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Portada

 

 

Ruina y silencio en "el país de las últimas cosas"
de Paul Auster

 

Por Pavel Kraljevich *

 

 

“Et de longs corbillards, sans tambours ni musique,
Défilent lentement dans mon âme; l'Espoir,
Vaincu, pleure, et l'angoisse atroce, despotique,
Sur mon crâne incliné plante son drapeau noir”

Charles Baudelaire, Spleen

resumen de la novela

Anna Blume, la narradora, viaja a una ciudad en el país de las últimas cosas en busca de William, su desaparecido hermano. La novela es una larga carta en la que Anna relata su enfrentamiento a una ciudad caótica, enferma y en constante destrucción, un lugar en el que la muerte ha reemplazado a la vida y donde se sobrevive sólo mediante el asesinato, el secuestro, la basura, la sangre. Lentamente, la búsqueda de su hermano se transforma en la lucha por su propia supervivencia. Por algo el Washington Post lo consideró como “uno de los mejores intentos contemporáneos de describir el infierno”.

“Éstas son las últimas cosas –escribía ella–. Desaparecen una a una y no vuelven nunca más. Puedo hablarte de las que yo he visto, de las que ya no existen; pero dudo que haya tiempo para ello. Ahora todo ocurre tan rápidamente que no puedo seguir el ritmo”. Palabras iniciales, palabras últimas. Un abandonado amante recibe estas noticias de Anna Blume, una mujer que ha partido al país de las últimas cosas en busca de su hermano, corresponsal de guerra desaparecido en ese lugar.

¿Qué es el país de las últimas cosas? De alguna manera sabemos que es una isla, de alguna manera podemos deducir que se trata de Gran Bretaña, que la ciudad sitiada por la ruina que describe Anna en su carta/diario es un Londres fantasmagórico que se extingue poco a poco, devorado en el silencio. De esta manera, Paul Auster (1947, Newark, NJ, EE.UU.) nos sitúa nuevamente en el borde de la lógica. Ya lo había hecho antes con La trilogía de Nueva York (1987), con tres historias donde la identidad cambiada de los personajes a partir de un error de nombres (de palabras) –y del juego simbólico concomitante- abolían de alguna manera el lenguaje convencional, para situarnos dentro de un espacio en que el silencio era la constante, y las detectivescas pesquisas de aquellos que buscaban encontrarse a través de esa palabra negada y retrucada no se constituía más que en la vana esperanza de llegar al principio del ser: el Verbo.

Pero en El país de las últimas cosas Auster nos cuenta, a través de los escritos borroneados de Anna, la situación de un lugar que se extingue y en el cual los dos pilares de la civilización van perdiendo poco a poco el carácter inamovible que la convención social les otorga.

el pais
Fuente imagen
"Not a great while ago, passing through the gate of dreams,
I visited that region of the earth in which lies the famous
City of Destruction"

En primer lugar, y de manera más evidente, tenemos una ciudad que se derrumba, que pierde significado como estructura central de la vida y la sociedad, como estadio de cohabitancia y cooperación. Contrario a la reconstrucción de la historia y el ser que propone Alejo Carpentier en Los pasos perdidos (1953) , y que redunda en una vuelta al origen y la selva primigenia, lo que Auster presenta es la aniquilación de toda lógica, y dentro de este razonamiento, la pérdida de toda coordenada urbana posible. Las calles ya no tienen nombres, y las que aún los conservan no pasan de ser anecdóticos resabios de un tiempo en que la ciudad funcionaba como la maquinaria social que fue concebida alguna vez. Lo que se pierde y se derrumba en esta ciudad no es reemplazado por bosques ni animales salvajes, y las ruinas llegan para instalarse en una especie de alambicado laberinto sin muros 1. Encerrados dentro de la ciudad que el hombre ha venido construyendo desde el Renacimiento, es el mismo hombre quien finalmente resulta atrapado en la jaula de concreto. No hay la promesa de un edén, como postula Carpentier, luego del fin de las ciudades.

Constanza
Fotografía de Constanza Núñez

En segundo lugar, el lenguaje pierde todo valor como puente unificador. Mientras la ciudad desaparece sin razón aparente, mientras las estructuras urbanas sucumben ante un mal nunca precisado, ante un caos sin razón aparente, el silencio se apodera de las calles y de las gentes. No es casual que ya cerca del final del libro Anna encuentre refugio en la Biblioteca Nacional , y que sea dentro de estos muros donde un incipiente romance con un periodista colega de su hermano se geste sin terminar de concretarse. Un espacio de amplios salones llenos de sigilosos pasos, de insólitos investigadores que de alguna manera luchan por preservar la palabra. Una lucha pasiva, una lucha de escritores por intentar rescatar algo del mundo que observan horrorizados pero correctos, desde las ventanas sin vidrios del edificio. Una lucha vana, pues la trascendencia de los libros y los escritos que se conservan y atesoran ya no tiene utilidad alguna en ese nuevo mundo, que desgarrado, se acerca y amenaza. De alguna manera, el nuevo lenguaje de la ciudad es un no-lenguaje, una abolición de las leyes a través de la abolición del habla como instrumento estructurado. La Ley, como hija primigenia del Lenguaje, ya no existe y es reemplazada por un signo blanco -para tomar prestadas palabras de Leopoldo María Panero- o símbolo vacío. “El pensamiento que emana, más bien que se deduce, de ese símbolo vacío, es un pensamiento sin ley, sin amarras, en el que el encadenamiento lógico es una mera apariencia, un disfraz” (1999), escribe el poeta en Sade o la imposibilidad. Al abolir el lenguaje, la realidad misma cae hecha pedazos.

Piranesi
Carceri XIV, Giovanni Piranesi

Si hablamos del imaginario de la ciudad desolada, desmantelada, destruída y abandonada no podemos obviar el trabajo de Piranesi.

Giovanni Piranesi nace en Mogliano (actual Italia) en 1720. Grabador y arquitecto, estudia en Venecia pero pronto se muda a Roma, donde realiza la mayor parte de su trabajo artístico y profesional. En 1745 comienza su afamada serie de grabados Prisiones (Carceri), la que continuará por treinta años.

Prisiones se caracteriza por la construcción de escenarios abrumantes, de bovedas que parecen ser las del averno. De ellas cuelgan cuerdas, cepos y cadenas, mientras que el espacio es encuadrado por un conjunto inarticulado de escaleras, vigas, pasadizos y ventanales que nos recuerdan con facilidad el trabajo de Escher o los relatos de Kafka. A veces en sus escenas dos o tres sombras humanas caminan perdidas y desoladas; otras, la ciudad se encuentra vacía y no es más que una colección de monumentos, una "ciudad-museo" que nadie visita.

RG

Anna llega a la Biblioteca, a este último bastión de la civilización agonizante, luego de haber recorrido las calles como cartonera, refugiándose en la contemplación de los pequeños tesoros que le brinda la ciudad enferma. “Un telescopio plegable con una lente rota, una máscara de Frankenstein de goma, una rueda de bicicleta, una máquina de escribir cirílica a la que sólo le faltaban cinco letras y la barra espaciadora, el pasaporte de un hombre llamado Quinn. Estos tesoros me compensaban por los días malos”, escribe Auster, haciendo un sutil guiño al improvisado detective de La ciudad de cristal. Este juego de ficciones cruzadas respalda la situación increíble de la realidad que se desmorona. Quinn había terminado en su propia novela como un sujeto despojado de identidad, y cuya búsqueda había terminado por extraviarlo en forma definitiva de una vida de la que él mismo se había marginado, imposibilitado de lidiar con el dolor de la pérdida. ¿Dónde sino en el país de las últimas cosas podría haber terminado Quinn luego de abandonar Nueva York, de despojarse de su nombre y finalmente de su pasaporte?

El proceso que vive Anna desde la llegada a esta ciudad salvaje y en ruinas es similar al que todos los personajes de Auster describen: la aniquilación del yo. Lo que empieza en búsqueda con un objetivo (en este caso, encontrar al hermano desaparecido) termina convirtiéndose en búsqueda como fin en sí misma. Anna y la ciudad son contrapartes de un mismo proceso degenerativo. La ciudad se abandona a su destino de ruinas y silencio y Anna lo acepta todo, como personaje de tragedia griega, buscando perderse entre los muros derruidos y las rejas herrumbrosas, siguiendo los caminos de un sino errático del que finalmente no queda nada más que un legajo sucio y escrito con lápices grafito, un montón de recuerdos de un sitio que ni siquiera existe en la memoria de sus habitantes.

Auster, desde la apocalíptica visión de una ciudad que deja de existir, consigue situarnos en medio del horror al vacío. Una ciudad donde los aviones se estrellan contra los edificios, donde los umbrales vacíos de las casas parecen espectrales bocas de lobo, donde los hombres corren por las calles hasta caer muertos por el esfuerzo, una ciudad que de alguna manera es reflejo de las ciudades que conocemos, una ciudad que como significado último subyace en las calles de nuestras ciudades, siempre al filo del derrumbe y la eclosión social contenida por las máquinas del poder. “Siempre habrá París para nosotros”, dijo Ingrid Bergman en Casablanca, y mirando los noticieros de la televisión, luego de haber leído a Auster, no puedo dejar de recordarla y sentir un escalofrío en la espalda.

Referencias Bibliográficas:

Auster, P. (1987).Viking. Barcelona: Anagrama.

Auster, P. (1987). La trilogía de Nueva York. Barcelona: Anagrama.

Carpentier, A. (1953). Los pasos perdidos. México: EDIAPSA.

Borges, J. L. (1968). Nueva Antología Personal. Buenos Aires: Emecé Editores.

Panero, L. M. (1999). "Sade o la imposibilidad". En Cuentos, historietas y fábulas: Marqués de Sade. Madrid: EDIMAT.

 

Para complementar el análisis de Pavel recomendamos la reseña de "El país de las últimas cosas" escrita por Therese Örnberg. Se puede encontrar aqui

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* Pavel Kraljevich (1973), escritor. Ha ganado algunos premios y publicado el libro Dioses Personales (fragmento de novela), cuentos en varias antologías, y algunos relatos (Dibam, 1998). Email: pkraljevich@hotmail.com. volver

1 “No habrá nunca una puerta. Estás adentro/y el alcázar abarca el universo/y no tiene anverso ni reverso/ni externo muro ni secreto centro”, escribe Borges en Laberinto. volver

 

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