Berlín no te invita, pero tampoco te deja ir. La ciudad es un desafío, especialmente para quienes piensan en ella como algo más que la simple suma de calles, veredas y edificios. El reduccionismo es inaplicable en la capital germana
Berlín vive unida a regañadientes desde hace 16 años, luego de una larga y forzada separación. Su arquitectura denuncia las ideologías sobre las que se ha construido esta ciudad; el vidrio, las plazas y las curvilíneas edificaciones de la República Federal contrastan con el concreto, los mausoleos y el interminable e insípido desfile de viviendas sociales que la República “Democrática” ofrecía a sus camaradas. Así, recorrer esta capital de Este a Oeste es un errático viaje en el tiempo. Berlín termina convirtiéndose una esquizofrénica postal de una Alemania herida, pero sedienta aún de transformarse en la capital del mundo. Los berlineses se han acostumbrado a vivir con un grillete que los une inexorablemente a su pasado.
Sin hablarse, conviven en Berlín los rascacielos de Potsdamer Platz con el Marx-Engels Forum de Berlín Oriental. Lo hacen también la prácticamente-en-ruinas Kaiser Wilhelm Gedächtniskirche, iglesia votiva al Emperador Guillermo de fines del siglo XIX, con una torre acolmenada de más de cincuenta metros, construida en los ‘60 para dar una moderna y polémica compañía a la añosa iglesia. Ansiosa de “gestos”, como si quisiera aplastar su historia tras la unificación, Berlín montó una cúpula de vidrio sobre su parlamento, construido en 1894: el mismo edificio donde se proclamara la República de Weimar, quemado por unos trastornados de swástica al brazo en el '33, y donde se enarbolara la bandera roja de la “liberación” en el ‘45, hoy desea comunicarse. Con una potente inscripción en su frontis que reza “Al pueblo alemán” (Dem deustchem Volken), el Reichstag recibe a ciudadanos y turistas, que desde la cúpula transparente observan las sesiones del Parlamento alemán y disfrutan impasibles de una panorámica privilegiada de la ciudad.
En su esquizoidez, Berlín compite con sí misma sin darse cuenta. Este y Oeste se pelean por ofrecer su mejor cara. Con tres teatros de ópera, ocho orquestas sinfónicas, 52 teatros, 300 galerías de arte, 250 salas de cine y 180 museos, no hay coordinación en su agenda cultural. Nadie quiere ceder en su programación, lo que provoca que muchas veces puedas cruzar la frontera imaginaria para escuchar una sinfonía de Mahler, en el Konzerthaus del Gendarmenmarkt (Oeste) si se te hizo tarde para ir a la Filarmónica de Berlín (Este).
Sin embargo, ajena a todo este embrollo, se yergue vigilante en el centro de Berlín la Siegessäule, desde donde Damien (interpretado por Bruno Ganz en “El cielo sobre Berlín”, de Wenders) deseaba poder comunicarse con los berlineses. Este mismo lugar se convierte año tras año en el centro neurálgico de la mayor fiesta colectiva que celebra el individualismo: la Love Parade, un espectáculo de música y diversidad que muestra una ciudad acostumbrada a vivir por su cuenta y que sufre de autismo ciudadano. En ella, aún pena ese muro imaginario que hoy es recordado con una línea en el suelo, mientras junto al río Spree , lejos del centro, se exponen sus restos como la prueba de aquel divorcio impuesto. Sólo para la foto.
Pero Berlín no descansa, y las grúas amarillas congestionan el panorama visual con un permanente ballet. Como si les hubieran compuesto una pieza musical en su honor, estas estructuras metálicas se empecinan en saciar ese complejo guillermino de grandes construcciones que hoy germinan como callampas. Finalmente, el aviso de Umbaun (el equivalente a nuestro “en construcción”) ha llegado a reemplazar el escudo de la ciudad.
Finalmente volvemos a Potsdamer Platz, donde a pocos metros se han reunido las construcciones que alojan las expresiones más importantes de la política, el turismo, las artes, las finanzas y el comercio. Porque Berlín es aglutinante y concentrador como su idioma, que se vuelve ininteligible y misterioso. Ya lo decía: Berlín no te invita, pero tampoco te deja ir. Alemania dejó de ser una postal bávara, llena de tipos rosados y bien alimentados, y su capital es una ciudad posmoderna y cosmopolita, una encrucijada de culturas, tiempos e ideologías a la que le falta comunicarse. No conviene deternerse demasiado en sus calles, puede que termines convirtiéndote en parte de algún moderno edificio o –peor aun- en una pieza de alguna colección de museo. Mejor camina rápido, porque en Berlín la cosa no se detiene. Pass Auf!