Ciudad,
poder, identidad.
Bilbao: pasión y muerte de lo urbano*
Garikoitz Gamarra **
Resumen
En los últimos veinte años ha surgido lo que se ha dado
en llamar la “ciudad postmoderna”, lo que nosotros denominaremos
“ciudad del espectáculo”. El capitalismo tardío
ha modificado, una vez más, el significado y puesto de la ciudad,
pasando del predominio de lo productivo, en tanto que centros industriales
y financieros, a la prioridad del ocio y el sector terciario. La ciudad
del espectáculo se yergue como mercancía en competición
con el resto de ciudades y productos. Ya no es el espacio de interacción
entre los ciudadanos, dispuesta para su uso, ni tan siquiera el antiguo
refugio; ahora aparece como piedra preciosa surgida por sí misma
de las entrañas de la naturaleza para ser admirada. Ya no es
la ciudad de los ciudadanos sino de los consumidores, de los turistas.
La transformación que ha sufrido Bilbao en los últimos
diez años viene a ser un ejemplo palpable de este fenómeno.
Palabras clave: espectáculo,
poder, urbano, Bilbao
Abstract
During the last 20 years what has been called “posmodern city” has arisen. We will name it “spectacle city”. Late capitalism has modified, once again, the meaning and place of the city, moving from the predominance of productivity (based on industrial and financial centers) to the prevalence of leisure and the tertiary sector. “Spectacle city” stands as merchandise in competition with the rest of the cities and products. It is not the citizens' interaction space anymore –set for their utilization-, nor the ancient shelter; it appears now as a precious stone standing to be admired. It is not the city of the citizens but the consumers', the tourists'. The transformation of Bilbao during the last ten years has become a concrete example of this phenomenon.
Key words: spectacle, power, urban, Bilbao.
La
ciudad del espectáculo
La ciudad nueva postmoderna
está paulatina pero inexorablemente
sustituyendo a la ciudad industrial desarrollada en el ochocientos,
que ha llegado
con diversas mutaciones hasta nuestros días. La ciudad de la
ligereza y la ilusión
está substituyendo a la Coketown dura e instrumental. El placer
parece
convertirse cada día en más importante que el funcionar
Giandomenico Amendola,
La ciudad postmoderna.
El interés de Foucault
por los ejercicios de poder a través del control del espacio
es constante en su obra, pero tiene en Vigilar y Castigar su
lugar más reconocido e influyente. No sólo filósofos,
sino especialmente sociólogos urbanos, geógrafos (Foucault,
1991a) e incluso teóricos del arte escénico (Foucault,
1999) proyectan sus investigaciones desde una inspiración claramente
foucaultiana. Foucault parece desentenderse, sin embargo, de cualquier
posible acercamiento a la cuestión política del espacio
en clave dramatúrgica 1;
nuestra sociedad no es la del espectáculo, dice, sino
la de la vigilancia. Parece evidente que este comentario venía
a censurar el análisis sociológico de La sociedad
del espectáculo, el libro que Guy Debord había publicado
unos años antes como biblia de la Internacional Situacionista.
El enfrentamiento entre el
modo en que piensa el espacio Foucault y el de Debord no es, de cualquier
manera, tan definitivo como pudiera parecer. Si no estamos ni sobre
las gradas ni sobre la escena teatral, ni sobre la escena circense
ni sobre su modelo esencial, la piqueta, sí estamos instalados
en la butaca de cine, e igualmente, proyectados sobre la pantalla. Nuestro
espectáculo, el espectáculo postmoderno, en tanto que
forma amplificada del espectáculo tejido en la modernidad, es
un espectáculo que poco tiene que ver con el tradicional; su
única relación con aquel es ser su simulacro.
En las
gradas hay una muchedumbre, pero una muchedumbre solitaria;
en la escena sucede una acción, pero no ocurre ni aquí
ni ahora, condición necesaria del espectáculo teatral,
circense o penal. El espectáculo paradigmático del modo
de dominación en la sociedad postmoderna no es un juego de máscaras
sino un reality show, un juego de confesiones, de desvelamientos
de la auténtica identidad. En verdad, el espectáculo
que domina todo el espectro social postmoderno en poco se diferencia
de la máquina panóptica de la que hablaba Foucault 2.
“El panóptico es una máquina de disociar la pareja
ver-ser visto” (Foucault, 1991b: 205). El panóptico de
Bentham substituyó en su tiempo la oscuridad del calabozo tradicional
por la luminosidad. Terminó el tiempo de ocultar a los elementos
marginales de la sociedad; ahora se trata, al contrario, de hacer visible
cada mínimo movimiento. Además, el panóptico se
extiende dentro de la sociedad disciplinaria por cada rincón,
estableciendo el patrón hegemónico de visibilidad.
“El panóptico [...] debe ser comprendido como un modelo
generalizado de funcionamiento; una manera de definir las relaciones
del poder con la vida cotidiana de los hombres” (Foucault, 1991b:
208). Este dispositivo actúa como una tecnología del espacio
en el orden de disciplinar los cuerpos. Su contexto es, como hemos señalado,
el de la sociedad disciplinaria, cuya esencia queda determinada
por Foucault en el siguiente pasaje, ya clásico: “La disciplina
es el procedimiento unitario por el cual la fuerza del cuerpo está
con el menor gasto reducida como fuerza política, y
maximizada como fuerza útil” (Foucault, 1991b:
224).
Frente
a la ciudad programada, una ciudad estadounidense –Nueva York-
representó para las vanguardias artísticas y arquitectónicas
de la primera mitad del siglo XX el paradigma de lo urbano. Si los arquitectos
modernos quedaron deslumbrados por sus atrevidos rascacielos que despuntaban
ya a comienzos de siglo, el dinamismo de sus calles y su rica vida urbana
fascinó a una legión de cineastas y escritores. Tras la
Segunda Guerra Mundial, los arquitectos europeos más renombrados
–muchos de ellos provenientes de la Bauhaus y educados en una
ideología cuanto menos socialdemócrata- no dudaron en
aceptar encargos para las grandes ciudades americanas. Hasta el propio
Walter Gropius llegó a participar en la construcción de
rascacielos como los que no mucho antes había criticado, en tanto
que signo desmesurado de los poderes económicos. Frente a su
planta urbana, que como el resto de las ciudades estadounidenses se
caracteriza por la sobriedad de la cuadrícula, el famoso skyline de Nueva York lo dibujó el juego voraz de las fuerzas económico-naturales.
La rejilla urbanística no representa más que
el tablero mínimo de protección estatal de la libre competencia 3.
|
|
El panóptico
de Bentham |
Manhattan desde
el aire |
vuelve
al comienzo
Nueva York ha sido, tal vez,
la primera ciudad postmoderna de la historia, y en gran medida, modelo
de las demás. Auténtica vanguardia en poner todo el acento
en la identidad construida a través de los canales contemporáneos
de la vida pública: los canales virtuales, el audiovisual,
el panóptico en su forma más sofisticada. Nueva York no
dejó de someterse a los dictados de la vigilancia a través
del método tradicional del buldózer, tal y como demostró
Robert Moses, pero además, entre la imagen virtual y el espacio
real de la ciudad, se introduce una dialéctica novedosa –impensable
e indeseable para el imperio de la ergonomía y la racionalidad
socialdemócrata: el puro derroche de la moda.
Aplicar la ley de la moda
a la misma arquitectura de la ciudad significa atentar contra la búsqueda
de lo perenne que dominaba la arquitectura moderna; la ciudad bajo el
signo de la moda es una ciudad con fecha de caducidad, que se debe renovar,
y por tanto, destruir constantemente para poder estar “a la última”.
El Poder descubre la efectividad disciplinaria de la sistemática
y violenta renovación del mobiliario urbano. Si la moda es un
fenómeno puramente moderno, tal y como viera Baudelaire, para
los arquitectos y pensadores de las vanguardias históricas se
trataba de un fenómeno descuidado, puesto entre paréntesis.
Adolf Loos inauguró el ideario moderno con su alegato “Ornamento
y delito”, en el que la arquitectura era concebida como ciencia,
disciplina en torno a la función y a la “verdad”
de las formas, sin nada que ver con el “gusto”, con lo efímero.
El mismo ideal platonizante movía al diseño industrial,
iniciado por la Bauhaus, que se planteaba la fabricación de prototipos
universales para su distribución serializada. La moda, novedad
evanescente que se consume tan pronto se ha fabricado, suponía
una forma deteriorada de la auténtica creatividad; lo verdaderamente
nuevo debería coincidir con lo eterno.
En la
ciudad de Nueva York nos encontramos con unos planteamientos constructivos
y estilísticos muy distintos a los de las vanguardias. Si gracias
a los materiales y a los modos de construcción modernos los edificios
se erigen antes de que un pintor pueda acabar un lienzo 4,
en las ciudades americanas las arquitecturas se vuelven tan efímeras
como los artículos de consumo. Es conocido, en el caso de Nueva
York, que la mayor parte de sus edificios son alzados con fecha de caducidad,
algo alentado por el mercado inmobiliario. Sólo unos pocos ejemplares
insignes serán conservados en esta ciudad “sin monumentos”
5. En el imperio del valor de cambio
todo, incluso el propio suelo, tiene que estar disponible para
la transacción. El sentido título del libro de Marshall
Berman Todo lo sólido se desvanece en el aire pretendía
reinterpretar la sentencia de Marx en este contexto norteamericano,
donde las piedras son demolidas para perderse en el olvido (con los
sentimientos), o se evaporan en la inasible forma de la imagen.
Como ya hemos adelantado,
la ciudad postmoderna no está tan interesada en la racionalidad
como en la identidad y en el placer, lo cual, de cualquier
modo, no riñe necesariamente con la eficacia. Sin embargo, la
erótica que vehicula este tipo de “identidades con fecha
de caducidad” es una pseudo-erótica, una erótica
de la identificación de la imagen previa. El placer de la ciudad
postmoderna no nace del descubrimiento sino del recuerdo de la imagen
previa preexistente. La intimidad urbana (Pardo, 1996), aquella
identidad compleja a la que sólo se accede lenta y trabajosamente
y en la relación cotidiana y distraída, se disuelve en
el rol reificado; la carne urbana, lo que propiamente deberíamos
llamar lo urbano, se cosifica en una “imagen de lo urbano”.
A pesar de la aparente contradicción
inicial entre los motivos de las vanguardias –que parecían
perseguir la perennidad- y la moda –nacida para ser consumida
de modo inmediato-, su trasfondo platónico es similar; en la
identidad imaginaria vehiculada por la moda, la vocación por
lo absoluto y necesario se vuelve, paradójicamente,
mucho más radical. De nuevo, como intuyó Baudelaire, lo
moderno (y lo postmoderno como su perfeccionamiento) nace de la dialéctica
entre la moda y lo eterno. La moda estalla en un instante para comunicarnos
lo eterno y confesarnos, con su propia aniquilación material
a fin de temporada, que lo eterno no se identifica con el producto sino
que está “más allá”. El producto del
diseño industrial de la Bauhaus pretendía ser la materialización
de una idea; el producto de consumo que nos trae la moda expresa lo
eterno: se muere, como James Dean, antes de que el tiempo le marque
la cara con el signo de lo contingente.
El Nueva York televisado
y retratado por el cine se impone al Nueva York real. La imagen separada
de lo urbano oculta lo urbano en sí, su presupuesto necesario.
En Nueva York lo postmoderno no es tanto la ciudad en sí como
la dialéctica ciudad-imagen que se establece, relación
en la que siempre vence el peso de lo imaginario. La mirada mistificadora
de la Europa de primera mitad de siglo XX ya empezó a realizar
parte de este trabajo, trabajo que continuaría más tarde
la industria cinematográfica hollywoodense. La Metrópolis monumental de Fritz Lang –paradigma de lo antiurbano- estaba,
según relató el propio director, inspirada visualmente
en la ciudad de la estatua de la libertad, una ciudad que Lang no pudo
ver en aquella época más que a distancia, desde su barco,
ya que –por las tensiones políticas entre ambos países
derivadas aún de la Primera Guerra Mundial- en el viaje que realizó
a los Estados Unidos no se permitió al navío con bandera
alemana atracar en la ciudad. Esta escena dice mucho de la inaccesibilidad
de cierta vanguardia europea, tal vez la que más influyó
en el posterior desarrollo artístico, sobre lo urbano de la gran
ciudad norteamericana.
Del Nueva York urbano de
aquella época –tan cercano al que relató con una
mirada lúcida Lorca en Poeta en Nueva York- al Nueva
York imaginado en tanto que paradigma de ciudad moderna hay un trecho;
el mismo que separa la concepción de una ciudad como el conjunto
de mujeres y hombres que luchan por sobrevivir de la ciudad en tanto
que paisaje monumental de rascacielos.
|
|
El
gran referente de la época: Metrópolis, de Fritz
Lang (1927), inspirado en los rascacielos de Nueva York |
La moda es introyectada en
el mismo cuerpo arquitectónico de la ciudad postmoderna a través
del continuo derribo y construcción de nuevos “prototipos”.
Las compañías multinacionales que se alzan en el mercado
bursátil erigen sus nuevos edificios de oficinas en el corazón
de Manhattan más como signo del poder financiero que como elemento
práctico; la arquitectura representa, de este modo, otra forma
de propaganda y otro instrumento para atraer inversores. Para ello el
edificio se convierte en un símbolo de prestigio: firmado por
el arquitecto del momento y construido con técnicas y materiales
punteros, de tal modo que la propia edificación se convierte
en happening urbano, en parte del espectáculo monumental,
que es el edificio en sí; últimamente podríamos
sospechar hasta qué punto la misma destrucción de los rascacielos se ha vuelto parte de este gran espectáculo.
El “dinamismo” del mercado tendrá más tarde
su prolongación en las mutaciones en la superficie de la ciudad.
La empresa en crisis vende su parcela a la que se hace con la hegemonía
del sector que, para mostrar su poderío, no se contenta con ocupar
el inmueble sino que lo derriba y alza uno nuevo.
Tanto
ajetreo en la superficie de nuestro paisaje cotidiano resultaba descorazonador
ya para los antiguos habitantes del París gótico que derribó
Haussmann 6. La cultura postmoderna
desarrolla las técnicas para acolchonar este dolor, evitando
cualquier apego a la “piedra” de la ciudad. Este es el papel
de la moda: que la mirada busque más allá de la mercancía
en sí, del edificio en sí, de las calles en sí,
hacia la “imagen” previa evocada: la anamnesis platónica en su mínima expresión. La memoria televisiva olvida automáticamente todo lo que sobrepasa la máscara
imaginal y se aferra fanáticamente a ella, pues sabe que debajo
no queda sitio más que para el cambio puro. El sistemático
lavado de cerebro –lavado de costumbres, de raíces- desposee
al sujeto de una apertura a la intimidad, a(l) ser, por lo
que gusta tanto de poseer el parecer, fetiche aparente en tanto
que signo de otro tipo de Ser –en este caso, con mayúsculas-,
un Ser de otro mundo.
La ciudad
postmoderna se completa hoy con una aportación genuinamente europea
–italiana, para ser más exactos. Junto a Nueva York debemos
de colocar a la Venecia del turismo contemporáneo, la ciudad-museo.
Los propios teóricos, arquitectos y filósofos de la postmodernidad
han comenzado su crítica de la modernidad condenando su olvido
de la tradición 7; la tradición
es rescatada como las raíces desde las que se abre cualquier
horizonte de comprensión. El redescubrimiento de ese fondo
que permite que nuestra figura no se disuelva en el vacío;
la reapropiación y revalorización de conceptos como ornamento
y monumento se han venido a materializar en unas políticas
urbanístico-arquitectónicas ciertamente sospechosas. El
auténtico modelo no es la Venecia histórica sino la Venecia
de folletín, recreada una y mil veces en las escenografías
de los melodramas hollywoodenses de “la época dorada”
(Ramírez Domínguez, 1993).
La ciudad del espectáculo
postmoderno quiere crear una identidad, una máscara que satisfaga virtualmente todas las necesidades reales a las que
no daba cabida la adusta ciudad de la vigilancia. La necesidad de una
biografía urbana es satisfecha visualmente mediante el pastiche
historicista o la “re-centralización” de los cascos
históricos, sazonados con anteojos turísticos, a través
de la apertura de nuevas vías y medios de transporte auráticos (como es el caso del rescate del tranvía para fines básicamente
turísticos en varias ciudades españolas en los últimos
años).
|
La ciudad museo
por excelencia: Venecia |
A las
aspiraciones de una auténtica vida pública, los poderes
fácticos responden multiplicando los canales virtuales de participación.
Los hombres y mujeres mantienen una relación con su ciudad de
meros espectadores. La vida cotidiana, por otro lado, se sigue rigiendo
por el aislamiento, el silencio y el trabajo disciplinario de la ciudad
de la vigilancia, en un contexto de aglomeración, ruido y ocio
hedonista. El espectáculo a que nos invita la ciudad postmoderna
se parece muy poco a la fiesta de las máscaras y las confusiones
del carnaval. El espectáculo postmoderno es la máquina
panóptica que proyecta sus imágenes sobre una pantalla;
el espectáculo postmoderno es el espectáculo tradicional
invertido. La teoría del poder de Foucault vuelve a hacerse necesaria
para comprender esta nueva situación. “La antigüedad
había sido una civilización del espectáculo. Hacer
accesible a una multitud de hombres la inspección de un pequeño
número de objetos: a este problema respondía la arquitectura
de los templos, los teatros y los circos. Con el espectáculo
predominaban la vida pública, la intensidad de las fiestas, la
proximidad sensual. En estos rituales en los que corría la sangre
la sociedad recobraba vigor y formaba por un instante como un gran cuerpo
único. La edad moderna plantea el problema inverso: procurar
a un pequeño número, o incluso a uno solo la visión
instantánea de una gran multitud. En una sociedad en donde los
elementos principales no son ya la comunidad y la vida pública,
sino los individuos privados de una parte, y el Estado de la otra, las
relaciones no pueden regularse sino de una forma inversa del espectáculo”
(Foucault, 1991b: 219) 8…
de forma inversa al espectáculo tradicional, pero no –sin
duda- al extraño espectáculo postmoderno.
vuelve
al comienzo
Bilbao: imagen, cultura
y mercado
En los últimos años,
la vida pública de las sociedades europeas se viene haciendo
eco de un fenómeno que podríamos llamar el retorno
de la ciudad. Si a partir de los años sesenta la tendencia
generalizada era el abandono creciente de los centros urbanos hacia
la periferia suburbial, hacia la ciudad dormitorio, a partir de los
ochenta, y sobre todo en los noventa y en la primera década del
siglo XXI, el proceso se invierte acusándose una revalorización
económica y social de la ciudad.
La sociología urbana
de los sesenta y setenta criticó insistentemente la tendencia
anti-urbana inherente a la cultura del individualismo posesivo. Se reclamaba
entonces la ciudad como espacio del necesario conflicto social del que
emane una sociedad “más” justa. La calle era la condición
de posibilidad de un espacio auténticamente tolerante, radicalmente
moderno, en el que lo público fuese algo más que la coincidencia
de intereses egoístas de individuos aislados, en el que la democracia
fuese algo más que una palabra que esconde unos intereses económico-militares
que siempre ganan, que siempre salen electos.
El nacimiento de la llamada
ciudad postmoderna hace necesaria la revisión de la
vieja reivindicación de la cultura de las aceras de la que hablase
Jane Jacobs. La calle vuelve a estar “de moda”, pero ahora
de mano de los propios poderes fácticos. Los valores del espacio
urbano como lugar encuentro parecen despuntar; las jóvenes generaciones
retornan a los cascos antiguos y al centro, abandonando las tranquilas
viviendas de los suburbios que sus padres conquistaron con esfuerzo;
dan nueva vida a las plazas a la vez que nacen nuevos museos, parques,
palacios de la música... el ocio toma la ciudad.
|
|
Casco
viejo de Bilbao. Autor: Andea Larreka Larrondo *** |
El caso concreto de una ciudad
como Bilbao puede ser ampliamente clarificador. Estos dos movimientos
que aquí describimos –de la política anti-urbana
a la política pro-urbana-, al contrario de lo que ocurre en otras
ciudades europeas o americanas, se produjo de forma más tardía
y menos diferenciada. Si el movimiento hacia la periferia no se desarrollaba
hasta mediados de los ochenta, la vuelta de la ciudad lo hace plenamente
entrados los años noventa. Su ejemplo nos resulta especialmente
útil, pues el solapamiento y continuidad entre ambos procesos
(el proceso hacia la periferia no se ha detenido con este retorno de
lo urbano) es aquí más evidente que en ningún otro
lugar: la suburbanización y la apología mediática
de lo urbano coinciden.
El tardío
movimiento suburbano de Bilbao se produce, mayormente, por la “anomalía”
franquista. Con la joven democracia y la unión a la OTAN y a
la CEE, las clases obreras se hacen crecientemente propietarias –propietarias
de al menos un coche y una hipoteca-, y corriendo tras el paradigma
de la calidad de vida desplazaban su tradicional residencia
en la industrial margen izquierda del río Nervión hacia
la margen derecha burguesa 9. Si
no se da una nivelación efectiva de las clases sociales sí
se produce una homogenización de la identidad de clase: todo
el mundo se considera clase media (incluso los que no tienen más
que para las rebajas).
Poblaciones
como Leioa o Getxo, en la margen derecha del Nervión, reciben
miles de “exiliados” provenientes de las barriadas obreras
de la grisácea margen izquierda. Otros puntos fuera del País
Vasco, como Castro Urdiales, en Cantabria (otro tradicional punto de
veraneo), acogen cantidades ingentes de población desde de la
Margen Izquierda 10, gracias a
las mejoras en las autopistas que permiten a los nuevos residentes ir
y venir de sus residencias a su trabajo en el Gran Bilbao en un tiempo
récord. El fondo infraestructural que se esconde detrás
de este nuevo escenario es la reconversión en sector servicios
del anteriormente dominante sector secundario. Esta llamada “reconversión
industrial” es de sobra conocida, pero quizás no tanto
el cambio cultural e ideológico que ha provocado. Todo ello se
ha materializado en una transformación morfológica del
área metropolitana. El vaciamiento de enormes solares industriales
se solapa con su mutación en diversos espacios públicos
de ocio; ocio entendido como otro modo de industria; así, ocio
que fomenta el consumo y la inversión. En el caso de Bilbao no
asistimos, por de pronto, a la desaparición de la ciudad tanto
como a su transformación.
Durante los años setenta
y ochenta la vida urbana del área metropolitana de Bilbao se
caracterizó por una intensa actividad pública y política
entretejida alrededor de una red de asociaciones. El trabajo de estas
asociaciones locales era destapar a todos los niveles –desde el
marco barrial hasta el global- el conflicto social oculto por los intereses
de la clase dominante. La amplia proletarización de la zona creaba
un caldo de cultivo idóneo para la conciencia de clase y la conciencia
política subsiguiente, generando un flujo y reflujo entre la
fábrica y la ciudad que sacaba las contradicciones económicas
y sociales fuera del ámbito laboral e individual para plantear
una lucha global al sistema capitalista.
Con la crisis y paulatino
desmantelamiento de la mayor parte del tejido industrial de la zona,
este panorama social languidece de forma paralela. Sin embargo, cuando
las antiguas asociaciones y la vida callejera empezaban a evaporarse,
los poderes fácticos redescubren el espacio público urbano
reclamándolo para sus propios intereses. Un ejemplo muy interesante
de este cambio de estrategia es el de la apropiación por parte
del ayuntamiento y de distintos grupos económicos y mediáticos
de la famosa “Aste Nagusia” o “Semana Grande”
bilbaína, la fiesta popular de la ciudad. El ocio se transforma
en el elemento propio de la ciudad postmoderna.
Esta fiesta estival, al contrario
de lo que sucede en la mayoría de las que se celebran en las
capitales españolas –si no en todas-, no conmemora el patrón
de la villa, no tiene carácter religioso alguno ni en su forma
actual ni en su origen. La virgen de Begoña es la patrona –más
bien matrona- de la ciudad, pero su festividad no coincide con las fechas
en que se celebra la Aste Nagusia. La Semana Grande tiene su inicio
en los primeros años ochenta y es fruto directo de la voluntad
de las asociaciones populares bilbaínas; de hecho, tradicionalmente
son ellas y ningún otro grupo quien organiza los festejos con
cuya recaudación financian sus actividades del resto del año.
Grupos antimilitaristas, ecologistas, feministas, asociaciones de vecinos,
grupos de teatro, asociaciones deportivas, etc., eran hasta hace bien
poco los protagonistas de estas fiestas. Con la transformación
de la sociedad, y sobre todo, de la ideología vasca en los últimos
diez años –lo que podríamos llamar su envejecimiento
y aburguesamiento delirante-, los poderes fácticos han ido adueñándose
de la Aste Nagusia a golpe de talonario, de grandes espectáculos
que invitan a las masas a desplazarse fuera del espacio dominado por
las asociaciones, el casco viejo y sus alrededores. El ayuntamiento,
que originalmente potenciaba la actividad de estas asociaciones ciudadanas,
se complica con los poderes económicos y patrocina una fiesta
paralela localizada crecientemente en los márgenes de la ciudad.
La fiesta se suburbaniza y se convierte en una celebración del
consumo y la inversión, una fiesta programada por técnicos
y profesionales del espectáculo, una fiesta que además
busca especialmente abrazar el espacio urbano del “nuevo Bilbao”.
El toque autóctono en la estrategia del poder para el desmantelamiento
de las asociaciones populares autogestionadas está en su criminalización
creciente, relacionando estos grupos directamente con la banda terrorista
ETA. Toda política no teledirigida, toda organización
espontánea de ciudadanos que sea obrera y no tenga como interés
particular el mundo taurino es sospechosa de ir tramando los crímenes
más inmundos.
|
Mari Jaia, matrona
de la Aste Nagusia |
De cualquier
modo, no nos vamos a detener más en la interesantísima
cuestión de la apropiación por parte de las grandes instituciones
políticas y financieras del ocio 11.
Pasamos a centrarnos en la más conocida remodelación urbanística
de la capital vizcaína a raíz del fenómeno Gugenheim.
La construcción en
el centro de Bilbao de una sucursal de la fundación
Solomon Gugenheim de arte contemporáneo pone el grito en el cielo
internacional de una ciudad hasta entonces ajena a todo interés
cultural y muy caracterizada por el interés político,
debido a la de sobra conocida, que no comprendida, vida conflictiva
de todo el País Vasco. El museo es sólo el primer eslabón
en una larga cadena que pretende renovar, a la vez, la morfología
y la infraestructura económica de la capital vizcaína
y de todo su entorno metropolitanos.
El edificio
que emplaza al museo –si es que en este caso hay algún
modo de distinguir la función del mismo edificio- resulta ser
una revolucionaria obra del prestigioso arquitecto norteamericano Frank
Gehry, saludada como una de las mayores muestras del vigor que atraviesa
la arquitectura actual. El edificio se emplaza en un solar industrial
en pleno corazón de Bilbao, en la orilla izquierda de la ría,
en el mismo lugar que poco antes ocupaba la empresa naval “Euskalduna”,
un enorme espacio vacío que se ha convertido en el centro del
nuevo Bilbao 12. Gehry quiso dotar
por ello al edificio de todos los signos formales que habían
caracterizado el pasado industrial de Bilbao, modelando un organismo
arquitectónico de brillante titanio en el que se adivinan perfiles
cubistas de inspiración naval –alguien lo comparó
con un barco encallado contra el puente de la Salve. No contento con
esto, Gehry decidió dar un paso más allá en la
integración del museo en el paisaje previo e hizo que el edificio
abrazase al adyacente puente de “la Salve”, la enorme mole
de hormigón y metal pintada de un verde absurdo que es, por sí
solo, expresión encarnada de aquel Bilbao industrioso que dejamos
ahora atrás. Una mirada lúcida sobre el resultado nos
hace descubrir, sin embargo, que el Gugenheim no quiere ser tanto un
edificio integrado en la sintaxis industrial de Bilbao, sino al contrario,
una interpretación autónoma de aquel Bilbao al que viene
a sustituir. El Gugenheim se expresa en una sintaxis propia que choca
radicalmente con el entorno para llamar una narcisista atención
sobre él; se trata de un ícono monumental que clausura
un ciclo para abrir otro. La voluntad autorreferencial, tan propia del
bilbaíno, se quiere encarnar ahora en la misma forma arquitectónica
de la ciudad. Las descripciones de Amendola al respecto de la ciudad
postmoderna coinciden con los perfiles del Nuevo Bilbao: “La ciudad
se descubre cada vez más iconizada. La ciudad nueva en tanto
objeto de deseo y de consumo debe de hacer visible, exaltándolas,
las propias cualidades y las referencias simbólicas y prácticas.
Estas deben ser inmediatamente reconocibles por todos [...] la ciudad
ha comenzado a representarse a sí misma” (Amendola, 2000:
48).
Bilbao, perfecto paradigma
de una tendencia arquitectónico-urbanística de carácter
general, sincroniza una migración de la vida privada de sus ciudadanos
al suburbio con una inversión en infraestructuras de interés público en el centro metropolitano. Y qué decir
tiene que el concepto de lo público se reduce en este contexto
al de “ocio” entendido como espacio de consumo. Esta transformación
se realiza, además, a la vista de todos y con una enorme propaganda
política, dirigida a un prototipo muy claro de bilbaíno:
hombre de unos sesenta años, obrero prejubilado tras la desindustrialización,
al que la clase dirigente quiere tranquilizar sobre el futuro económico
de la zona. El nuevo Bilbao “se vende” al ciudadano como
una ingeniosa obra industrial, una industria del ocio que movilizará
capitales extranjeros y revitalizará la economía local.
Si leemos entre líneas los mensajes publicitarios del Nuevo Bilbao
descubrimos que su verdadero destinatario no es el ciudadano en sí
sino su “mala conciencia”; la mala conciencia de quien se
rindió en la lucha colectiva por su futuro y el de sus hijos;
la mala conciencia de ese individuo que atendió la llamada del
patrón y traicionó a su clase; la mala conciencia de aquel
sindicalista que desmovilizó a su clase, que vendió el
país a cambio de favores propios e indemnizaciones y prejubilaciones
individuales para sus representados.
En el
nuevo Bilbao, los capitales privado y público 13 se han dado la mano en un proyecto global y coherente de reajuste urbano
en consonancia con una reconversión económica anterior
a la que, de este modo, los propios espacios públicos quieren
contribuir. El museo Gugenheim fue el primer caso de una inversión
en cultura que no se convertía en un gasto público sino
en una inversión empresarial rentable. A un nivel similar le
siguió el palacio de congresos (o de la música) Euskalduna,
y sin duda, el mismo éxito es pronosticable a la nueva feria
de muestras en Barakaldo. Exactamente como expresó entusiasta
Ibon Areso, concejal de urbanismo del ayuntamiento de Bilbao en una
mesa redonda en la Universidad de Deusto hacia el año 2000: “Se
rompe el concepto de la cultura como gasto para entender la cultura
como inversión”. La lógica de la nueva política
y la del mercado coinciden: ya no se trata de cubrir necesidades y demandas
sino de adelantarse a éstas, de crearlas. En la ciudad postmoderna
esta lógica va mucho más lejos, se extiende a la ciudad
en su totalidad, con lo que se ha llegado a hablar –y esto desde
los propios economistas y teóricos de la nueva ciudad- de un
“marketing urbano”. La ciudad se transforma en un enorme
aparato de autopropaganda: la ciudad está en venta.
|
|
Olabeaga, Bilbao |
Vista del palacio
de Euskalduna |
vuelve
al comienzo
Además de esta inversión en cultura, o más bien, en la industria
del ocio más elitista, el plan de construcción de la nueva
ciudad se centra en otros dos ejes: la rehabilitación del casco
antiguo y la fuerte inversión en transportes públicos.
El primer punto se ejecuta con los tradicionales instrumentos de revalorización
del suelo invitando a los inquilinos marginales, con técnicas
y leyes ciertamente persuasivas, a abandonar sus residencias y tradicionales
espacios de “esparcimiento” con el fin de dejar una vista
menos áspera al posible cliente A esto se añaden otras
estrategias, como la instalación de equipamientos culturales
que renueven la vida de estas zonas degradadas; lo que en otro
tiempo era un plan sincero de inclusión de la marginalidad ahora
presenta un rostro más ambiguo. La vanguardia artística
bilbaína toma posiciones desde su irreverencia institucionalizada
y mercantilizada, e invita a que otros, menos intrépidos pero
también provenientes de las clases acomodadas, vayan poco a poco
ocupando sitio.
El segundo
punto, que completa este tríptico de auto-colonización
bilbaína, lo compone el exagerado gusto estetizante del nuevo Bilbao por los transportes públicos más exóticos.
Todo comienza con el otro símbolo internacional del nuevo Bilbao:
su metro. Con un llamativo diseño de estaciones del prestigioso
Norman Foster, el metro de Bilbao se convierte en el primer “metro
de lujo” del mundo, en sentido estricto. Construido para una población
que no llega al millón de habitantes parece, tal vez, el metro
más innecesario de la historia 14,
además de uno de los más vigilados, comparable, si no
en su gasto sí en su voluntad estetizante –desde parámetros
muy distintos, por otro lado- al metro de Moscú. A este metro-monumento
debemos sumar el recién estrenado aeropuerto de Calatrava. Aquí,
sin duda, sobran comentarios. El gusto por lo bello sobre lo
funcional llega a su cima. La imaginación del arquitecto no conoce
límites físicos ni climatológicos 15.
Además queda el tranvía, medio desaparecido del mapa urbano
bilbaíno hace más de cincuenta años, que se transforma
hoy en transporte entre nostálgico y futurista –con un
diseño que recuerda a La fuga de Logan- para unir el
perímetro turístico recomendado. Por último, el
AVE, tren de alta velocidad y de altos precios, conectará Bilbao
con San Sebastián y Vitoria –la famosa “Y”
vasca, hoy por hoy detenida- en un tiempo récord, abriendo desde
aquí la vía a Francia: todo un plan para el turismo de
gran poder adquisitivo y un lujo para la clase empresarial vasca.
Este
gusto por el transporte ferroviario, tan tradicionalmente urbano, lo
es, de nuevo, más por su imagen que por su uso; compruébese
si no en la raquítica red de trenes interprovinciales comunes
de que dispone España, al margen, por supuesto, del AVE (en tanto
que tren de lujo). Pero en Bilbao, este acento en la imagen del transporte
ferroviario se adelantaba ya en una obra mucho más discreta pero
enormemente significativa. La centralización de las líneas
de tren de cercanías y provinciales en la estación de
Abando 16 se vio acompañada
de una sencilla pero eficaz reforma arquitectónica en la estación.
Aquí se cambió el austero acceso lateral a las vías
para abrir el espacio en una perspectiva majestuosa; la acumulación
de multitudes se hace visible para el usuario (y el turista), así
como se aprovecha toda la altura del edificio, mostrando sus distintos
niveles unidos por las escaleras mecánicas. Este tipo de escenario
es común a todas las estaciones renovadas en Bilbao, tanto las
de metro como las de tren de cercanías de RENFE, espacios que
se abren frontalmente al espectador como enormes auditorios o teatros.
Con estos tres espacios públicos,
los espacios de ocio, transporte y el propio casco antiguo como mercado,
se completa un ecosistema urbano que se articula desde un proyecto económico
general. El verdadero cliente para el que se habilitan estos espacios
es el llamado turista de lujo. No es sólo el más o menos
cultivado visitante del museo, sino también el congresista o
el empresario que expone o visita la feria de muestras, además
del propio organizador de todos los acontecimientos para los que se
da cabida en el nuevo Bilbao, el organizador de exposiciones de arte,
de congresos o de ferias. A este gran cliente, lo que Bilbao viene a
vender es toda una ciudad puesta a su servicio.
En la pujanza mundial entre
ciudades, Bilbao no puede competir contra íconos de lo urbano
como Nueva York, Buenos Aires, París o Londres. Sin embargo,
en una segunda división, se vuelve competitiva y rentable mediante
otras estrategias. Al contrario que las grandes ciudades de la modernidad,
Bilbao no puede realizar la operación postmoderna de auto-iconización
que detectábamos en Nueva York –y que en los últimos
decenios se generaliza a nivel de todas las grandes ciudades. En la
postmodernidad no sólo las ciudades históricas convertidas
en turísticas se preocupan por lucir su “identidad”
en cada rincón; grandes capitales se significan a sí mismas
siguiendo el patrón que marcó la fotogénica Nueva
York. La idiosincrasia bilbaína no existe en el imaginario global,
como sí existen Londres, París, Roma o San Francisco.
Para competir en la carrera del marketing urbano, Bilbao abandona el
cultivo de su propia intimidad para significar, con sus nuevas arquitecturas,
con sus nuevos medios de transporte, con su nuevo casco viejo, la “idea”
de ciudad moderna: la imagen mítica lo urbano.
|
|
Barrio de Rekalde,
con autopista sobre las viviendas |
Olabeaga, ¿El
nuevo Bilbao? |
Susan Sontag definía
el Camp como un estilo propiamente moderno y urbano en el que lo natural,
lo virgen y salvaje de otras culturas y otros tiempos, se significa
desde una mirada sensibilizada sólo para lo artificial, para
lo construido. Lo caracterizaba como una suerte de bucolismo urbano que tenía en las figuras exóticas del Art Nouveau su realización primeriza. Se trata de dar a luz una imagen de,
por ejemplo Egipto, más egipcia que el Egipto real (o una España
más española que la España real, como querían
hacer Lubits y tantos otros recreadores, inventores, hollywoodenses
de “lo hispano”). Se trata del gusto burgués por
lo exótico (Gamarra, 2004). El exotismo es tal vez uno de las
nociones más relevante para la cultura contemporánea,
y en general, para toda la cultura moderna. El nuevo Bilbao ha reducido
el concepto de metrópoli moderna a un tipo, ha miniaturizado
lo moderno en un logos, en una idea platónica:
la idea de lo urbano de la que toda expresión de lo urbano participa.
Lo urbano, condición de posibilidad del proyecto emancipador
moderno, se reduce a su propia caricatura.
A nivel general, la relación
del ciudadano con su urbe parece pasar, en dos movimientos, de un vínculo
premoderno, como supersticiosos moradores de un suelo hechizado, a una
postmoderna, en tanto que turistas en su propia casa, desahuciados perpetuos.
En el aire queda el proyecto ilustrado de ciudadanía, pervertido
por su propia ingenuidad, invalidado por explícitamente quitar
el suelo sobre el que puedan nacer verdaderos ciudadanos: lo urbano.
Si por un lado, nuestras políticas urbanas se siguen conduciendo
por este camino, por otro, sociólogos y filósofos supuestamente
críticos ven en nuestra Telépolis las condiciones
para una auténtica esfera de interacción, pasando por
alto, de nuevo, la condición corporal del hombre, demostrando
todavía lo lejos que estamos de aprender la lección que
el siglo que hemos dejado atrás debió de habernos enseñado.
El gran olvido del pensamiento
moderno ha sido el del espacio (los cuerpos, los espacios). Es por ello
necesario retomar el tema con el que comenzábamos el artículo,
el del espacio, para determinar claramente cómo se establecen
los flujos de poder que impiden la experiencia de una auténtica
libertad.
Referencias bibliográficas
Amendola, G. (2000). La
ciudad postmoderna. Madrid: Celeste.
Baudelaire, Ch. (1997).
Las flores del mal. Madrid: Cátedra.
Benjamin, W. (1973). Discursos
interrumpidos I. Madrid: Taurus.
Esteban, M. (2000). Bilbao,
luces y sombras del titanio, el proceso de regeneración del Bilbao
metropolitano. Bilbao: U.P.V.
Foucault, M. (1980).
La verdad y las formas jurídicas. Barcelona: Gedisa.
_________ (1991a). Saber
y poder. Madrid: La piqueta.
_________ (1991b). Vigilar
y castigar. Madrid: Siglo XXI.
_________ (1999). Estética,
ética, hermenéutica. Barcelona: Paidós.
Gamarra, G. (2004). “Exotismo
y mercancía en la sociedad del espectáculo multicultural.
Said, Benjamin, Tarantino”. Preliminares, 13 (Al calor
de oriente): 59-83.
García de Cortázar,
F. y M. Montero (1980). Historia de Vizcaya. San Sebastián:
Txertoa.
García Merino, L.V.
(1987). La formación de una ciudad industrial. El despegue
urbano de Bilbao. Oñate.
_______________ (1992) “La
consolidación de Bilbao como ciudad industrial”. Las
ciudades en la modernización de España. Los decenios finiseculares
(1895-1935). Madrid: Siglo. XXI.
Montero, M. (1994). La
burguesía impaciente. Especulaciones e inversiones en el desarrollo
empresarial en Vizcaya. Bilbao: Beitia.
Larrea, A. (2004). “El
cuerpo y el espacio”. Revista Hermes, 13: 62-71.
Lorenzo Espinosa, J.M. (1989).
Dictadura y dividendo. El discreto negocio de la burguesía
vasca (1937-1950). Bilbao: Universidad de Deusto.
Pardo, J.L. (1996). La
intimidad. Madrid: Pretextos.
Ramírez Domínguez,
J.A. (1993). Arquitectura y cine: Hollywood, la edad dorada.
Madrid: Alianza.
Rosi, A. (1982). La arquitectura
de la ciudad. Barcelona: Gustavo Gili.
Trías, E. (1999).
Lógica del límite. Barcelona: Destino