Las ciudades, de pronto, una mañana cualquiera, amanecen convertidas en un animal monstruoso. Las ciudades nunca permanecen quietas y constantemente sufren metamorfosis, cambios y traslados. Ciudad Guayana, la cual engloba a San Félix y Puerto Ordaz, no es la excepción, y aunque su historia es de reciente data en comparación con otras ciudades del país, no se ha librado de ese fenómeno de mutaciones sucesivas.
Todas las ciudades poseen una historia oficial y una historia secreta, a veces bituminosa y en ocasiones sórdida. Estas dos caras en Ciudad Guayana son perfectamente reconocibles. La historia oficial registra las peripecias de la ciudad y sus múltiples fundaciones: así, tenemos la efectuada por el conquistador español oriundo de Berja, Antonio de Berrío, y que el famoso pirata Raleigh destruyó. Al cabo de tres años Berrío la funda de nuevo en una ensenada. Sus mismos pobladores y fundadores le prenden fuego para que no sea conquistada por otro pirata, Adrien Janz. Después, Luis Monsalve la edifica de nuevo en 1632, para ser destruida por ataques indios guiados por filibusteros holandeses.
En total, se le contabilizan a Ciudad Guayana alrededor de siete fundaciones. Lo escrito por Diana Gámez es de una exactitud meridiana: “Intensa, contradictoria y al parecer siempre apetecible, Guayana ha despertado complejos adánicos en los hombres que la han poseído, pues todos quisieron que la historia empezara con y a partir de ellos”. Todo ese ciclo de fundaciones le proporciona una cualidad de espejismo, de fuego fatuo; de ciudad terca e insistente que parece regodearse en su construcción y destrucción, signada a trasformarse siempre.
Sin embargo, la otra historia, esa escrita en letra menuda por sus habitantes de a pie, muchas veces no tiene nada épico ni edificante. La gente en las ciudades se preocupa por vivir en las ciudades más que pensarlas o sentirlas. Muchos se dejan las entrañas en cada intersticio de mugre y dolor, en cada sueño roto, en cada amor y desamor.
Ciudad Guayana para mí a veces tiene más de mentira que de hecho probable, posee un tufo surreal con sus paisajes imponentes a la vuelta de la esquina, con sus atardeceres de sangre llameante y con esos ríos (Orinoco y Caroní) inquietos donde naufragan los reflejos de la luna y que se encuentran, pero jamás llegan a mezclarse.
Me considero un animal urbano por excelencia, y Ciudad Guayana es una madriguera ideal. Escribir sobre ella es intentar fijar, más que un discurso, una pasión. He amado a buen número de sus mujeres, he viajado por el carrusel de su sexo nocturno, he canibalizado sus recovecos, esos sitios oscuros donde la vida no vale nada y donde el amor a cuentagotas tiene su tarifa establecida. Me he inyectado de sus paisajes, sus atardeceres han dejado un vaho en mi alma y sus ríos son la memoria fluvial que guarda todos los secretos. Me he amoldado a Ciudad Guayana con cierta esquiva resistencia. Italo Calvino escribió un libro de ciudades inexistentes, de ciudades invisibles, y de seguro se olvidó incluirla.
Uno aspira que la ciudad (cualquier ciudad) le duela menos, que deje de ser una mentira de metros cuadrados, una mentira de asfalto y concreto armado. Uno aspira un destino similar para Ciudad Guayana: que deje de ser real y se haga invisible en las páginas de un libro. Que se torne sutil como la caricia de una mujer, de un sueño que llega o de una flor que se abre.
Lo que mantiene en pie una ciudad podría ser la pasión con la cual la ciudad vive en nosotros. Cuando cambiamos una ciudad por otra lo que en realidad buscamos es revivir una pasión marchita incapaz de edificar nada; lo que buscamos es que esa nueva ciudad que nos acoge viva en nosotros con todos los nervios, hasta reavivar esa pasión apagada (o perdida) que alguna vez nos permitió avizorar lo imposible.