números
1990-2001
Mumford, L. (1945). La
cultura de las ciudades. Buenos Aires: Emecé.
Noriega, A. (1997). “Resemantización
del espacio en Punta Carretas. El paso de cárcel a shopping center”.
Monografía del Taller de Investigación en Antropología
Social, Facultad de Humanidades. Montevideo: Universidad de la
República.
NOTA: Todas las fotografías fueron proporcionadas por la autora |
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