Richard
Morse en el espejo de América latina*
Alejandro Crispiani
Arquitecto, U. Nacional de la Plata,
Doctor (c) en Historia Intelectual, U. Nacional de Quilmes. Profesor
de la Escuela de Arquitectura de la Pontificia Universidad Católica
de Chile. E-mail: acrispia@puc.cl
Richard Morse es, sin duda, una de las
figuras inevitables y constitutivas de lo que podríamos llamar
los estudios sobre cultura latinoamericana, particularmente de aquellos
auspiciados desde el medio académico norteamericano.
Nació en Estados Unidos en 1922
y realizó sus estudios en Humanidades en la Universidad de Columbia,
donde fue alumno de Allen Tate y R. P. Blackmur. Haciéndose eco
quizá del clima de acercamiento cultural y económico que
marcó las relaciones entre Estados Unidos y Brasil en la segunda
posguerra, Morse decidió abordar como tema para su tesis de doctorado
la historia de la ciudad de San Pablo, la “gran metrópolis
de los trópicos”. En 1947 realizó su primer viaje
a Brasil, con el fin de recabar información pero también
para conocer su caso in situ y ponerse en contacto con el inquieto
medio cultural de esa ciudad. En 1952 recibió su Ph.D., siendo
su tesis publicada bajo el título “From Comunity to Metropolis:
a biography of Sao Paulo” (1958). Se trata de un libro en muchos
sentidos clásico como ejercicio de historia urbana, que abrió
el campo de la ciudad latinoamericana a un enfoque que posteriormente
decantaría como “cultural” en la obra del propio
Morse. A partir de este primer trabajo, la vinculación de Morse
con el medio académico latinoamericano –particularmente
con Brasil- no dejaría de crecer y desarrollarse en múltiples
emprendimientos e iniciativas. Junto a investigadores como Stanley Stein
o Dauril Alden, Morse perteneció a la primera generación
de “brasilianistas”, empujada por los programas para graduados
de las universidades de Stanford, Berkeley, Illinois y Columbia en los
años cincuenta.
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A la derecha, Dauril Alden; a la izquierda, la portada de "El apogeo del imperio", de Stanley Stein. Junto a Richard Morse, ambos autores forman parte de una generación de investigadores brasilianistas. |
En 1962 Morse se incorporó a la
Universidad de Yale, donde permaneció hasta 1978. Según
su propio testimonio, sus primeros años en esta universidad presenciaron
un cierto giro en las tradicionales políticas de ésta,
permitiendo la “entrada menor” de los estudios sobre el
Tercer Mundo, tomando como áreas de interés África
y América Latina. “Antes de darme cuenta se me ordenó
dirigir un Programa de Estudios Latinoamericanos que requería
dinero fácil del gobierno, y un paquete integrado por dinero
fácil y dinero más controlado de la Fundación Ford”,
afirmó al respecto. Desde esa posición los contactos de
Morse con América Latina se diversificaron y profundizaron, relacionándose
con instituciones y personas como Emir Rodríguez Monegal, Ángel
Rama, Marta Traba, Jorge Enrique Hardoy y Celina Vargas do Amaral, cuyos
nombres son sólo algunos de aquellos que pueden citarse en la
profusa red de contactos que unieron a Morse con la intelectualidad
latinoamericana de los años sesenta, setenta y ochenta.
En los años setenta Morse pasó a desempeñarse como
representante de la Fundación Ford en Río de Janeiro,
reforzando así los lazos con Brasil. En 1978 se incorporó
a la Universidad de Stanford, donde permaneció hasta 1984. Durante
los años setenta y ochenta se publica en español y en
portugués parte de su obra más importante, sin duda un
punto de referencia estimulante, pero también sujeto a ciertos
reparos con respecto a su productividad y exactitud interpretativa para
los estudios sobre la cultura en América Latina. Vinculado al
Centro Latinoamericano de Ciencias Sociales, Morse publicó en
ediciones de este organismo varios de sus principales ensayos referidos
a la cultura urbana en América Latina. También conoce
una traducción al español de su investigación sobre
la historiografía latinoamericana en relación con la ciudad.
Veinte años después
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Una escena de "La tempestad", pintada por William Hogarth (1730-5). Al centro del cuadro, Próspero, el protagonista de la historia. |
Pero es sin duda “El espejo de Próspero.
Un estudio de la dialéctica del Nuevo Mundo”, traducido
al español en 1982, el libro que constituye la apuesta más
fuerte de Richard Morse, al menos en relación con los temas latinoamericanos.
Las ideas, pero también la sensibilidad de Morse con respecto
a la realidad social y cultural tanto de Estados Unidos como de América
Latina, se condensan en un pequeño libro que parte con Abelardo
en el siglo XII y que termina con un inusual y conscientemente arriesgado
ejercicio de mirada hacia el futuro de ambas Américas. En “El
espejo de Próspero” se pone en juego y decanta una particular
simbiosis entre forma literaria, metodología histórica
y análisis ideológico, que no va a dejar de ser intentada
por otros autores latinoamericanos en los años ochenta.
El papel que Morse adjudica a Latinoamérica
en el devenir de la racionalidad occidental no dejó de suscitar
adhesiones y rechazos, acordes con la magnitud de la apuesta y lo arriesgado
de toda la operación en su conjunto. Uno de los puntos neurálgicos
del ensayo de Morse es su reivindicación del papel lateral que
Latinoamérica, en su cultura, economía y orden político,
habría tenido en lo que el autor llama la ciencia y
la conciencia modernas. Esta marginalidad, que de ninguna manera
es interpretada por Morse como una otredad, contendría
la posibilidad para su cultura de florecer en un futuro, de presentarse
como una cantera más rica frente a los resultados devastadores
y esclerotizantes de la vida social que estas categorías estarían
teniendo particularmente en la América anglosajona. Guiado en
su diagnóstico con respecto a este último punto por la
escuela de Frankfurt –particularmente por la visión de
Horkheimer y Adorno con respecto a la realidad del individuo en la sociedad
de consumo masivo-, no son pocos los problemas y taras de la realidad
latinoamericana que en el discurso de Morse se metamorfosean en virtudes
presentes o futuras.
Simon Schwartzman afirmó en 1988,
con respecto al “Espejo de Próspero”, que se trataba
de un libro “profundamente equivocado y potencialmente dañino
en sus implicaciones”. El prolijo desmontaje de Schwartzman de
varias de las ideas fundantes del ensayo de Morse, y su convincente
descripción de cuáles podrían ser esas implicaciones
dañinas, no dejan de quedar empañadas por una cierta caricaturización
de su pensamiento, su traducción a términos de blanco
o negro que el ensayo original evita cuidadosamente. Está claro
que la cuestión de la supuesta “irracionalidad” latinoamericana,
en comparación con los paradigmas políticos y económicos
de Occidente, no es para Morse una bandera, como lo presenta Schwartzman,
sino una alternativa que en algunos aspectos puede ser viabilizada como
una suerte de vacío, que si bien se encuentra históricamente
condicionado, aún no ha sido colonizado, conteniendo posibilidades
de convertirse en un espacio de libertad. En su respuesta a Schwartzman,
Morse no se priva de usar la misma técnica reduccionista empleada
por su comentarista, adjudicándole un positivismo cerrado que
el artículo no registra. La manera de hacer productiva la histórica
autonegación de gran parte de la producción cultural latinoamericana
frente a los cambiantes modelos de los países centrales, no parece
haber emergido de esa polémica.
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Karl Popper (ilustración de Iván Jerónimo), sacó el ejercicio de la ciencia del ámbito exclusivo de la razón, a la que entendía como una institución social. Sigmund Freud, por su parte, fue uno de tantos que puso en duda el proyecto ilustrado al quitarle protagonismo a la razón frente a otros estados de la conciencia (ilustración de Carlín). |
La relectura del “Espejo...”
en los primeros años del siglo XXI no resuelve, previsiblemente,
el suspenso que el libro planteaba en su momento: “Al escudriñar
hacia adelante, hacia el siglo XXI y más allá –hacia
la acumulativa racionalización de la vida y colectivización
de las mentes; hacia los tiempos, quizás de rutinarización,
disfunción burocrática y entropía pura, puntuada
por episodios apocalípticos- cabe preguntarse si cierto manojo
de opciones occidentales que por mucho tiempo ha mantenido en custodia
Iberoamérica, sin honores ni alabanzas, no estará destinada
a alcanzar lentamente un reconocimiento cada vez mayor”, dicen
sus páginas. No creo que este punto de vista, seductor y esperanzador
para los latinoamericanos, sea demasiado compartido hoy en día
o que pueda sostenerse como hace veinte años atrás. Ese
“más allá” que plantea el libro parece demasiado
lejano como para cumplirse según los términos originarios.
Resulta evidente que si exceptuamos la referencia comprensible (hace
veinte años) a los episodios apocalípticos, las amenazas
que Morse plantea para la vida en Occidente siguen en pie y gozan de
excelente salud. La entropía que el autor atribuye a las sociedades
desarrolladas parece justamente, en estos primeros años del siglo
XXI, más activa y potente que nunca en su tierra natal, y creemos
que no hace falta abundar al respecto. No parece ajena a este fenómeno
esa “colectivización de las mentes”, que a partir
de un número asombrosamente diverso de instrumentos se ha operado
y se opera al menos en partes importantes de las sociedades de los países
desarrollados, como claramente lo ilustra la refracción al juicio
crítico internacional que ha mostrado el electorado norteamericano
en los últimos años. Pero lo que es cada vez más
dudoso es que Iberoamérica posea, debido a un paciente trabajo
de salvaguarda histórica, esos valores que Morse le atribuye,
y con los cuales podría enfrentarse a las enfermedades que ya
amenazan a las sociedades donde la “racionalidad occidental”
se ha desarrollado con menos tropiezos. Quizás los años
le han dado la razón a Schwartzman (y también a Joaquín
Brunner), en el sentido de que si Iberoamérica quiere enfrentarse
a esos fenómenos, no será a partir del recurso a su historia
ni pensando en su pasado como en una reserva de valores, sino desde
un presente imperfecto, quizás todavía no demasiado moldeado
por esas fuerzas que han conducido a las naciones más desarrolladas.
Pero tampoco resulta claro cómo se logra esto sin seguir, justamente,
ciertos cauces ya trazados por esas mismas naciones.
De todas formas, no hace falta suscribir
el argumento de Morse en su totalidad para compartir varias de las apreciaciones
contenidas en el libro, así como algunos de sus puntos de vista.
Quizás uno de los puntos más notables que contiene “El
espejo de Próspero” es la no exclusión de la reflexión
sobre las condiciones de producción del libro, es decir, sobre
las particulares características institucionales en las cuales
se gestó y en las cuales transcurrió toda la carrera de
Morse. La mirada crítica sobre la educación superior norteamericana
que atraviesa todo el libro no parece haber perdido actualidad, y su
relevancia parece mayor en momentos en que, al menos en el ámbito
de la educación en Chile, sus modelos de referencia comienzan
a ser absorbidos con una decisión cada vez mayor, como en cierta
forma se verifica en el proceso de renovación que ha tenido lugar
en nuestra universidad en los últimos años. La excesiva
formalización de los sistemas de promoción y de evaluación
de los productos universitarios, la exportación de lógicas
eficientistas que poco tienen que ver con la tarea intelectual, el reemplazo
de los intereses intelectuales por las razones institucionales, la producción
de un conocimiento que resulta inerte fuera de la “entropía”
del campus, son temas que Morse decidió no dejar fuera
de su libro, y constituyen parte sustancial de su argumentación.
No hace falta recurrir a ninguna tradición para buscar alternativas
y antídotos para estas disfunciones, que sin duda pueden hacerse
aún más graves en nuestro medio. Tampoco parece muy realista
pensar, como en parte lo plantea Morse, que la manera de enfrentarlas
es buscar un nuevo paradigma de lo que él entiende por ciencia.
Queda en pie la confianza en las propias
fuerzas culturales que el propio Morse detectó y propició
en América Latina, y también el intento por trazar el
itinerario de los problemas latinoamericanos sin aislarlos ni pensarlos
como “otros”, pero tampoco sin subordinarlos al gran recorrido
de la tradición occidental.
Richard Morse falleció en Haití,
de donde era oriunda su esposa, en el año 2001.
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