Ciudades “periféricas”
como arenas culturales
(Rusia, Austria, América Latina)
Richard Morse *
Introducción
al artículo |
La obra que Richard Morse desarrolló desde la década de 1950 sobre la ciudad latinoamericana se mantiene con plena vigencia hasta el día de hoy, constituyendo un valioso antecedente para interpretar la historia cultural de nuestro continente. En su obra la ciudad desempeña un rol central en tanto agente inductor de la modernidad occidental en el continente, aún cuando en su producción historiográfica la ciudad latinoamericana se aborda como un problema cultural que pone en entredicho las hipótesis modernizadoras, que implícitamente suponen que en su evolución ésta repite con cien años de atraso los proceso de modernización del viejo continente.
Frente a estos planteamientos, Morse se pregunta por las constantes que permitan interpretar el proceso histórico-cultural de la modernidad en los países de la región, más allá de las perspectivas que simplemente equiparan este proceso con la modernización. De esta manera, Morse ubica a la ciudad latinoamericana en el marco de una problemática cultural de la propia historia occidental, reivindicando el rol cultural de la periferia urbana en Europa (San Petersburgo, Viena) y luego en Latinoamérica (la “segunda periferia”).
En el borde de Occidente, Morse se lanza a identificar así los espacios urbanos que organizan “arenas culturales”, topología de la modernidad que quiebra finalmente la relación entre centro y periferia, tal como había sido entendida hasta entonces.
Este artículo fue originalmente publicado en Cultura urbana latinoamericana, compilación de Richard
Morse y Jorge Enrique Hardoy (Buenos Aires, Clacso, 1985). La
traducción original corresponde a Ernesto Leibovich. |
En nuestra sección biografías, Alejandro Crispiani comenta la vida y obra de Richard Morse, y su importancia para los estudios culturales latinoamericanos. |
Estuvimos
un rato hablando de ciudades, que es un tema favorito de Cué,
con su idea de que la ciudad no fue creada por el hombre, sino todo
lo contrario, y comunicando esa suerte de nostalgia arqueológica
con que habla de los edificios como si fueran seres humanos...
G. Cabrera
Infante, Tres tristes tigres
Nuestras
ciudades no tienen estilo. Y sin embargo empezamos a descubrir ahora
que tienen lo que podríamos llamar un tercer estilo: el estilo
de las cosas que no tienen estilo.
Alejo
Carpentier, Tientos y diferencias
Estas reflexiones
acerca de “ciudades como arenas culturales” siguen una línea
de estudios que interpreta las urbes como crisoles para el cambio en
la era moderna. Al enfocar esta familiar cuestión del énfasis
en las ciudades corno fuentes o motores de cambio, no habremos de sumergirnos,
sin embargo, en el nebuloso dominio de la “cultura de las ciudades”
de Lewis Mumford. Tampoco nos remitiremos aquí a la sociología
de la cultura intelectual (highbrow), medianamente intelectual
(middlebrow) y popular, en los asentamientos urbanos. Ni reconstruiremos
imágenes de la vida ciudadana a partir del testimonio de viajeros,
novelistas o cronistas. Nuestra investigación apunta al ambiente
urbano no en tanto descripto y analizado, sino en tanto vivido y testimoniado.
Las ciudades se transforman así en teatros; nuestros informantes,
en actores. Estos últimos no son simples reporteros u observadores
críticos, sino participantes comprometidos con cada fuente o
recursos intelectuales y físicos a su disposición, para
interpretar no la condición meramente urbana, sino la humana.
Nuestras ciudades
son París (aunque sin perder de vista a Londres); San Petersburgo
y Viena en la periferia media; Río de Janeiro y Buenos Aires en una más alejada. Los economistas afirman haber dado a luz
a este modelo de diseño concéntrico. Si así fuera,
nuestro estudio no hereda de él ninguna connotación de
dominación por parte del centro o de respuesta mimética
en la periferia. Estamos en busca de contracorrientes y mensajes divergentes.
|
|
Arriba, San Petersburgo y Viena; abajo, París
|
|
La sección
siguiente ofrece una perspectiva sobre las ciudades occidentales desde
el romanticismo hasta el modernismo, prestando especial atención
a las contribuciones modernistas de San Petersburgo y Viena. Estos casos
sugieren la existencia en América Latina tanto de predisposiciones
como de resistencias capaces de rechazar, avivar o metamorfosear la
inspiración modernista. Comparemos a Dostoievski, de San Petersbursgo,
con el grupo de Viena y luego con Machado de Assis, de Río, quien
por haber sido marcadamente escéptico respecto de la modernidad,
sólo hoy puede ser considerado como un “post-modernista”. Su
cuadro dantesco confirma la versión de José Luis Romero
(1976) sobre la evolución de América Latina desde ciudades
“patricias” (1830-1880) hasta ciudades “burguesas” (1880-1930), un esquema
que ampliaremos tomando en consideración el impulso modernista
de la década de 1920. En una sinopsis final se intentará
definir la significación histórica de las ciudades latinoamericanas
como arenas culturales y esbozará un cuadro actual que invita
a ser interpretado.
vuelve al comienzo
Teatros
del modernismo: París, San Petersburgo, Viena.
Burton Pike
(1981) rastrea la imagen de la ciudad en la literatura europea y norteamericana
desde el siglo XVIII hasta principios del siglo XX y organiza su tesis
alrededor de dos tendencias. Una de ellas consiste en un paso de lo
estático a lo dinámico de una visión de los monumentos
físicos o de las clases sociales en relaciones fijas a un montaje
de yuxtaposiciones en flujo. La otra es una consideración de
la comunidad urbana como un todo, que cede paso a otra centrada en el
individuo aislado dentro de ese modelo. El observador se convierte en
un “investigador privado” de la sociedad urbana, catalogado como un
excéntrico personaje de Dickens o como el poeta neurótico
de Baudelaire. Es segregado de una comunidad que se ha convertido en
una turba o anti-comunidad, poseída por un poder ciego. Los arquetipos
de estos dos procesos relacionados fueron Londres y París, las
“ciudades míticas centrales” de la Europa del siglo XIX, pioneras
de un destino que se proponía como universal. Se daba por sentado
que, ulteriormente, esta condición se extendería a las
sociedades urbanas extranjeras que aún eran presas de instituciones
y órdenes económicos arcaicos y estaban empapadas en una
cultura regional o costumbrista.
|
"The autumn of Central Paris (after Walter Benjamin)", pintura de R. B. Kitaj
|
En su famoso
ensayo, Paris, Capital of the Nineteenth Century, Walter Benjamin
(1979) hizo de esa ciudad un prototipo, porque consideró que
su pasado reciente mostraba una serie de fases lógicamente entrelazadas
de significación profética. La secuencia de un mundo de
lo ilusorio comienza con las tiendas bajo las arcadas de la década
de 1820, las primeras grandes tiendas que marcan la diferencia entre
mercaderías tradicionales y lujosas fantasías. Luego,
la fotografía crea oferta y demanda para ilusorias reproducciones
de personas, lugares y hechos, marcando una nueva sensibilidad respecto
de la vida misma. A continuación vienen las exposiciones mundiales,
fantasmagórica glorificación de valores de intercambio
en vez de valores intrínsecos, acompañada además
por una industria del entretenimiento que manipula el público
mismo como una mercadería más. La poesía de Baudelaire
refleja un mundo urbano asocial en el que también el arte se
hace una mercancía, divorciado del cambio tecnológico,
sujeto a los caprichos de la moda y glorificado como arte por el arte
mismo 1. Por último, Haussmann
lleva a la práctica un proyecto donde la ciudad física
queda bajo un control central, resguardada de cualquier insurrección,
homogeneizando los quartiers y produciendo al mismo tiempo
el enajenamiento de los parisinos respecto de su hábitat.
|
|
La Inglaterra en industrialización de Engels. Fuente |
"Grandes Esperanzas": La ciudad como escenario en Dickens |
Desde la perspectiva
evolucionista de Benjamin, cada época supone la siguiente: París
avanza inexorablemente hacia su apogeo, entre las convulsiones de una
economía “consumista”. Reconocemos “los monumentos de la burguesía
como ruinas aun antes de su derrumbe”. Uno puede cuestionar, por supuesto,
si París fue la “capital del siglo XIX” o más bien si
fue el exponente del consumismo más conspicuo. Así es,
si lo analizamos desde la perspectiva del industrialismo capitalista,
la Manchester de Tocqueville, de Engels y Dickens es más representativa
con toda seguridad, que París. Ninguna ciudad puede considerarse
como modelo universal, con todos los ingredientes que conformaron el
temperamento moderno. Además, el modernismo en las artes y las
letras –parcialmente definible como un ataque en el campo cognoscitivo
a las contradicciones de la modernidad- prosperó en anacronismos
que no fueron reconocidos en la París consumista. Allí,
por un lado, el pasado era considerado acumulativo y era, hasta cierto
punto, reverenciado; por el otro, todo lo nuevo era la “última
palabra”. Los modernistas parisinos apenas sí se encontraban
obsesionados por la cuestión de la “identidad nacional” francesa.
Las limitaciones
de Balzac y Baudelaire como profetas del espíritu moderno se
hacen manifiestas cuando los comparamos con Dostoievski, cuyo San Petersburgo,
por su solo distanciamiento del eje París-Londres, estaba destinada
a aportar mensajes de una rara penetración. En su estudio sobre
el “realismo romántico”, Fanger (1967) considera a Dostoievski
como el heredero inmediato de Balzac, Dickens y su propio compatriota,
Gogol. Estos tres, afirma, fueron los primeros en explorar la premisa
de la metrópolis como tema para la ficción, y Dostoievski
habría llevado estas primeras intuiciones a su esplendor. La
maestría de este último para vislumbrar los resultados
fantasmales e irracionales a los que podía conducir el pensamiento
y el esfuerzo racionalizados derivaba en parte del origen artificial
de San Petersburgo, erigida por decreto imperial sobre un pantano finés
y concebida “como una ventana sobre Occidente para una cultura retrógrada
y profundamente no-europea, capital instantánea de un muy dilatado
imperio” (Pike, 1981: 89). El narrador de Notes from Underground
(1864) la llamó “la ciudad cuya oscuridad y niebla aumentan
su carácter ilusorio y le confieren una peculiar ‘atmósfera'”.
El capitalismo había llegado tardía y abruptamente, atrapando
en su red mundos sociales autónomos que en Occidente estaban
sucumbiendo. Comunidad y alienación, fenómenos redes y
abstracción, sentido común y espiritualidad, produjeron
fuertes colisiones. A diferencia de Balzac y de Dickens, Dostoievski
no cayó en la nostalgia ni la rareza de época. En su elevación
hacia un más alto realismo, “el lastre cómico desapareció
[...] y el grotesco y el absurdo –contra el fondo de la fantástica
San Petersburgo- adquirió una complejidad existencial, una oscura
belleza, y asumió las características de una nueva e irrebatible
tragedia” (Fanger, 1967: 126). A pesar de que la acción de los
dramas de Dostoievski se desarrollaba entre las premuras y la alienación
de las profundidades más abismales, no fue un escritor naturalista,
ya que logrando el desapego del lector respecto de situaciones aberrantes,
consiguió el reconocimiento de lo grotesco como pasaje hacia
la belleza, del sufrimiento como pasaje hacia la felicidad, y de la
humillación como pasaje hacia la libertad. Su proeza al haber
cotidianizado y poetizado lo absurdo se convirtió, por un lado,
en el sello distintivo del modernismo occidental y, por el otro, como
veremos luego, en una revelación para Roberto Arlt, décadas
más adelante, en la lejana periferia de Buenos Aires.
|
San Petersburgo, “la ciudad cuya oscuridad y niebla aumentan su carácter ilusorio y le confieren una peculiar ‘atmósfera'”, (Dostoievski, Notes from Underground). Fuente de la imagen: neja
|
Los cambios
en la sensibilidad que produce la obra de Dostoievski nos advierten
que el modelo “centro-periferia” es una interpretación falsa
de la historia de la cultura. Si consideramos el modernismo como la
culminación de un siglo de críticas alusivas, y a menudo
recónditas, a la cultura capitalista, Dostoievski nos prepara
para ver a París más como una primera arena que como la
cuna de la detonación modernista. El happening de París
no sólo es producto de profetas itinerantes de Europa central
y oriental, España, Irlanda, y aún de las Américas,
sino que hacía tiempo que se estaba nutriendo de los elementos
del eje escandinavo-germano, desde Oslo y Copenhague hacia el sur, llegando
hasta Berlín, Zürich y Viena, tal como había sido
pregonado por el danés Georg Brandes en Men of the Modern
Breakthrough (1883) (Bradbuty y McFarlane, 1976). Aquí
trataremos el caso de Viena porque además de haber sido bien
estudiado nos abre el camino para nuestra investigación sobre
América Latina. Al abandonar la San Petersburgo de Dostoievski
nos trasladamos desde un lugar de grandes contradicciones espirituales
hacia otro donde están involucradas concepciones filosóficas
y sociológicas 2.
De entrada,
Janik y Toulmin nos recuerdan Kakania, el apodo empleado por Robert
Musil para la sociedad vienesa, acuñado al parecer a partir de
las iniciales imperiales y reales K.K. (Kaiserlich y Königlich),
pero que también poseen la connotación excremental del
lenguaje infantil. (Los latinoamericanos recordarán el “Viaje
a la oscura ciudad de Cacodelphia”, la contrapartida infernal de Buenos
Aires que aparece en la
novela de Leopoldo Marechal Adán Buenosayres , de 1948) . Los estudios sobre Viena se centran en la incapacidad
de esta capital de un imperio arcaico de acoplarse a la locomotora del “progreso”, de alcanzar.un ethos burgués de modernidad
y utopía tecnológica, y por lo tanto de producir una psicología
de clase media. Como corolario, se agregan los efectos de la represión
social en la política, la educación, la economía,
los “roles” de la mujer y los hábitos sexuales. La elegancia
y pompa de la vida pública y de la clase alta expresaba una “formalidad
petrificada” que recubría el caos cultural, un nervous splendor, para emplear la feliz caracterización de Morton (1980).
Miradas de cerca, las glorias superficiales se convierten en su opuesto.
Según afirma Schorske (1981), los literatos vieneses carecían
del espíritu antiburgués de sus pares franceses o del
sentimiento de superioridad racial de los ingleses. Ni dégagés ni engagés, consideraban al emperador como un
remoto padre-protector; al faltarles poder independiente, buscaron la
protección de la aristocracia. De ahí el predominio del
antisemitismo, de la opereta, del psicoanálisis, testimonios
todos de una necesidad de evasión de la frustración burguesa
hacia un pasado mágico, revelador. En este mismo sentido debe
interpretarse el vals vienés: no como una ceremonia aristocrática
y complaciente -según la visión exportada- sino como una
danza demoníaca de exorcismo, que abandona las proporciones mesuradas
del rigodón para expresar olas de desesperación interior
a través de embriagantes remolinos. Viena fue, y con razón,
la patria de Alfred Adler, el introductor del “complejo de inferioridad”.
|
|
|
San Petersburgo. Fuente |
Morse nos advierte que el modelo centro-periferia es una interpretación falsa de la historia de la cultura. Si Londres y Paris constituyen las primeras “arenas culturales”, cuna de la detonación modernista, San Petersburgo y Viena demuestran cómo la periferia se convierte en centro, cómo la sociedad urbana periférica puede producir logros de vanguardia.
|
El inevitable
colapso de la política liberal en un medio tal tuvo dos resultados.
En primer lugar, favoreció el esteticismo, es decir, la transformación
de la cultura de una fuente de valor en una expresión de valor,
esto es, en una cultura de carácter fuertemente hedonista o francamente
ansioso. De este modo, el hombre psicológico desplazó
del centro de interés al hombre político. Esto trajo la
segunda consecuencia: movimientos de masas cuyo objetivo político
residía en el sionismo, antisemitismo, pangermanisrno o socialismo
cristiano, manifestando, cada uno a su manera, una rebelión contra
la razón.
Estos dos
desafíos produjeron reacomodamientos y “contradesafíos”.
Un primer reacomodamiento fue la creación de la Ringstrasse
Vienna , que se convirtió, según sugiere Schorske
(1981), en un epíteto tan significativo como el “Londres Victoriano”
o el “París del Segundo Imperio”. El esquema de la Ringstrasse
fue un barroco invertido que utilizó las masas arquitectónicas
no para dominar el espacio, sino para magnificarlo. El espacio estaba
organizado sin ningún propósito funcional evidente; el
bulevar circular amputó a la ciudad de sus suburbios y suprimió
extensos paisajes únicamente en pos del diseño circular.
Se construyeron nuevos edificios públicos sobre la base de modelos
históricos presuntamente apropiados para cada caso, sin tener
en cuenta la concordancia estilística o espacial entre ellos.
Los urbanistas habían traducido en términos físicos
las directivas políticas implícitas de su aquí
y ahora: monumentalidad sin coordinación central, movilidad espacial
sin integración social.
El “contradesafío”
provino de los artistas e intelectuales que consideraban la sociedad
vienesa como patológica, porque ella había erigido monstruosas
barreras para evitar la discusión fructífera sobre la
opresión en sus diversos aspectos. Se hallaron sin herramientas
o idioma para hacer el diagnóstico de un mundo cuyos síntomas
eran explosivos: antisemitismo, una elevada tasa de suicidios, convenciones
sexuales rígidas, sentimentalismo en las artes, falsedad política,
nacionalismos disociadores. En conjunto, esta sintomatología
revelaba un divorcio entre la realidad social y los supuestos consensuales
de la aristocracia de los Habsburgo. La situación no requería
ni persuasión, ni relevamientos ideológicos, ni ser analizada,
sino, fundamentalmente, era necesario un lenguaje o lenguajes que restauraran
la transacción entre circunstancia e idées reçues. Es así como el arquitecto Adolf Loos barrió con
la ornamentación para hacer transparentar la función en
el diseño; Shönberg rompió sistemáticamente
con los cánones aceptados de la composición musical; Freud
interpretó drásticamente los sueños y los lapsus
lingüísticos de la vida cotidiana. Pero fue sobre
todo Wittgenstein –según la opinión de Janik y Toulmin
(1973)- quien, con su Tractatus, llevó a cabo una crítica
abarcadora del lenguaje mismo.
Transición
al nuevo mundo
La San Petersburgo
de Dostoievski y la Viena de Wittgenstein muestran cómo una sociedad
urbana reacia puede producir logros de vanguardia, y cómo la
periferia se convierte en centro. ¿Qué pasa entonces con
las ciudades latinoamericanas, situadas en una periferia aún
más distante y de tipo “colonial”? ¿No deberán
ofrecer un suelo aun más fértil para mensajes proféticos?
Como más adelante habré de sugerir, tales mensajes existieron,
pero vertidos en un idioma tan cotidiano que su fuerza sólo ahora
es evidente. Surgió un maestro como el brasileño Machado
de Assis, pero sus sutiles parábolas, de haber encontrado una
audiencia del otro lado del Océano, habrían sonado como
algo raro o críptico para la sensibilidad mesmerizada (desde
los confines del tiempo) de la Europa capitalista.
En lugar de
un excursus sobre historia comparada, presentaré dos
hilos conductores tomados más o menos al azar que pueden ayudar
a explicar esta periferia más distante. En primer lugar, si Pedro
el Grande creó lo que fue para Dostoievski “la ciudad más
abstracta e intencional de la tierra”, también es cierto que
los españoles del siglo XVI habían esparcido cientos de
centros urbanos geométricos a través de un vasto continente
(Woodrow, 1971). Desde los puntos de vista político, social,
económico y eclesiástico, sin embargo, estas aldeas y
misiones, aunque completamente artificiales, estaban lejos de ser abstractas.
Su significación fue inmediatamente comprendida por la población
receptora de amerindios, y siguió siéndolo tanto para
los grupos privilegiados como para los desposeídos. Tras la independencia,
las ciudades más grandes dejaron de ser avanzadas imperiales
y fueron conectadas a nuevas fuerzas económicas de ultramar.
Además, presagiaban el futuro. A diferencia de ciertos sectores
de la intelligentsia rusa, los pensadores latinoamericanos
no podían oponer a la modernización una alternativa “indígena”,
espiritual, comunitaria. Tampoco las sociedades urbanas, antes de nuestro
siglo, estaban lo suficientemente racionalizadas como para recrear la
perspectiva individualista y disociada del poeta parisiense o del “hombre
ruso subterráneo”.
|
|
|
Pintura de Lui-meme (1844) sobre Paris, Baudelaire, y la influencia del Hashis en su obra |
Fedor Dostoievski. Fuente |
Wittgenstein: producción cultural de la periferia |
Morse analiza la metrópolis como tema para la ficción, rastreando la imagen de la ciudad en la literatura. El Paris de Baudelaire, el San Petersburgo de Dostoievski, la Viena de Wittgenstein son referentes obligados en su obra.
|
Nuestro segundo
hilo conductor refuerza el primero y proviene de la interpretación
sociológica de Adorno (1976) sobre la música de concierto
europea. Para él la transición de Mozart a Beethoven,
a la gran era de la sinfonía y de la ópera, señala
el pasaje de un mundo aristocrático, donde las actuaciones ratificaban
el status de audiencias privadas, a un mundo burgués,
donde éstas satisfacían las frustraciones y fantasías
de un público de clase media. El consumidor de la música
romántica se sienta, no empolvado y con peluca en un salón
iluminado por las velas y con sus pares, sino perdido en la oscuridad
de una vasta sala de conciertos. La música lo sumerge en una
comunidad “oceánica”, al tiempo que desata sus fantasías
privadas. Le proporciona una satisfacción sustitutiva para las
aspiraciones a una identidad personal y comunitaria que la vida pública,
competitiva le niega. Tal vez por ser menos explícita e intelectualizada
que la literatura, la invención musical fue más viva en
la periferia media de Rusia, Alemania, Austria e Italia que a lo largo
del eje París-Londres. Pero en el ámbito más alejado
de América Latina, aunque su cultura musical informal fue fértil,
no estaban dadas las condiciones sociológicas necesarias, ni
suficientes, para la inspiración sinfónica. Brasil produjo
un talentoso compositor de ópera, Carlos Gomes, pero vivió
durante su madurez en Italia. Al mismo tiempo, los latinoamericanos
no eran consumidores pasivos y reverentes, como pronto lo demostrará el estreno en 1866, en Buenos Aires, del Fausto de Gounod.
vuelve al comienzo
Machado
de Assis: un Dostoievski medieval
Para entender
por qué las sociedades urbanas latinoamericanas se encontraban
en una situación alejada tanto de Dostoievski y Musil, como de
Baudelaire, nos remitiremos a su exponente brasileño Joaquim
Maria Machado de Assis (1839-1908). Machado vivió toda su vida
en Río de Janeiro, una ciudad situada en el borde de un vasto
subcontinente, enmarcada por singulares montañas, extendida en
irisadas bahías y playas, segura con su prestigio de capital
imperial o, después de 1889, con sus memorias imperiales. En
nuestro siglo, Río ha cedido la primacía económica
y académica a São Paulo y relegado el asiento gubernamental
a Brasilia sin perder, sin embargo, su hegemonía sentimental.
Río es un mundo en sí mismo y por lo tanto una arena que
el espíritu libre puede adoptar como el mundo mismo. Machado
de Assis hizo justamente eso. Aunque la analogía está
lejos de ser exacta, puede decirse que la Río imperial es el
corazón, la Moscú del Brasil, y la imperialista São
Paulo su cabeza, la San Petersburgo. Como el Dostoievski de Río
que era, Machado fue impermeable al hechizo de cualquier Crystal
Palace 3.
|
"Contos fluminenses", de Machado de Assis
|
En el universo
de Machado se encuentra, en primer lugar, el teatro humano 4.
Sus cuentos describen minuciosamente un estrato de grupos en ascenso:
banqueros, comerciantes, hacendados, profesionales, hombres de iglesia.
Sobre ellos revolotea una penumbra de nobles y senadores, vagas “influencias”
coronadas por un omnipresente emperador quien sólo aparece en
sueños e imaginaciones. Debajo yace una legión de funcionarios
y clases dependientes, víctimas de una economía declinante
y, más abajo aún, una oscura muchedumbre de sirvientes,
cocheros y trabajadores excluidos por la “sociedad” y carentes de seguridad.
Sofocados en el fondo de todo, están los esclavos, aplastados
por la violencia moral y física. Los “liberales” critican a Machado
porque, a pesar de tener algo de sangre negra, se mostró indiferente
a la causa de la emancipación. Podemos decir, sin embargo, que
desde la perspectiva de su desconfianza en las causas humanas vio la
abolición de la esclavitud como una excusa pergeñada por
los amos para someternos a sus esclavos a un status aún
más precario, o bien como una oportunidad para el esclavo mismo
de trepar el mínimo escalón necesario como para explotar
a aquéllos que se hallaban debajo de él. Para él
su sociedad no era tanto un sistema de dominación, sino un sistema
de venganza institucionalizada.
En este universo,
la nueva burguesía que ocupa la atención de Machado no
es la misma de Balzac, Dickens, Flaubert o James. Está insegura
de su poder y su estilo es vacilante. Aspira a la gala aristocrática.
Su ascendiente no proviene de la organización resuelta del carácter,
sino de la virtú desencadenada por un lícito
o ilícito golpe de fortuna. Sus reglas de comportamiento no emanan
de ella misma, sino de pautas externas. El progreso social requiere
un protector o padrinho, y el surgimiento de un plan de vida
autónomo, impermeable a la influencia personal del de arriba,
pueda provocar violentas represalias (Weber, 1978).
La sociedad
de Machado parece ser estática, y su enfoque es el de un analista,
nunca el de un terapeuta. Al carecer de un resorte interior, el “progreso”
se materializa en la forma característica de alumbrado público,
tranvías, ferrocarriles y cosas similares. El protagonista del
cuento corto de Machado Evoluçao (1884) es un diputado
cuya carrera se funda en un intercambio continuo, completamente retórico,
con críticos que afirman que la nación necesita de cabeza
y corazón tanto como de estómago. De ahí, su respuesta: “O Brasil é uma criança que engatinha; só
começará a andar quando estiver cortado de estradas de
ferro” (“El Brasil es un bebé que gatea; comenzará
a caminar sólo cuando esté atravesado de vías férreas”)
(De Assis, varios años). El comercio y la banca parecían
introducirse en la sociedad no como una fuerza revolucionaria, sino
simplemente como una aflicción que producía el deterioro
de las relaciones humanas, de un modo bastante similar a como la escolástica
medieval veía la usura: como un comportamiento pecaminoso más
que como un presagio del capitalismo. De la misma manera, el poder político
no era una fuerza modeladora de la que se apoderarían los Bonaparte,
sino un juego o un pasatiempo. El secreto del éxito no reside
en las máximas de Samuel Smiles para la renovación del
carácter, sino en los preceptos sobre comportamiento de la “teoría” de Machado, respecto de la chaqueta entorchada de medallas (1881) 5 (De Assis, “Teoria de medalhao”, en Obra completa).
La Río
de Machado es análoga a la Kakania vienesa de Robert Musil, pero
con una diferencia. La vanguardia vienesa apuntaba a una crítica
de resistencia local a la modernidad, y por ende, a reformulaciones
pioneras en psicología, arte y literatura, filosofía,
música y lingüística. Para Machado, en cambio, la
posibilidad de que la modernización fuera “internalizada” en
Río era una sombra mucho más remota que en Viena, y el
pronóstico para que esto se concrete, dadas las primeras señales,
era descorazonante. Por lo tanto, apuntó sus dardos críticos
contra la modernidad en sí misma y reservó un tratamiento
irónico para la sociedad receptora. Así, aunque repudió el romanticismo (“aquela grande moribunda que os geron ”;
“aquella gran Musa moribunda que dio a luz a nuestra generación”)
(De Assis, “A nova geraçao”, en Obra completa), también
rehusó transar con el naturalismo y el positivismo 6.
Machado estaba, de alguna manera, en lo cierto cuando observaba que
no estaba “pasando” nada. Aún hoy consideramos al Brasil como
un país económicamente “dependiente”; aún se intenta
incorporar innovaciones tecnológicas; el sistema republicano
es aún controvertido; y, si pensamos en las masas, la “esclavitud”
aún no ha sido abolida. Todo esto ayuda a explicar porqué
Machado, con su inquisitiva imaginación, su visión heterodoxa
y su probidad intelectual, se convirtió en pilar del establishment
como funcionario ministerial y fundador de una Academia Galófila
de Letras (Magalhaes, 1970).
No es que
Machado fuera un “conservador” o un periodista agudo o un casual observador
irónico, sino que tuvo su visión propia y coherente del
espectáculo. Como carecía de elementos para hacer una
interpretación dialéctica del proceso social, vio las
estructuras sociales como controladas por sentimientos y pasiones de
personas individuales. De ahí su fascinación por las carreras
de los hombres, sus motivaciones psíquicas y los mecanismos ocultos
del alma. La permanencia en esta sociedad hace que la persona pierda
el control de su propio destino, adopte máscaras y deforme impulsos
originalmente nobles. En las novelas del período de madurez de
Machado, los problemas sociales ceden lugar a una lucha “dentro del
corazón humano, donde reside su última causa; el odio,
la crueldad, la codicia y la indiferencia del amor propio” (Caldwell,
1970: 67). En este dominio no tendría cabida el hombre subterráneo
de Dostoievski, ya que ni presenta la intrusión del cientificismo
y el utilitarismo como implacable, ni produce sugerencias de redención
apocalíptica. El resultado es un vasto y catalogado cuadro de
moralidad que evoca, como a través de una lente distorsionante,
la Divina Comedia. Ese mundo se comprende no por sus antecedentes,
elementos y fuerzas, sino por los principios morales que discriminan
el bien y el mal en todos sus grados. La versión de Dante es
un dominio monótono y repetitivo de parábolas que ejemplifican
el designio divino, una vida de ultratumba donde las almas pierden toda
iniciativa. Aquellos que llegan al infierno y cuyo único atavío
es la absoluta satisfacción de la pasión vuelan ávidamente
hacia su castigo (Santayana, 1945; Van Doren, 1946).
|
El Infierno de Dante, representado por José Ramón Sánchez
|
El Inferno
dejó su impresión perdurable en Machado. Cita a
Dante veinticuatro veces, sin contar las referencias directas e indirectas
(Bizzarri, 1965; Andrade, 1972; Massa, 1966; Caldwell, 1970). Diecinueve
citas son del Inferno (hasta tradujo el Canto XXV), y uno
se siente inclinado a pensar que Río se transforma, ante su contacto
en un verdadero Inferno. Sin embargo, con sólo un Inferno, la “divina comedia” desaparece. La religión se seculariza;
la línea entre el mundo y el más allá se disuelve;
el arrepentimiento cristiano se hace mero remordimiento; y el diablo,
exorcizado por la “ciencia”, reaparece en la pseudo-ciencia, el espiritismo
y las curas milagrosas. Los anillos ordenados del infierno parecen volver
a surgir remodelados por Dalí en el surrealista paisaje urbano
de Río. Se necesita un guía, el Conselheiro Aires, no
para ayudar a acarrear el agobiante peso del Verbo (Virgilio como la
Razón, Beatriz como el Amor), sino para señalar los misterios
y las ambigüedades y, como un diplomático que no toma partido,
prevenir amablemente contra las explicaciones fáciles en este
reino de alegorías engañosas e identidades veladas. Con
todas sus sugerencias, insinuaciones y fugaces perspectivas, éste
resulta ser finalmente un mundo fragmentado, carente de la fuerza de
unión del amor. Aun así, y aun sin una Beatriz, hay una
flor que vivirá por siempre en la solapa del Conselheiro.
vuelve al comienzo
América
Latina, 1830-1930: de las ciudades patricias a las ciudades burguesas
Los mensajes
cifrados de Machado, vagamente sugestivos para sus contemporáneos
brasileños, necesitaron décadas para atraer la atención
internacional. Necesitaron que la rueda del cambio mundial girase a
su favor. Entretanto, poseemos evidencias menos enigmáticas de
las fricciones producidas por la modernización en las sociedades
urbanas de América Latina. José Luis Romero (1976) aportó
una rica muestra en su libro sobre “ciudades e ideas” latinoamericanas
que abarca cinco siglos y merece un puesto junto a los estudios europeos
anteriormente citados. Aquí resultan de interés sus capítulos
acerca de las “ciudades patricias” (1830-1880) y las “ciudades burguesas” (1880-1930).
El autor sostiene
que las ciudades “patricias” del período de post-independencia
crecieron con menor rapidez que sus hinterlands, en un momento
en que las poblaciones nacionales se encontraban hasta cierto punto “ruralizadas”. Tras las rupturas provocadas por la guerra y el desmantelamiento
de las burocracias coloniales, el poder fue reconstruido, preferentemente
en asientos descentralizados, rurales. Este fue el lógico, si
bien aparentemente anárquico, apogeo de los caudillos. Sin exportaciones
lucrativas y necesitadas de una actividad empresaria y financiera moderna,
las ciudades más grandes asumieron el papel “parasitario” que
Miguel Samper (1969; Halperin, 1970) adscribe a Bogotá en 1867.
En este ambiente “pasivo”, en un momento en que las ciudades norteamericanas
y de Europa Occidental se hallaban en pleno auge de la industria y el
comercio, los viajeros se encontraban intrigados por la coexistencia
estable de tendencias criollas y extranjeras evidenciada, por una lado,
en una élite enamorada de la moda francesa y, por otro, en las
clases populares atraídas por, o condenadas a, las vestimentas,
comidas y manufacturas locales. Los “medio pelo”, en una posición
intermedia, representaban una fusión poco feliz. Sin embargo,
esta división era engañosa. La atracción de la
clase alta por el estilo y modo de pensar europeos estaba atemperada
por el orgullo del linaje; uso heredado de deferencia y apego sentimental
a los orígenes regionales. Por el otro lado, lo criollo no llegaba
a ser un ethos “nativo”, ya que los únicos nativos
del Nuevo Mundo eran los amerindios, quienes no habían dejado
trazas ni en La Habana, ni en Río ni en Buenos Aires. Además,
“nativo” implica “auténtico”, como en el narodnichestvo ruso; y la autenticidad implica, a su vez, una base para la autoexpresión
y la reconstrucción. Incluso, ni siquiera en Guatemala y Ecuador
la cultura amerindia pudo, más allá de vagas simpatías,
ser considerada seriamente como una plataforma para la rehabilitación
social. Desde el aventajado punto de vista cosmopolita, la cultura amerindia
no era más “nativa” que aquéllas de ascendencia africana
o ibérica. El eventual mestizaje del criollismo de las clases
populares con inmigrantes italianos o sirios representaba una complicación
más en este panorama. Esto quiere decir que una fusión
plebeya de elementos exógenos podía llegar a ser más
“auténtica” que la cultura señorial de las élites
tradicionales.
América
Latina no podía -como lo hizo- asumir sus culturas nacionales
con holgura. Tampoco se asemejaba al caso de Rusia, donde los eslavófilos
se trabaron en lucha con los occidentalizantes para afirmar una cultura
indígena que era más auténtica y verdaderamente
cristiana que la invasora. Tampoco puede compararse con los japoneses,
quienes establecieron un Instituto para el Estudio de los Libros Bárbaros
(germen de la Universidad de Tokio), para mediar en lo que era mínimamente
requerido del exótico Occidente en pos de la autopreservación
de la sociedad receptora (Jensen, 1980). En América Latina el
elemento bárbaro no era extranjero sino conspicuamente “nativo”:
amerindio, mestizo o ibérico medieval.
Pero ahora,
otra vuelta de tuerca. Si bien los “bárbaros” latinoamericanos
eran oriundos del lugar, incivilizados, algo muy similar ocurría
en el siglo XVIII francés. En su estudio sobre la conversión
de los “paisanos en franceses” que cobró fuerza sólo hacia
1870, Eugen Weber (1976) destaca que hasta entonces los campesinos del
sur eran considerados desde la ciudad como ignorantes, supersticiosos,
sucios, tímidos, grotescos, haraganes, avaros, moralmente atrofiados
y usuarios de lenguajes apenas inteligibles. Un parisino de la década
de 1840 piensa que no hace falta visitar América para ver salvajes:
“Los pielrojas de Fenimore Cooper están aquí”. Su único
destino satisfactorio era la integración a la economía
nacional y a la cultura parisina. Esta visión de París correspondía a la visión inglesa sobre la sociedad en
la década de 1840, ya sea en la versión del establishment
(las “dos naciones” de Disraeli), o bien la versión revolucionaria
(la polarización de clases de Engels). Estas, a su vez, eran
análogas a la famosa división de Sarmiento de la sociedad
argentina en civilización y barbarie (Facundo, 1845).
Lo interesante es que, cuando Sarmiento visita Europa y los Estados
Unidos, en 1847, cambia su esquema sobre la Argentina (ver sus Viajes). Reconoce que las sociedades europeas son tan jerárquicas
y opresivas como las de la América española. La “civilización”
ya no consistía en lograr un artificio urbano, sino más
bien en una capacidad para la asociación cooperativa que podía
hallarse en comunidades de frontera de los Estados Unidos tanto urbanas
como “bárbaras” 7.
En ninguna
de ambas versiones captó Sarmiento del todo la naturaleza de
las fuerzas desatadas por la revolución industrial y sus implicaciones
para la unificación nacional. Debido a que las fisuras de la
sociedad francesa le recordaban la América española, pensó
que la solución estribaba en el despliegue de las energías
morales. No apreció el poder del capitalismo industrial para
crear la integración nacional y llevar adelante el ideal de nación
revolucionario y napoleónico. En América Latina esta transición
se retardó, de modo que la ciudad “burguesa” de José Luis
Romero de 1880-1930, tanto como su predecesora “patricia”, representaron
sólo una victoria ilusoria sobre la “barbarie”.
La literatura
no tardó en registrar la compleja significación de la
ciudad latinoamericana, ubicada en un incierto papel intermedio entre
su hinterland y, del otro lado del Océano, Londres
y París. Esta situación ambivalente, “accidental”, la
hizo vulnerable a un tipo de sátira –la visión (ingenua
o maliciosa) de la ciudad presuntuosa a través de los ojos de!
intruso rústico- que parece abundar en la tradición literaria
de las más reverenciadas ciudades europeas. En su sketch
de mediados de siglo, Un llanero en la capital, el venezolano
Daniel Mendoza presenta un diálogo entre un “doctor” de ciudad,
quien explica con pedantería los sucesos y costumbres de la vida
en Caracas, y Palmarote, su compatriota campesino de los llanos, quien
en un castellano pedestre lanza una ola de devastadoras preguntas acerca
de la escena que tiene ante los ojos (AAVV, 1964). ¿Por qué
un edificio tan enorme tenía que producir una cosa tan pequeña
como nuestras leyes? ¿Por qué, si un espejo reflejaba
fielmente la realidad, su rostro lucía tan feo? ¿Como
podría repetir en su pueblo que la riqueza no consiste en dinero?
¿Cómo podían las monjas de un convento ser reverenciadas
como “madres”? ¿Por qué había un basural en el
corazón mismo de la ciudad? Comprendía, sin embargo, la
razón por la que cada casa tenía su número: “Así
como sucede con el ganao, que habiéndose aumentao tanto, ha sido
menestre pegarle un jierro”. A diferencia de un campesino en París,
Palmarote aún podía ofrecer una construcción alternativa
del mundo.
Extracto de "Un llanero en la capital", de Daniel Mendoza
|
—Y ese palito, Dotor, ¿qué significa?
—Es la escobilla de dientes, Palmarote: sirve para el aseo de la dentadura.
—De moo que el que no tiene dientes... ¡probe mi bale Alifonso!, ¡se quedó sin el palito! ¿Y ese otro artificio, Dotor?
—Esa es una relojera: ahí se pone el reloj cuando no lo lleva el individuo.
—¿Y la cabuyita negra?
—Es el cordón del reloj. ¡Mire usted un curioso tejido de cabellos de mujer! ¡Y se lleva así, mire usted!
—¡Ja, ja, ja!, Dotor, eso es cargar la soga en el pescueso. ¡Caramba!, que ya las mujeres enlasan con su mesma serda. Pues ahora, mi Dotor, tiene usted que cabrestiar hasta el botalón o tirar para atrás y rebentar la soga. Pero ¡qué malo es este espejo!
—Al contrario, Palmarote, tiene muy buena luz.
—Pues, ¿cómo me beo yo tan feo? ¡Jesú, qué espantamio!
—Porque ese espejo refleja fielmente las imágenes, amigo mío.
—¡Candela!, pues cuando mi samba se mira en estos ojitos, dice que ya tiene sueño. |
En Buenos
Aires, más grande y más cosmopolita, el dualismo de la
Caracas de Daniel Mendoza se resquebrajó, aunque aún sin
encontrar sucesor en los paradigmas evolucionistas de la época.
El poema gauchesco Fausto, de Estanislao del Campo (1834-1880),
subtitulado “Impresiones del gaucho Anastasio el Pollo en la representación
de esta ópera”, podría parecer, a vuelo de pájaro,
un ejercicio en la vena costumbrista de Mendoza 8.
Aquí se da, sin embargo, un encuentro más específico
y complejo entre lo criollo y un fenómeno de importación
cultural de los círculos intelectualizados. El poema fue inspirado
por el estreno en Buenos Aires, el 24 de agosto de 1866, del Fausto
de Gounod, representado por primera vez en París, en 1859.
Cuenta cómo un campesino asiste a la ópera y unos días
después refiere lo mejor que puede el argumento a un amigo, hasta
donde pudo entenderlo.
Apenas nos
ponemos a reflexionar sobre este contrapunto entre el ingenuo y el cosmopolita,
comienzan a surgir nuevos elementos. En primer lugar, aunque Del Campo
utilizara el idioma coloquial, él era un intelectual de ciudad;
con simpatías hacia el pueblo, sin duda, pero allegado de todos
modos a una tradición “urbanizada” de literatura gauchesca. En
segundo lugar, ya desde la apertura del Teatro Colón en 1857
con La Traviata, Del Campo había acariciado la idea
de comparar el histrionismo de la escena con los sentimientos de la
audiencia. Tercero, la intelligentsia argentina estaba bastante
familiarizada con el Fausto de Goethe (Esteban Echeverría
ya se había apropiado de sus temas) y se encontraba suficientemente
preparada para valorar la versión de Gounod. Cuarto, el protagonista
analfabeto de Del Campo reproduce un relato de la ópera que hubiese
requerido familiaridad con el libreto italiano o con la traducción
española, publicada con anterioridad a la función en El
Nacional. Por último, el protagonista mismo (un paisano,
no un verdadero gaucho), llamado Anastasio el Pollo, era la réplica
satírica de Aniceto el Gallo, una creación satírica
ya existente del poeta gauchesco, Hilario Ascasubi (1807-1875). Anastasio
no es una figura típica evidente por sí misma, como el
Palmarote de Mendoza, sino un actor en un juego literario de la intelligentsia
local.
A primera
vista parecería que se ha cerrado un círculo: desde el
mágico Fausto del folklore y la leyenda hasta los portentosos
e intelectualizados Faustos de Marlowe y Goethe, desde el Fausto del
consumidor burgués de Gounod, hasta encontrarse finalmente, de
vuelta con Fausto folklórico de Estanislao del Campo. Sin embargo,
el último eslabón no completa el circuito, ya que del
Campo era un poeta urbano y no rural. Además, el público
argentino era consciente de que si bien Goethe había aristocratizado
a Fausto, Gounod había vulgarizado a Goethe 9.
El texto de Del Campo revela que usó el libreto y su propio trovador
para entablar un diálogo con sus amigos. Anastasio en realidad
se burla de la degradación de la que es objeto Goethe, al escoger
los pasajes más vulnerables del libreto. El Fausto de Goethe,
quien realiza un esfuerzo titánico por trascender sus límites,
queda reducido por el libretista de Gounod a una criatura de apetitos
sensuales. Del Campo lo rebaja aún más:
Dijo que
nada podía con la / ciencia
que estudió / que él a una rubia quería / pero
a él la rubia no.
Lejos de ser
una pieza costumbrista, el Fausto de del Campo es una fina
sátira llena de ironías, cuyos personajes paisanos son
interlocutores de un cenáculo literario: es la narración
de una narración, una representación dentro de una representación,
una reflexión sobre el drama-ópera de Goethe-Gounod tal
como se presentara en la moderna y cosmopolita ciudad de Buenos Aires.
Imbert (1968) lo llama una galería de espejos distorsionantes
con “desdoblamiento y duplicaciones, simetrías y contrastes,
entrecruzamientos y paralelos”. Y esto nos lleva a preguntarnos: si
un poeta argentino puede satirizar delicadamente el mal gusto de la
ópera francesa, ¿qué hay de la construcción
centro-periferia? ¿Serán los argentinos los pajueranos
por consumir a Goethe y Gounod, o lo serán los parisinos por
no consumir a Estanislao del Campo? Como profeta, Del Campo mostró
agilidad y visión múltiple pero no tenía la capacidad
de su contemporáneo, José Hernández, autor del
poema épico Martín Fierro, para remitirse y
dar forma a un conjunto de temas. En este sentido, fue más un
precursor de Jorge Luis Borges y Julio Cortázar que de Ricardo
Güiraldes y Eduardo Mallea.
|
|
"Fausto y Mefisto" , Delacroix (1828) |
El Fausto Gaucho de Estanislao Del Campo. Fuente |
"A primera vista parecería que se ha cerrado un círculo: desde el mágico Fausto del folklore y la leyenda hasta los portentosos e intelectualizados Faustos de Marlowe y Goethe, desde el Fausto del consumidor burgués de Gounod, hasta encontrarse finalmente, de vuelta con Fausto folklórico de Estanislao del Campo. Sin embargo, el último eslabón no completa el circuito, ya que del Campo era un poeta urbano y no rural"
|
Si detectamos
un viso modernista en la visión de del Campo, las categorías
de José Luis Romero (1976) se suspenden, al establecerse un hilo
conductor entro el pleno período “patricio” y la conclusión
modernista de los años “burgueses”. Esto no implica ingratitud
hacia el sólido andamiaje de Romero, ya que toda suspensión
supone una estructura que la soporte. La caracterización de Romero
de la era burguesa como un momento de “haussmannización” de la
“gran aldea”, como el auge del “señor presidente” o del caudillo
de la belle époque, es muy aceptable. Cualquier pincelazo
suyo constituye una pintura convincente. Romero nos había de
las sociedades urbanas que habían comenzado a diferenciarse de
los pueblos patriarcales del interior, controlados aún por aristocracias
vigorosas y homogéneas, es decir, una “democracia de hidalgos”.
Sociológicamente, sin embargo, las estructuras de “clientela”
familiar tenían mucho más peso que las instituciones planificadas
con fines específicos. Al mismo tiempo, las élites urbanas
comenzaron a absorber grupos de inmigrantes y de clase media y a participar
de un febril ethos de especulación y autoexaltación.
Esto significó un relajamiento de los lazos familiares y antiguas
hermandades, ejemplificado en el desplazamiento de los eventos religiosos
por los teatros, clubes y deportes.
Las novelas
naturalistas describieron la patología de esta sociedad cuasi-burguesa,
denunciando sus males: delitos financieros, trepadores sociales, ostentación,
suicidios y prostitución; mientras que los poetas y ensayistas
parnasianos –a pesar del recelo acerca del materialismo y la opresión
social que pudieran haber trasmitido- exaltaban el gusto refinado del
poderoso como opuesto a la vulgaridad y al arcaísmo de las masas.
Como compensación por la pérdida de los vínculos
familiares, las nuevas oligarquías intentan recobrar un carácter
patricio y excluir, reprimir o pacificar a los desposeídos. Políticamente,
la era del populismo o, en su forma manipulada, el “cesarismo democrático”,
estaba al alcance de la mano. Cuando se trataba de grupos que estaban
más allá de la esfera de un mundo evolucionista y europeizado
–tal como los indios de las pampas argentinas, los campesinos de Sonora
y Yucatán o los “fanáticos” brasileños del interior-,
debían sin más ser eliminados. Los intelectuales urbanos
apoyaban tales campañas asegurando a sus lectores las deficiencias
innatas o adquiridas por el ambiente de los pueblos no europeos.
vuelve al comienzo
Configuraciones
del modernismo
Ciertas características
de la patología “burguesa” descripta por Romero son aplicables
a ciudades de Europa Occidental de este período. Sin embargo,
como hemos comprobado en los casos de San Petersburgo y Viena, y como
es evidente a partir de la Río de Machado, no puede afirmarse
que la periferia refleje el centro. Una imagen especular no tiene otra
lógica autónoma más allá de la gratuita
inversión de izquierda y derecha. Por el contrario, la ciudad
periférica no es mimética, sino que responde a una lógica
interna. París pudo haber inspirado en parte, pero nunca inventado,
la “hiperconciencia” del hombre subterráneo de Dostoievski o
el psicoanálisis de Freud o las parábolas dantescas de
Machado. Si los latinoamericanos de fin-de-siècle estaban
preocupados por el arcaísmo y la entropía, esto se debía,
podemos suponer, a que no vislumbraban ninguna promesa redentora de
origen popular, “nativo”, ni podían anticipar confiadamente de
qué manera sus sociedades urbanas “modernas” irían a reproducir
una dinámica para el cambio.
A principios
de siglo y durante las últimas décadas de la edad “burguesa”
de Romero, estos obstáculos para una prisse de conscience
comenzaron a deshacerse. Esto ocurría justamente en el
momento en que Europa misma experimentaba una crisis de confianza: por
un lado, asociada a la tecnificación, el “consumismo”, la alienación
y la violencia; y por otro, conceptualizada en el modernismo, las contradicciones
neo-marxistas, la decadencia spengleriana y la invasión freudiana
al inconsciente. La prisse latinoamericana requería,
precisamente, la disolución de nociones evolucionistas y de superioridad.
Ahora Europa ofrecía tanto “modelos” como patologías.
El desencanto weberiano respecto del centro preparó el terreno
para la rehabilitación de las periferias. Por fundarse en premisas
de la sociología política, la transición propuesta
por Romero de ciudades burguesas a ciudades masificadas producida alrededor
de 1930 deja de lado la importancia del modernismo latinoamericano.
Por esta misma razón es que su análisis resulta esencial
para la comprensión de lo que llamamos la “sincopación” de la respuesta latinoamericana.
Dado que ni
América Latina ni el modernismo son monolíticos, una comparación,
aunque sea esquemática, de algunas arenas urbanas puede ayudar
a particularizar y profundizar nuestra comprensión de la prisse
modernista de la década de 1920 10.
El punto de partida obvio es São Paulo, una floreciente capital
financiera y tecnológica que había surgido después
de siglos de vida exigua y espartana, convirtiéndose en el centro
industrial más actualizado del continente. Parecía que
“fuerzas” económicas invisibles, más que ningún
movimiento político comunitario, habían sido las artífices
de esta transformación. En una ciudad cuyas huellas coloniales
habían desaparecido, cuyas calles estaban atestadas de italianos,
sirios y japoneses, cuyo cielo era perforado día y noche por
las chimeneas, la libre imaginación era impulsada no a comprender
sino a mirar, no a explicar sino a captar. Le fue asignado un acto de
cognición. En Paulicea desvairada (Ciudad alucinada,
1922), su primer libro de versos de madurez, el “papa” del modernismo
paulista, Mario de Andrade (1893-1945) se expresaba en un tono desenvueltamente
lírico acerca de São Paulo (Andrade, 1968). El primer
poema llama a la ciudad la " comoçao de minha vida”
(“la conmoción de mi vida”). Aun con su identidad histórica
borrada por los negocios y la industria, São Paulo podía
todavía admirarse en antiguos rastros carnavalescos que arrastraban
al observador en un arlequinado festival de gris y oro, cenizas y dinero,
arrepentimiento y codicia. El mundo del poeta no era un mundo que él
hubiese descompuesto, a la manera de un imaginero o de un surrealista;
tampoco era un mundo que se había descompuesto o perdido su centro.
Se trataba más bien de un misterio que se proponía a sí
mismo y que lo impulsaba a evocar una figura de polichinela, símbolo
del mito antiguo y del solitario yo, celebración y tristeza,
tontería y sabiduría. La tradición cultural y la
racionalización impactante se fusionaron en la poesía
de Andrade y en el insólito escenario de la industrial São
Paulo.
|
|
|
Fuente |
Río de Janeiro de comienzos del s. XX
|
Por su parte, la Buenos Aires de los años 20, reconocida por mucho tiempo como
la capital comercial e intelectual de su continente, ingresó
en la etapa modernista, precisamente en el momento en que su triunfante
europeización comenzó a ponerse en tela da juicio. Una
nota de decadencia, de ominosa advertencia, apareció de pronto
tanto en la cultura de cabaret del tango como en la cultura
intelectual de los literatos. Buenos Aires participó más
que ninguna otra ciudad latinoamericana del ethos cosmopolita
del modernismo occidental, de modo que los lugares comunes de la historia
y la cultura regional asumieron un matiz mítico. La búsqueda
se insinuaba más allá de la “realidad”, en el terreno
del enigma y la paradoja. El desafío central no era la cognición,
sino el desciframiento.
El consumado
criptógrafo de Buenos Aires es Jorge Luis Borges (1899--) 11,
cuyo poema Fundación mitológica de Buenos Aires (1929) hace el descubrimiento de que la ciudad tuvo efectivamente un
principio, ya que anteriormente la había juzgado eterna, como
el agua y el aire 12 (Borges, 1976).
Al hundir la mirada en el tiempo, el poema suspende la historia. Un
conjunto primitivo de monstruos, sirenas e imanes que enloquecen las
brújulas de los barcos, coexiste con la habanera del primer organito
y una conjura, política del partido radical. Esta visión
es sorprendentemente análoga al tratamiento que hace Freud (1961)
de Roma: un paralelo entre la mente misma y la Ciudad Eterna, ambas
concebidas como una entidad psíquica con un copioso pasado, donde
“nada que haya cobrado existencia alguna vez habrá de desaparecer
y todas las fases anteriores de desarrollo continúan existiendo
al lado de las últimas” (p. 17). La imaginación de Borges
estaba tan ligada a Buenos Aires que cierta vez confesó que se
preguntaba si no habría estado toda su vida reescribiendo su
primer libro de versos, Fervor de Buenos Aires (1923) 13.
Hacia la madurez, su preocupación central tomó la forma
de desafío filosófico: distinguir entre apariencia y realidad.
La arena de su búsqueda ha sido, indiferentemente, Buenos Aires o el universo.
La contraparte
de Borges es Roberto Arlt (1900-1944), hijo de inmigrantes de Prusia
y Trieste, cuyo marco de realidad abarcaba sólo la sociedad urbana
de su tiempo y de su espacio, y, más específicamente,
los ámbitos dentro de los cuates se desarrolló su vida
(Gostautes, 1977; Guerrero, 1972; Maldavsky, 1968). Sin embargo, su
testimonio fue tan intenso que trascendió el naturalismo para
llegar, como Borges, al dominio de la paradoja. Con Arlt aparece en
la escena argentina el hombre subterráneo. Ávido lector
de Dostoievski, Arlt estaba fascinado por el pequeño burgués,
a quien la humillación le provee el único punto de referencia
en una sociedad de la cual él está funcionalmente aislado.
En un extremo, abajo, los “lúmpenes”, enjaulados en un mundo
de aburrimiento y ferocidad, están destinados a la deshumanización.
En el otro, arriba, los ricos viven más allá de las fronteras
de la legalidad y la humillación. Solo el pequeño burgués
no puede dar cuenta de la contradicción entre su situación
y sus valores profesados. El matrimonio es la clásica derrota
que los sentencia a la rutina eterna. El mundo de Arlt está lleno
de “tremendas simetrías”. La prostituta que vuelve a casa con
su hombre se quita el maquillaje; la ama de casa que recibe a su marido
se lo pone antes de que él llegue. El hijo de inmigrantes traiciona
a la nueva patria al aceptar los ideales de sus padres, pero traiciona
esos ideales al aceptar a la patria. El tema de la traición recorre
toda la narrativa de Arlt, así como la cultura popular del tango
y el sainete. Así tiende Arlt un puente entre Buenos Aires y
la alienación dostoievskiana del hombre urbano de Occidente.
Sus paradojas y laberintos, sacados de las vidas de la ciudad, sumados
a aquellos de Borges, surgidos de las fronteras de la epistemología,
forman una vasta y “tremenda simetría”.
|
|
|
Roberto Arlt |
Los contrapuntos de la literatura argentina: el académico Borges y el popular Arlt
|
En el ensayo
anteriormente citado identifico otros dos puntos cardinales más
para la prisse latinoamericana modernista de la década
del 20. Uno es la Ciudad de México, convertida por la Revolución
en un centro de irradiación donde la tarea inmediata, acometida
principalmente por los muralistas, consistía en la propaganda,
en el sentido original de un deber para difundir las “buenas noticias”.
El otro es Lima, capital de un país que fue un aparente caso
de desarrollo detenido. Aquí el desafío no fue la cognición,
el desciframiento, y mucho menos la propaganda, sino la búsqueda
de una estrategia, de los puntos de apoyo. En términos de José
Carlos Mariátegui, el meteórico intelectual marxista de
los años 20, se trataba de una tarea de interpretación.
Para el presente propósito, São Paulo y Buenos Aires son
exponentes suficientes, ya que nos conectan más con la sensibilidad
urbana que con temas nacionales. Los cuatro ambientes, sin embargo,
ejemplifican ampliamente el tema de las ciudades como arena o crisoles.
vuelve al comienzo
Pronósticos
postmodernistas
En este punto
de nuestra discusión seguiremos a Marshall Berman (1982), quien
interpreta la “experiencia de la modernidad” en la periferia cercana
de Europa haciendo alguna alusión incidental a la América
Latina en nuestro siglo. Propone la Alemania de tiempos de Goethe como
el primer caso de identidad “subdesarrollada”. Aquí surge una
línea de tensión entre la atracción de la reforma
política y económica, y la sensación de que una
nación en ascenso podría renunciar a los intereses mundanos
para cultivar un modo de vida introspectivo “germano-cristiano”. Su
análisis de la Parte II de Fausto presenta a dicho
personaje como al “revelador” arquetípico, quien hace volar en
pedazos los tradicionales “balbuceos” de las Gretchens, imponiendo costos
trágicos y universales. La secuela de la visión de Fausto
es la marxista, que interpreta el capitalismo no como un mero mundo
estólido de acumulación sistemática, sino también
como un mundo de calidoscópica “obsolescencia” donde, según
la frase del Manifiesto, “todo lo que es sólido se
disuelve en el aire”. Si el marxismo comparte las fantasmagóricas
percepciones del modernismo, entonces el modernismo se convierte en
el realismo de nuestro tiempo (véase también Lunn, 1982).
Pero, el desenlace marxista-modemista, ¿será necesariamente
universal, o sólo abarca lo local occidental? ¿Afrontan
necesariamente las sociedades periféricas la pulverización
de sus legados? ¿Deberá toda ciudad moderna lucir y pensar
como París y Nueva York?
Cuando Berman
se centra en el tema urbano, compara a París con San Petersburgo.
A pesar de su fama con el “cerebro” cosmopolita y secular de Rusia,
San Petersburgo sólo ofrecía estribos precarios para la
modernización. Esto fue así sobre todo durante el gobierno
del autocrático Nicolás I (1825-1855), un período
de intensos cambios en el comercio y la sociedad para París y
Londres. La incongruencia de una modernización formal, en este
panorama congelado y represivo, dieron a San Petersburgo su reputación,
labrada por Gogol y Dostoievski, de “lugar extraño y espectral”.
Sin embargo, el medio no llegó a neutralizar la modernidad del
mismo modo que sucedió en la más liberal, más auténticamente
“Occidental”, Río de Janeiro de Machado. En Rusia, la modernidad
fue intrusa y conflictiva. Su símbolo y arena fue la Perspectiva
Nevsky, tendida una generación antes que los bulevares parisinos.
Vidriera para las maravillas de la nueva economía de consumo
fue “el único espacio público de San Petersburgo no dominado
por el Estado”. Se convirtió en una “zona libre” para todas las
clases sociales, para la liberación espontánea de las
acorraladas fuerzas sociales y psíquicas. Aquí fue donde
el hombre subterráneo de Dostoievski dejó de serpentear
entre los transeúntes y se levantó para chocar de lleno
contra el funcionario aristocrático.
A partir de
la Perspectiva Nevsky y los bulevares de Haussmann, Berman construye
su comparación entre el modernismo del subdesarrollo y el modernismo
de las calles parisinas. A pesar de todo el desprecio con que Baudelaire
trata al “progreso”, se sentía parte de un pueblo que podía
movilizarse para afirmar sus derechos. “Podrá sentirse como un
extraño en el universo, pero se siente como en su casa en tanto
hombre y ciudadano en las calles de París”. En San Petersburgo,
ni estaban aún implantadas las fuerzas de producción,
ni tampoco compartían los oprimidos ninguna tradición
de fraternité. De ahí la importancia de la demostración
callejera de un solo hombre y la necesidad de inventar una cultura política
subterránea ex nihilo. Este suelo exótico infundió
al modernismo “una incandescencia desesperada que el modernismo occidental,
tanto más a gusto en su propio mundo, raramente pudo aspirar
a alcanzar”. Dostoievski enseña que una vez que los hombres subterráneos
afirman sus propias abstracciones e intenciones, el “alumbrado público”
espiritual de San Petersburgo se encenderá con un nuevo brillo.
Esto en verdad comenzó a suceder a partir de 1905.
|
|
|
Rua do Ouvidor Fuente |
La Perspectiva Nevsky (San Petersburgo) versus la estrecha y exclusiva Rua do Ovidor (Rio de Janeiro)
|
Berman insinúa
que también América Latina, según la frase de Octavio
Paz, está “condenada a la modernidad”, y sustenta las confrontaciones
que él utiliza para el caso de San Petersburgo. Al mismo tiempo,
América Latina es una familia de países con rumbos diferentes,
y no puede identificarse con certeza una sola San Petersburgo. Hemos
afirmado, sin duda, que la prisse rusa de la década
de 1860 tuvo una secuela en la Latinoamérica de los años
20, cuando el limeño Mariátegui produjo un diagnóstico
revolucionario casero comparable al de Chernishevsky, o cuando Roberto
Arlt descubrió al hombre subterráneo en Buenos Aires.
Sin embargo, esto no quiere decir que estos países deban pasar
necesariamente por los mismos estadios (así como tampoco reproducen
los de los países desarrollados). Después de todo, los
sabios mejicanos manejaban Galileo y Gassendi en su capital ortogonal
antes de que San Petersburgo fuera siquiera un destello en el ojo de
su fundador. La respuesta de América Latina ante la modernización
ha sido a la vez más dócil y más reacia que la
de Rusia, como podemos conjeturar por Machado de Assis.
Veamos un
caso. La Perspectiva Nevsky precedió a los bulevares de París
en una generación, mientras que la “haussmannización”
de Río les siguió en otra generación. Así,
este último fenómeno parece un pie de página, un
reflejo. Pero la “Perspectiva Nevsky” de Machado no era la Avenida Central,
tendida a través de la ciudad hacia el final de su vida, sino
la estrecha Rúa do Ouvidor, de diez cuadras, una calle tradicional
que se convirtió en la vidriera para la elegancia europea y lugar
de cita para las élites. Aquí, el ocasional esclavo borracho
o la insinuante mulata eran intrusos, parias. Se trataba de un ambiente
que confirmaba un status quo , no como la Perspectiva Nevsky,
que lo suprimía. El maestro de escuela del pequeño pueblo
de Machado se llevó, de la Rúa do Ouvidor, el perdurable
recuerdo de haber visto cómo llevaban a un negro a la horca (Needell,
1982; Táti, 1961; Assis, varios años). Martínez
Estrada sacó una conclusión similar respecto de la calle
Florida, la gran vía comercial de Buenos Aires. Tenía,
como Ouvidor, una larga tradición, y en 1823 era la única
calle empedrada. Florida no es una inserción de la modernidad.
Sus vidrieras encierran productos “más allá de nuestras
manas y de nuestro destino”; dentro de su gran ficción “todos
quieren engañarse sin utilidad”; Florida crea ilusiones, no hechos
(Martínez Estrada, 1957).
Muchos historiadores,
desalentados tal vez por la multiplicidad de América Latina e
impacientes ante sus resistencias selectivas a los axiomas de la modernización,
caen en una interpretación que hace de estos países una
cola de perro del capitalismo internacional. La injerencia de la economía
extranjera periodiza su tratamiento y, en todos los períodos
estudiados, desde el siglo XVI hasta el XX, detectan la inexorable comercialización
de los vínculos humanos y la conversión de la casta en
clase. Nuestros testigos desde el interior, sin embargo, dan a entender
que la cola se mueve obstinadamente. Los índices urbanos de cambio
eran menos identificables, o menos grandiosos, que en San Petersburgo
y Viena. La América Latina del momento no produjo ningún
Dostoievski o Freud que invirtieran el espejo sobre la modernidad occidental.
Los artistas modernistas de los años 20 y los novelistas desde
la década de 1950, sin embargo, aportan renovadas visiones y
sacan a luz nuevas cuestiones. Desafían la eficacia del “tiempo”
evolucionista. Se preguntan si los traumas y moldes formativos del pasado
pueden ser cancelados. Los novelistas exhortan de mil modos distintos
a América Latina para que ponga límites a la racionalización
y al desencanto. El modernismo es en varios sentidos congruente con
lo “real maravilloso”, y Paz ha dicho que sin las energías de
la crítica modernista, América Latina recae en un extraviado
cesarismo o una mortal trampa burocrática. Pero una vez que asoma
el “juego final” del post-modernismo de Samuel Beckett, las sendas culturales
divergen más aún. El malicioso Palmarote, el ingenioso
Anastasio el Pollo y el irónico exponente del establishment, Machado de Assis, resultan ser ya no autores raros, sino profetas.
El resto de Occidente debe finalmente escucharlos a ellos y a sus sucesores.
|
El reconocible skyline de Nueva York, símbolo internacional de pujanza y progreso. Fuente |
Siguiendo a Berman, Richard Morse se pregunta, ¿debe toda ciudad moderna lucir y pensar como París y Nueva York? Más que arenas de triunfo y trascendencia, las ciudades latinoamericanas serían arenas de acomodación y resistencia, bajo la sombra de una autoridad influyente aunque no omnipotente. La pregunta que prima en la obra de Morse es si los traumas y moldes formativos del pasado pueden ser cancelados por la modernidad.
|
Los “realistas
maravillosos” no se sienten necesariamente atraídos, como Baudelaire,
Dostoievski y Freud, por los temas de la vida urbana, ya que están
hechos tanto a los avances como a las actitudes reacias. Sin embargo,
la imaginación es excitada tanto por la metrópolis como
por la aldea onírica, el árido interior brasileño
o los confines amazónicos. Identificar espacios urbanos típicos
en la América Latina contemporánea constituye un propósito
que excedería la perspectiva de este trabajo. Se supone, sin
embargo, que no equivalen a los bulevares parisinos ni a la Perspectiva
Nevsky, y que sus ambigüedades son más antiguas que las
de la Ringstrasse vienesa. Más que arenas de triunfo
y trascendencia, serían arenas de acomodación y resistencia
bajo la sombra de una autoridad influyente, aunque no omnipotente. Revelarían
una cambiante fusión de perspectivas, que incluiría la
más “moderna” y occidental –a veces desgastada- pero también
la más “exótica”, a menudo comprobable, “razón
vital” de Ortega. El mal más acuciante estaría aquí
en los pecados mortales y dantescos de la Río de Machado y no
siempre en la kafkiana deshumanización de la “semi-periferia”,
mientras que la esperanza de salvación se atisbaría quizá
más en la piedad de grupos de culto o recordativos de la historia
siempre viva, que en la retórica populista y la prosa de la sociología
empírica.
Cada país,
cada región de América Latina posee ciertamente esas arenas.
Si buscáramos aquéllas de expresión más
abarcadora, las encontraríamos tal vez en el carnavalesco anillo
afroamericano (desde las Antillas hasta el Brasil), donde las sociedades
y las culturas se encuentran menos segmentadas que en Indoamérica
y menos bloqueadas que en las tierras de Euroamérica, en el extremo
sur. Uno piensa en la Tropicana de La Habana de Cabrera infante, “the
MOST fabulous nightclub in the WORLD”, o en los prodigiosos embotellamientos
de tráfico de Puerto Rico de Luis Rafael Sánchez, que
encarcelan a miles de personas en sus auto(in)móviles privados,
al tiempo que los aglutina comunalmente a las radios de los coches y
al ritmo y al mensaje de la guaracha de Macho Camacho: “La vida es una
cosa fenomenal/lo mismo pal de alante que pal de atrás” 14.
Ambos escritores entretejen un “Occidente” cursi, rutinario y presuntuoso,
con una cultura tosca, semicomercializada y despreciable de indeterminados
orígenes afro-ibero-criollos. Hilos candentes unen de un modo
complejo la riqueza a la pobreza, los turistas a los “nativos”, fríos
hombres de sociedad a prostitutas, psicoanálisis a terapia de
choza, hegemonía retórica a poder popular, medios electrónicos
a ritmos tribales. Las brillantes lámparas modernistas son reemplazadas
por las titilantes luces de gas de Machado de Assis pero sólo
para volver a reproducir en infinitas tomas y desde infinitos ángulos,
el mismo cuadro dantesco.
Para obtener
una visión más panorámica, menos mediada, el observador
puede efectuar un conocimiento directo de las playas de Río.
Desde los días de Machado (quien opinaba que Copacabana, unida
por un túnel al centro de Río en 1892, ofrecía
un lugar placentero y alejado para una casa en un dominio de arena y
mar) (Táti, 1961) y desde la década del 20 (era del Copacabana
Palace Hotel, un especie de sucursal alejada de la Cote d'Azur, cuya
preservación como monumento histórico de los “años
locos” de Río está hoy en discusión), los políticos
han extendido generosamente las playas en una estrategia populista de
pacificación. Sin embargo, las playas convertidas en “pan y circo”
no son las vividas como teatros. Aquí no se encuentra ni la regimentación
y uniformidad masivas de Coney Island y la “Riviera” del Mar Negro soviético,
ni la segregación privatizadora según el ingreso, la preferencia
sexual o tolerancia hacia la exhibición genital.
El telón
se levanta sobre Río al amanecer para mostrar a los joggers
extranjeros (o aparentemente extranjeros), a menudo encadenados
a sus perros, ejercitándose en una reducción mecanizada,
duchampiana, del futebol y de las scolas do samba.
Luego, la lenta invasión de bañistas de todas clases y
complexiones: chicos pegados a sus gobernantas y empregadas,
madres y matronas aburridas, turistas, viejos, “marginados”, etc. Los
grupos sociales y étnicos se agrupan pero no hay segregación;
los cuerpos espectacularmente expuestos reemplazan sutilmente las jerarquías
laborales por otra fundada más primitiva en el cuerpo. Los generales
del ejército pueden confundirse con turistas barrigones, las grandes dames pueden ser prostitutas. Hacia la tarde, el futebol
y el volleyball usurpan un gran sector de la playa a
los bañistas y disuelven el trotar futurista de los joggers
en coreografía tribal. Entre las olas de gente y espuma
se advierte ahora la penetrante resaca de los escuadrones de limpieza
de la playa, en sus uniformes naranja; los vendedores de comida y refrescos,
lanzándose como moscas; y los omnipresentes pequeños callejeros
o pivetes, alertas ante cualquier monedero o toalla descuidada.
Con el crepúsculo llegan las prostitutas, ya sea la dócil empregada que necesita comida para un hijo sin padre, ya la
astuta profesional que hace prestidigitación con relojes pulsera
y billeteras abultadas. Caída la noche, invisibles acólitos
encienden fuegos a dioses desconocidos, invocados por el derramamiento
de licor barato o bien pródigos asados y champaña. La
resaca humana ha ganado su triunfo cotidiano y se reúne para
su marea ascendente anual en rituales multisectoriales, disolventes
de las clases: exorcismo, expiación y ruegos ejecutados por millones
de personas en la víspera de Año Nuevo.
Se comprende
bien por qué el antropólogo señalaba la construcción
de Copacabana, de la “utopía urbana”, como un lugar de “alienación”
(Velho, 1973). La “cosificación”, el individualismo y el “consumismo”
no alcanzarán aquí a desplazar las antiguas moralidades,
cofradías y actos consumatorios. Ante este espectáculo,
tan moderno como atemporal, Baudelaire y, sí, hasta Dostoievski,
son ahora los autores raros, curiosos, caprichosos. Y vislumbramos nuevas
o renovadas fronteras de nuestra historia común.
Referencias
bibliográficas
AAVV
(1964). Antología de costumbristas venezolanos del siglo
XIX. Caracas.
Adorno,
T.W. (1976). Introduction to the sociology of music. New York.
Andrade,
M. de (1968). Hallucinated city. Kingsport.
____________
(1972). “Machado de Assis”. Aspectos da literatura brasileira. São Paulo.
Assis,
M. (varios años). Obra completa. Río de Janeiro.
Becco,
H.J. (1969). Fausto. Buenos Aires.
Benjamin,
W. (1973). Charles Baudelaire: a lyric poet in the era of high capitalism. Londres.
__________
(1979). Reflections. New York.
Berman,
M. (1982). All that is salid melts into air, the experience of modernity.
New York.
Bizzarri,
E. (1965). “Machado de Assis e Dante”. Instituto Cultural Italo-Brasileiro, O meu Dante, Caderno 5. São Paulo: 131-144.
Borges,
J.L. (1971). “Autobiographical essay”. The Aleph and other stories
1933-1969. New York.
_________
(1974). Obras completas. Buenos Aires.
Bradbury,
M. y J.M. McFarlane (eds.) (1976). Modernism. Harmondsworth.
Caldwell,
H. (1970). Machado de Assis, the Brazilian master and his novels. Berkeley.
Fanger,
D. (1967). Dostoievsky and romantic realism. Chicago.
Faoro,
R. (1974). Machado de Assis: a pirámide e o trapézio. São Paulo.
Freud,
S. (1981). Civilizaron and its discontents. New York.
Gostautes,
S. (1977). Buenos Aires y Arlt (Doitoievsky, Martínez Estrada
y Scalabrini Ortiz). Madrid.
Guerrero,
D. (1972). Roberto Arlt, el habitante solitario. Buenos Aires.
Halperin,
T. (1970). Historia contemporánea de América Latina. Madrid.
Imbert,
A.E. (1968). Análisis de “Fausto”. Buenos Aires.
Janik,
A.y S. Toulmin (1973). Wittgenstein's Víenna. New York.
Jensen,
M.B. (1980). Japan and its world, two centuries of change.
Princeton.
Levi,
D.E. (1977). A família Prado. São Paulo.
Lunn,
E. (1682). Marxism & modernism. Berkeley.
Magalhaes,
R. Júnior (1970). Machado de Assis - funcionario público. Río de Janeiro.
Maldavsky,
D. (1986). Las crisis en la narrativa de Roberto Arlt. Buenos
Aires.
Martínez
Estrada, E. (1957). Radiografía de la pampa. Buenos
Aires.
Massa,
J.M. (1961). “La bibliothéque de Machado de Assis”. Revista
do Livro, 6.
_________
(1966). “La présence de Dante dans l'ouvre de Machado de Assis”. Etudes Luso-brésiliennes, 11: 168-176.
Morse,
R.M. (1982). El espejo de Próspero. México.
Morton,
F. (1980). A nervous splendor, Vienna 1888/1889. Hardmondsworth.
Needell,
J. (1982). “The origins of the Carioca belle epoque”. Ph.D. dissertation,
Stanford University.
Pike,
B. (1981). The image of the city in modern literature. Princeton.
Romero,
J.L. (1976). Latinoamérica: las ciudades y las ideas.
México.
Samper,
M. (1969). La miseria de Bogotá y otros escritos. Bogotá.
Santayana,
G. (1945). “Dante”. Three philosophical poets. Cambridge.
Schorske,
C.E. (1981). Fin-de-siécle Vienna. New York, 1981.
Tati,
M. (1961). “Ouvidor, a sedutora”. O mundo de Machado de Assis.
Río de Janeiro.
Van
Doren, M. (1946). “The Divine Comedy”. The noble voice. New
York.
Velho,
G. (1973). A utopia urbana. Río de Janeiro.
Weber,
E. (1976). Peasants into Frenchmen, the modernization of rural France,
1870-1914. Stanford.
Weber,
M. (1978). Economy and society. Berkeley.
Woodrow,
B. (1971). “La influencia cultural europea en la formación del
primer plan para centros urbanos que perdura hasta nuestros días”. Revista de la Sociedad Interamericana de Planificación,
5, 17: 3-15.
Las ilustraciones y los comentarios asociados a ellas no son parte del artículo original, y su responsabilidad es exclusiva de bifurcaciones
|