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Portadaseccion

La Aldea: hermosa comunidad suburbana a sólo dos siglos del centro*

Pablo Páez,

Licenciado en Historia, Pontificia Universidad Católica de Valparaiso. Email: pablofpg@hotmail.com

 

“Toda comunidad se construye, de algún modo, sobre la fantasía”
Richard Sennett, El declive del hombre público

Un film antiurbano

En La aldea (2004), M. Night Shyamalan, el mismo director de Sexto sentido (1999), El protegido (2000) y Señales (2002), nos sumerge a través de un atractivo film de época en un relato de fantasía y suspenso, cuyo eje lo constituye el agobiante temor que embarga a los habitantes de la que aparenta ser una singular comunidad. Como acostumbra Shyamalan, en esta obra el relato gira en torno a un acontecimiento absolutamente gravitante, pero que es sistemáticamente omitido a los ojos del espectador, una suerte de punto pivote que marca el antes y el después en el que se sustenta el suspenso, se genera la sorpresa y se rompe la lógica del relato fílmico: en La aldea, la incertidumbre se mantiene constante hasta el momento en que se revelan las fuerzas irreversibles que ponen en jaque la utopía del encierro.

El protagonista de La aldea, Edward Walter (líder de una pequeña comunidad preindustrial emplazada en la profundidad de los bosques de Filadelfia), encarna la figura clásica del intelectual que enarbola cierto discurso antiurbano tan propio de la cultura anglosajona. Vista con detención, la coordenada temporal en que se sitúa la película –el elemento que sustenta la ficción- se encadena directamente con la reproducción de este discurso; en consecuencia, La aldea deviene un claro ejemplo de la obsesiva idealización que el hombre hace de su pasado. Desde la perspectiva del urbanismo, ésta se corresponde con el deseo de volver atrás y situarse en un estadio pre-urbano, para comenzar así todo de nuevo; esta premisa se complementa en el film con la coordenada espacial que apela paulatinamente al sentido más directo de la idea de utopía, es decir, apuntando a la irrealidad del propio lugar.

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Imágenes de la comunidad de "La Aldea", de la apacible comunidad al caótico experimento

Sin definirlo explícitamente, el film de Shyamalan va reconstruyendo un imaginario que ha llegado a ser el equivalente a una cultura de la separación espacial. La referencia a la “aldea”, entendida como categoría específica de urbanización de menor escala, simboliza lo antiurbano en dos aspectos complementarios: por una parte se observa la elección de un escenario que evoca directamente la vida bucólica en oposición a la vida citadina vertiginosa, insegura, y especialmente violenta en las grandes ciudades. Por otra, las imágenes remiten al origen mítico de la ciudad, a la etapa en que el tamaño del emplazamiento poseía una escala más humana y por lo tanto más segura (aunque los acontecimientos de la trama no tardan en despejar sorpresivamente esta condición).

En contraposición al ejemplo histórico de las comunidades “fundadoras” de Estados Unidos, que se extendían hacia la frontera con el propósito económico de explotar los recursos naturales y alcanzar una autarquía estratégica que les asegurara el porvenir, la comunidad que habita La aldea no guarda el ímpetu de salir y conquistar nuevos territorios. Por el contrario, la emancipación que persigue dice relación más bien con una clausura sobre sí misma alimentada por sus propios temores, en una suerte de “autonomía autista” que más temprano que tarde se revela sintomática de una particular enajenación de la vida urbana.

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Ivy Walker, personaje que en su ceguera ve cosas que para otros se encuentran veladas.
El intento por expulsar el rojo de la comunidad puede verse como un esfuerzo por expulsar la violencia que, para ellos, caracteriza esencialmente a las ciudades

Desde esta clave interpretativa, es posible reflexionar entonces sobre a un tipo de urbanismo que implícita o explícitamente ha alentado el temor social y el hastío de la vida en las grandes metrópolis, radicado ambiguamente –en el caso de La aldea- en alguna experiencia traumática, de cuya memoria son depositarios los “mayores” que dirigen los destinos de la comunidad, y a partir de la cual levantan como principio rector de la organización social una persistente necesidad de protección. Así, este film se erige en una oscura metáfora del ideal tras la vida suburbana por la que optan hoy cada vez más ciudadanos, permitiendo en último término una exégesis de cierto modelo residencial que ha obtenido categoría de “global” en el pensamiento urbanístico contemporáneo, y que se ha instalado con particular fuerza en nuestro país en las últimas décadas.

La (in)seguridad del encierro

La aldea intenta, de acuerdo con su director, recoger la “inocencia” de la época preindustrial y la pureza un tanto infantil sobre la que se sustenta la comunidad retratada 1 (pureza que es también racial, porque en ella todos son blancos y predominantemente jóvenes o niños). Los “mayores” velan por la comunidad actualizando de manera constante las dicotomías dentro-fuera y propio-ajeno, a partir de las cuales adquiere sentido el grupo. A partir de un relato que alude persistentemente a lo que no se ve, o que resulta apenas entrevisto en la profundidad del bosque, se configura un ambiente de relativa tranquilidad, basado en el temor a lo externo y demandante por tanto de protección. Desde esta perspectiva, La aldea bien podría asimilarse a las “comunidades enrejadas”, en la definición de Blakely y Snyder (2002), en tanto “áreas residenciales con acceso restringido […] urbanizaciones defensivas con perímetros delimitados, usualmente muros o cercos, y entradas controladas cuyo propósito es prevenir la penetración por parte de los no residentes”. Tanto en éstas como en La aldea, lo externo estimula la tendencia al encierro y las comunidades se convierten en microcosmos.

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El encerramiento de la ciudad. Fotografías de Juan Carlos Echenique

Así, lo que en el film es ficción se reproduce a diario en nuestras ciudades; sin embargo, lo que Shyamalan propone es llevar el paroxismo de la “mentalidad fortificada” hasta el origen mismo de la ciudad. Al encierro subyace entonces el miedo a la pérdida de la propia identidad, y un concepto de orden social fundado en el rechazo a la mezcla, la confusión y el caos, pilar de la ideología contra las grandes ciudades y de la apología al orden de la separación (Sabatini, 1999) 2.

Este temor por la diferencia es reforzado por la extendida creencia en criaturas diabólicas entre los habitantes de La aldea, constantemente acechada por los llamados “innombrables” desde fuera de sus límites. En la obra de Shyamalan esta la metáfora resulta especialmente significativa, toda vez que es precisamente la presencia de los “innombrables” (o al menos, la amenaza de su presencia) lo que impide que los aldeanos se adentren en el bosque y se expongan al exterior. El sentido que se otorga en el film a la monstruosidad de lo externo tiene que ver con que “el monstruo se define por el hecho que su existencia misma y su forma no sólo es violación de las leyes de la sociedad, sino también de las leyes de la naturaleza” (Foucault, 2000): el monstruo encarna el delito, la violencia y la deshumanización que al delito le imputa la retórica conservadora. La figura del monstruo se sitúa por ende como un fenómeno límite, como el punto de quiebre de la ley. Siguiendo nuevamente a Foucault (2000), en los “innombrables” se conjuga lo imposible con lo prohibido: la imposibilidad de establecer una comunidad aséptica y segura, y la coerción que regula el comportamiento de los propios aldeanos para contener el peligro. A este respecto, resulta elocuente la importancia del rojo en el film: el rojo es el “color peligroso” que atrae a los monstruos, y por eso debe ser evitado a toda costa. Al mismo tiempo, el rojo es la imagen de la sangre, y por extensión, del recuerdo de la violencia que parecen haber sufrido los fundadores de la comunidad. En suma, se trata de un elemento que desnuda la contradicción del proyecto comunitario, y lo imposible del deseo de expulsar la violencia o protegerse de ella, pues en nuestro interior todos llevamos el “color peligroso”; en otros términos, en nuestro interior se encuentra inevitablemente latente el peligro para toda la comunidad.

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"Calibán", de Frederick Carter. Fuente
"Calibán", de William Wolff. Fuente
Moviéndose entre la maldad pura, el "buen salvaje" y el marginal, destacada la figura de Calibán, personaje de la obra "La Tempestad", de William Shakespeare

La trampa comunitaria

Es menester, entonces, mantenerse ocultos. Resulta elocuente que en La aldea la comunidad se resguarde en lo más profundo del bosque, pues la nostalgia rural es una de las imágenes más recurrentes en la huida de la metrópolis que promueven proyectos inmobiliarios como los condominios y las urbanizaciones cerradas en general. A la base del proyecto suburbano se encuentra la idea de volver a la naturaleza y alejarse del vicio y la suciedad propios de la ciudad; al cemento se opone una imagen idealizada del verde, y a la intrincada maraña de relaciones que forman la “ciudad real”, la simplicidad de la vida rural. Como recuerda Harvey (2000), “desde las primeras fases de la urbanización masiva a la industrialización, el ‘espíritu de comunidad’ se ha enarbolado como antídoto frente a cualquier amenaza de desorden social o descontento”.

Esta idea de exclusividad residencial, y el éxodo de sectores de ingresos altos y medios hacia parajes “rurales”, se relaciona con lo que Sennett (2002) ha caracterizado en términos de “la aspiración de una casa en medio de la Naturaleza y el anhelo de una vida comunitaria donde desarrollar una identidad de conjunto y donde estar protegidos”. Una pulsión espacial que en la cultura anglosajona se ha alimentado, a través de los siglos, de distintas formas de puritanismo y de una variedad de miedos. No obstante, esta pulsión es también una muestra de alienación comunitaria “donde cada hogar es un elemento vuelto y cerrado sobre sí mismo” (Sennett, 2002), organizado tras un ideal de ciudad con menos mixtura de usos del suelo y mezcla social en el espacio, que ve en la separación espacial la forma de enfrentar (y resolver) los problemas urbanos.

Así, como el mismo Harvey (2000) señala, aquello que ha comenzando como una forma de resistencia deviene una extravagante retirada, una “despolitización” generalizada constatada no sin sarcasmo por Sennett (2002): “El sistema permanece intacto, pero tal vez consigamos que deje intocado nuestro trozo de césped” (Sennett, 2002). En definitiva, la comunidad se ha transformado en una barricada territorial dentro de la ciudad, configurándose una nueva geografía urbana que al oponer lo comunal versus lo urbano establece la celebración del gueto.

Podemos afirmar, entonces, que la comunidad “ensimismada” se ha erigido por fin como respuesta a la “muerte social de la ciudad”. La compulsión hacia una vida comunitaria es interpretada por Sennett en términos de un esfuerzo por transformar valores psicológicos, como el deseo de mantener relaciones “cara a cara”, en relaciones sociales; en una sociedad que teme a la impersonalidad, esto estimularía fantasías de vida colectiva de naturaleza parroquial, transformando el “quiénes somos” en un acto de imaginación altamente selectivo: nuestros vecinos inmediatos, nuestra familia.

En definitiva, para quienes pensamos la ciudad, La aldea obliga a plantearse con urgencia la cuestión de por qué el sentimiento de comunidad se despliega forzando el temor a lo desconocido, elevando la agorafobia a un principio ético 3 y redibujando el paisaje urbano contemporáneo en función de un intrincado conjunto de círculos concéntricos –todas las fronteras encierran otras mayores que sustentan al sistema- que giran en torno a nuestros propios temores.

Ficha técnica

Título: The Village
Género: Suspenso
Dirección: M. Night Shyamalan
Guión: M. Night Shyamalan
Intérpretes: Bryce Dallas Howard, Joaquin Phoenix, Adrien Brody, William Hurt, Sigourney Weaver, Brendan Gleeson, Cherry Jones
Fotografía: Roger Deakins
Música: James Newton Howard
Montaje: Christopher Tellefsen
Origen: Estados Unidos (2004)
Duración: 108 minutos

Referencias bibliográficas

Blakely, E. y M.G. Synder (2002). “Comunidades fortificadas amurallamiento y enrejamiento de los suburbios estadounidenses”. EURE Revista Latinoamericana de Estudios Urbano Regionales, 28, 84.

Foucault, M. (2000). Los Anormales, Curso en el collage de France 1974-1975. Buenos Aires: F.C.E.

Harvey, D. (2000). “El nuevo urbanismo y la trampa comunitaria”. La Vanguardia.

Lefebvre, H. (1972). La revolución urbana. Madrid: Alianza.

Sabatini, F. (1999). “Crítica a la cultura antiurbana”. Ambiente y Desarrollo, 15, 1-2.

Sennett, R. (2002). El declive del hombre público. Barcelona: Península.

Wacquant, L. (2001). Parias urbanos. Marginalidad en la ciudad a comienzos del milenio. Buenos Aires: Manantial.

Las imágenes que ilustran este trabajo y los comentarios asociados a ellas son de exclusiva responsabilidad de bifurcaciones.

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* El autor agradece la valiosa colaboración de Diego Campos en la edición de este documento. volver

1 Entrevista reproducida como parte del material extra de la película, disponible solamente en el formato DVD. volver

2 Como aseveraba Lefebvre (1972), mientras la diferencia es buena porque es la base de la información, de la integración social y la riqueza de la forma urbana, la segregación es condenable porque interrumpe la información y debilita la complejidad, provocando un orden que no es más que aparente. volver

3 La ceguera de Ivy Walker es una interesante metáfora de ello. Por una parte constituye un mensaje directo y un tanto banal: el temor nos limita y no nos deja ver; sin embargo, la verdadera ceguera del personaje comienza cuando ésta se expone al exterior. Al igual que este personaje, en las urbanizaciones cerradas lo exterior no se conoce, y sólo puede ser comprendido por medio del relato de otros (especialmente de la televisión). La conclusión parece ser una sola: a la larga, esta indiferencia por el exterior se transforma inevitablemente en ceguera permanente. volver

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