"Fuego contra fuego": ciudad luz
de Michael Mann
Por Daniel Villalobos *
-What is this mean?
-This mean heat. Police.
Tuesday Weld y James Caan en Thief,
primer largometraje de Michael Mann
No deja de ser digno de mención que The Jericho Mile (1979), el telefilme con el cual Michael Mann debutara como director, fuera la historia de un atleta encarcelado. Esta contradicción, la de un personaje obsesionado con correr y constreñido a hacerlo entre los muros de un penal, se extendía a Thief (1981), el debut del director en pantalla grande, donde James Caan era un ladrón (y ex-reo) que vivía en el mundo exterior como si aún estuviera preso. En Cazador de Hombres (1986), la misión del agente Graham, comisionado para atrapar a un asesino en serie, borraba los contornos del país que recorría, hasta convertir todas las ciudades en un enorme y amenazante suburbio. Y en El Ultimo de los Mohicanos (1992), el país –esa entelequia- era un organismo nebuloso que los distintos grupos en disputa (ingleses, indígenas, franceses) intentaban hacer calzar con los bosques sin fronteras donde peleaban sus guerras de territorio.
En Fuego Contra Fuego (1995), el orden social al que aspiraban los colonos ingleses de El Ultimo de los Mohicanos (el filme previo de Mann) ya está completamente instaurado. El pasado de selva virgen y vida pionera sólo subsiste en los murales callejeros (como el que decora la puerta por la que sale Waingro en su primera aparición en la historia) o en cuadros que lucen curiosamente abstractos al estar enmarcados en el contexto de metal y vidrio de estos lugares. La ciudad impone su geometría y su arquitectura a los personajes, sobre los cuales pesan los ángulos rectos de los edificios de la misma forma que estos aplastaban a los protagonistas de Playtime (1967), la obra maestra de Jacques Tati con la cual el filme de Mann tiene más de una deuda.
En este orden, todos tienen su rol, incluyendo a la banda de Neil McCauley (Robert de Niro), un ladrón experto que organiza sus golpes con precisión matemática y con el mismo orgullo profesional que exhiben otros personajes del cine de Mann, como el Graham de Cazador de Hombres y el Jeffrey Wigand de El Informante.
Pero frente al profesionalismo de McCauley está el de Vincent Hanna (Al Pacino), el policía encargado de atraparlo. Sin embargo, aquí ya no estamos en el universo descomprometido e individualista de otros filmes previos del director: ambos personajes deben lidiar –en primer plano- con sus vidas cotidianas, sus amistades, y particularmente, con sus relaciones de pareja.
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El psicópata Waingro (Kevin Gage) sale a la calle hambriento de acción. Los murales en las paredes son vestigios de un pasado que Mann suele conectar con lo salvaje y lo comunitario. |
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En El Informante (1999) los murales vuelven, ahora remarcando la soledad y la paranoia de un personaje que vive en un cuarto de hotel cuyas paredes recuerdan un paraíso que él ha perdido para siempre.
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Aquí, la desesperada búsqueda de ambos de una identidad en su oficio (el perfecto ladrón, el perfecto policía) choca con el deseo de sus mujeres de aprehender una parte de sus hombres que éstos no quieren revelar. ¿Por qué? Porque implicaría asumir que no saben quiénes son fuera de sus roles profesionales, que no tienen ni existencia ni personalidad más allá de sus trabajos (“¿Cuándo piensas comprar muebles?”, le pregunta un compañero a McCauley. “Cuando tenga tiempo”, es la absurda respuesta, que tiene un inesperado eco cuando vemos que todo lo que se lleva Hanna de la casa, al romper con su mujer, es un televisor).
En Fuego Contra Fuego, la ciudad de Los Angeles no tiene los contornos laberínticos de las urbes desoladas de Cazador de Hombres ni el caos verdoso de El Ultimo de los Mohicanos. Tanto McCauley como Hanna la conocen perfectamente, manejan sus códigos, sus claves y son jugadores expertos en el terreno. El laberinto se ha trasladado a sus parejas, dos situaciones para las cuales no hay mapa. En el caso de McCauley, se trata de Eady (Amy Brenneman), una vendedora de libros que lo aborda en un bar donde él tiene la ilusión de no llamar la atención, de no ser visto (como Dolarhyde en la secuencia del tigre de Cazador de Hombres), y que detecta en él –a su pesar- una soledad y un hambre de contacto similar a la suya. En el de Hanna, se trata de su esposa, una mujer curtida que ve la obsesión de su pareja por el trabajo como un deseo de no crecer: “No sé por qué no puedo librarme de ti”, dice en un momento.
Y la lucha de ambos hombres por conservar la identidad que han elegido termina destruyéndolos. No importa cuánto descansen en la precisión, la experiencia, el trabajo en equipo o las figuras paternales (como el contacto de McCauley que interpreta Jon Voight, en un rol que prefigura su Howard Cosell de Alí), sus destinos están condenados porque el único mapa que logran seguir es moral y es una carretera de un solo sentido: hacer aquello para lo cual toda nuestra personalidad y biografía nos empuja, en el mundo de Fuego Contra Fuego, es avanzar hacia la entropía. Hanna arruina su matrimonio (el tercero, nos informa en una escena) porque simplemente no puede desprenderse de su trabajo ni quitar los ojos de su blanco, un hombre en el que ha puesto toda la atención que reclama su mujer. Y McCauley, al final de la historia, viola todas sus reglas profesionales al ir tras un traidor, porque dejar esa cuenta pendiente sería violar la esencia del ladrón que ha llegado a ser.
El comienzo del filme es justamente famoso, y junto con el ya ultracitado asalto al banco, es una de las dos grandes secuencias de acción que mueven la historia. De hecho, todos los eventos gatillantes del drama posterior (el involucramiento de Hanna y su equipo en el caso, la traición del recién llegado a la banda, la muerte de varios de los personajes) ocurren en estos primeros diez minutos.
Primero nos presentan a McCauley bajándose del metro 1. Todavía no sabemos quién es, salvo que su actitud no se condice con la ropa de obrero que viste. Lo vemos entrar a un hospital, ignorando la imagen de la Pietá que custodia el edificio (y a la que volveremos al final de la historia), cuidándose de no dejar huellas de su paso, y básicamente, robando una ambulancia. Luego conocemos a Shiherlis (Val Kilmer), quien está comprando alguna clase de material que requiere exhibir su identificación. Después vemos a Trejo (Danny Trejo) vigilando un sector de la autopista armado de un radio. Cheritto (Tom Sizemore) recoge en un camión a Waingro (Kevin Gage) y de su diálogo deducimos que están por participar en un golpe criminal, y que los hombres que hemos visto forman parte de la banda.
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El rompecabezas armado por reflejos en cristal y metal del Playtime de Tati se repite en Fuego Contra Fuego. En ambos casos, el personaje ansioso de obtener perspectiva (una mirada, un orden) debe elegir un punto elevado, lo que le hace al mismo tiempo notorio y vulnerable.
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El asalto en sí –una emboscada a un furgón blindado al que vuelcan con el camión y cuya puerta vuelan usando el explosivo que comprara Chiherlis- está perfectamente ejecutado y cronometrado, salvo por Waingro, el psicópata novato que rompe la disciplina al matar a un guardia, lo que obliga a la banda a ejecutar a todos los ocupantes del furgón.
Esa actitud, la de no dejar testigos a pesar de que ninguno de ellos ha visto su rostro, es lo primero que llama la atención del policía Vincent Hanna, que detecta en el procedimiento de los criminales un orden especial y una peligrosidad por encima de la media. Será una partida de ajedrez entre oponentes similares: la banda de McCauley tiene su exacta contraparte en la unidad de Hanna, un paralelo que Mann lleva tan lejos como para filmarlos en fiestas separadas y dar cuenta de lo mucho que las dinámicas internas de ambos grupos se parecen.
A su manera, Hanna es un profesional tan obsesivo y amoral como su nuevo objetivo: no tiene problemas en trabajar con informantes, en saltarse un par de reglas aquí o allá, en explotar a sus subalternos y en despreciar al soplón que vende a McCauley a los policías por el asalto al banco. Sobre todo, es completamente lúcido respecto al daño que su estilo de vida le hace a su mujer.
El acoso de Hanna corre paralelo a dos líneas narrativas: la oferta de un contacto (Tom Noonan) para que McCauley asalte un banco y obtenga un formidable botín, y el conflicto con Van Zandt (William Fitchner), un hombre de negocios conectado con la mafia, cuyos bonos fueron el botín del robo al camión blindado.
El argumento de Fuego Contra Fuego es, en el fondo, simplísimo, y la enorme extensión del filme que lo contiene (172 minutos) le hizo decir a algunos críticos que no era más que un telefilme-de-la-semana expandido por el ego de un mal director. En un sentido, era cierto: Fuego Contra Fuego es la versión definitiva de una historia que Mann ya contara en el telefilme L.A. Takedown (1989), justo antes de embarcarse en la producción de El Ultimo de los Mohicanos.
Contagiado de la estética rosa-azul metálico que él mismo había colaborado a fundar en la serie Miami Vice-, L.A. Takedown no es una mala historia dramática, pero carece por completo del aliento épico y el dolor existencial del producto para cine. Están el ladrón ultraprofesional y el policía persistente, están las mujeres, el traidor a la banda y el final a tiros, pero todo luce mediocre.
La esencia de Fuego Contra Fuego está en los procedimientos. Al igual que en la secuencia inicial de Thief (su primer largo de cine), Mann se esfuerza en exponer de las maneras más claras y didácticas el cómo, el cuándo y el por qué del trabajo que sus héroes realizan. A diferencia de la gran mayoría de los filmes del género, los diálogos técnicos y las indicaciones en terreno no son la simple excusa para las escenas de acción, sino que funcionan como partes integrales del drama: sabemos que McCauley es un criminal y un asesino, pero también entendemos los enormes riesgos y dificultades de su oficio. Vemos los costos que tiene para Hanna aplicarse con tanta dedicación a la captura de una banda como ésta, pero además conocemos en detalle los desastres de su vida personal y cómo su propia personalidad lo ha convertido en un solitario incapaz de comunicarse con su pareja 2.
De ahí entonces que, cuando todas las estrategias colapsen en la infernal balacera del asalto al banco, lo que vemos no es el típico tiroteo diseñado sólo para excitar el ojo, sino la conclusión trágica de una tensión acumulada a lo largo de escenas donde nadie dispara ni amenaza ni se mueve.
Para ser un thriller policial, Fuego Contra Fuego es una película curiosamente estática: la mayoría de sus planos son casi estatuarios, enormes extensiones de color primario o fondos luminosos organizadas en torno a personajes que parecen estar levemente fuera de sí mismos (“Tú no vives conmigo. Vives entre los restos de los muertos”, le dice su esposa a Hanna en una de sus discusiones). Y están siempre solos o capturados en diálogos donde nadie mira al otro: en uno de sus momentos más vulnerables, McCauley le ruega a Eady –que ya sabe que es un ladrón y un asesino- que huya con él, y buena parte de la tensión de la escena radica en que ninguno de los dos es capaz de mirar al otro a la cara.
La mayor parte de las conversaciones son profesionales, puramente técnicas: McCauley planeando golpes y estrategias con su banda, Hanna con sus detectives intentando deducir esas estrategias. Cuando estos personajes por fin aceptan el diálogo abierto y cara a cara, los resultados suelen ser la negación y la disputa. Por eso es tan interesante la opción narrativa de mantener a Hanna y McCauley separados durante casi toda la película, salvo en la famosa secuencia donde ambos se sientan a compartir un café, se cuentan detalles de su vida, y básicamente, concuerdan en que uno de ellos terminará matando al otro.
Es un tipo específico de diálogo que Mann ha desarrollado en muchos de sus filmes: era una escena similar aquella en Thief donde Frank le contaba a Jessie su vida en la cárcel y le pedía un compromiso equivalente a una propuesta matrimonial. Y el reverso torcido del finteo verbal Hanna-McCauley aparece en Cazador de Hombres, cuando Graham visita a Lektor en el manicomio y comprueba lo que ya sabe, que su miedo al psicópata no radica tanto en el riesgo de morir a sus manos como en la posibilidad de que ambos sean iguales.
Hanna y McCauley, sin embargo, parecen muy a gusto con esa conexión con el contrincante: hay un elemento romántico en su encuentro, un carácter de cita amorosa que luego tiene su lectura perversa cuando es uno de ellos quien termina baleando al otro y sosteniendo su mano mientras agoniza, en una imagen que estiliza y parodia a la Pietá del inicio del filme.
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Uno de los contrincantes sostiene la mano del que acaba de balear en pleno aeropuerto. El uso de líneas rectas y puntos de fuga en Mann siempre va aparejado con la triste ironía de estar conteniendo a personajes incapaces de enderezar o mapear sus propios destinos. |
Pero antes de abocarse a despistar al policía y a ejecutar el robo al banco, McCauley tiene su desencuentro fatal con Van Zandt: lo que iba a ser un intercambio ilegal de los bonos por una fuerte suma de dinero termina siendo una emboscada. Y, cosa curiosa, sucede en un autocine, lugar que Mann exhibe desprovisto de cualquier eco romántico. No hay carteles ni ecrán, ni memorabilia; sólo las marcas circulares de los vehículos y una caseta central que semeja el punto ciego de un blanco de tiro. Hay escasa nostalgia cinéfila en las películas del director y sí una reflexión cruda y paranoica sobre el registro visual como elemento de poder: las imágenes en Cazador de Hombres servían para coordinar una cacería policial (las pruebas forenses y archivos del FBI) y para estimular las demenciales fantasías de un psicópata (las cintas caseras de Dolarhyde, convertido en un moderno Peeping Tom y en el director, protagonista y único espectador de su obra fílmica). En El Informante y en Alí , la cámara es un arma, ya sea para atacar al poder central (la entrevista de Wigand en el primer caso) o para armar una identidad paralela capaz de torpedear la imagen de los medios (el registro que lleva el fotógrafo personal del boxeador en el segundo caso).
En Fuego Contra Fuego, disparar la cámara es casi similar a hacer lo propio con la pistola: el primer contacto visual que Hanna y McCauley tienen es a través de una imagen de vigilancia infrarroja, cuando los policías acechan a la banda afuera de una tienda de metales preciosos. McCauley descubre el rostro de sus perseguidores al fotografiarlos con un teleobjetivo. Y es una cámara de vigilancia instalada en un pasillo de hotel la que delata a McCauley en el último tercio y le obliga a huir hacia el aeropuerto perseguido por Hanna. Más irónico aún: es una huella visual –su sombra sobre el suelo al ser iluminado por los focos de la pista, uno de los principios básicos del mecanismo primitivo del cine- la que lo hace blanco fácil de su cazador.
Las esposas de los criminales se enteran de la masacre del banco a través de la televisión. Buena parte del trabajo policiaco implica trabajar con soplones, los ojos indiscretos que registran en las calles lo que los detectives no ven. La última vez que Cheherlis y su esposa se encuentran, ella debe evitar cualquier gesto de reconocimiento y hacerle una subrepticia seña con la mano para que su hombre pueda huir de la policía, que la vigila en secreto mientras ambos se miran. El mundo de Fuego Contra Fuego –como todos los filmes de Mann- es un espacio de vigilancia paranoica, donde ladrones y policías se esfuerzan por pasar desapercibidos (“Que ellos no los vean”, es la orden que Hanna le da a sus hombres camino al banco), y donde un exterior de indiferencia emotiva no es tanto una tara psicológica como un mecanismo de sobrevivencia. Repitiendo una idea enunciada en Thief y atisbando ya el desamparo de los individuos en El Informante, Fuego Contra Fuego transcurre en una sociedad o en un país donde el sistema es absolutamente ciego e indiferente al conflicto de los protagonistas. ¿Dónde están los jefes de Hanna, ese vaquero demente que salta de autos a helicópteros y que moviliza a media jefatura en pos de un solo hombre? Un elemento ausente llama la atención en este filme coral de enormes ambiciones dramáticas, y es la presencia de ese Poder corporativo y sin rostro que será insoslayable en los siguientes proyectos de Mann.
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"Heat" |
"Ali" |
"El Informante" |
Neil McCauley liquidando al traidor. Pistolero ejecutando a Malcolm X en Alí . Jeffrey Wigand revisando su patio en El Informante . La actitud más repetida entre los héroes de Mann a la hora de penetrar el espacio agresivo que les rodea: hacerlo a tiros. |
Descontando los conflictos de época en Alí y la maraña política-legal de El Informante, ¿es el cine de Mann un universo construido de espaldas al conflicto social? Después de todo, sus luchas suelen ser odiseas individuales e individualistas, recortadas contra un entorno urbano plagado de señaléticas publicitarias pero desierto de sentido comunitario: los grupos humanos suelen ser para estos personajes un accidente (Thief), un escollo a sortear (Colateral) o una masa en la cual perderse (Fuego Contra Fuego).
Sin embargo, estas negaciones al grupo están enmarcadas en una amarga nostalgia por una sociedad donde semejantes empresas de aislamiento no fueran necesarias: el lamento por la comunidad perdida que hace Chingacchgook al final de El Ultimo de los Mohicanos prefigura las quejas del pistolero a sueldo sobre la indiferencia de la gente hacia los otros en Colateral.
Y el perfeccionamiento técnico y feroz disciplina de estos personajes no hace más que esconder una pertinaz inmadurez: los hombres que pueden cometer el robo perfecto o rastrear a los peores criminales son incapaces de enfrentar los conflictos básicos de la intimidad (“Pasa lo de siempre, hacemos el amor y luego tú pierdes el don del habla”, se queja la esposa de Hanna). Mucha de la actitud solitaria y nihilista de los héroes de Mann está conectada con un temor casi infantil a la idea abstracta de una Amenaza: perder la independencia, caer en la rutina, volver a prisión, ser atrapado (¿por quién? Por la ley, pero también por la propia pareja) o dejar ir alguna absurda fantasía de paraíso futuro en la que apuestan con una inocencia que jamás se permitirían en sus oficios. La respuesta a ese miedo a la Amenaza es entrenarse, ya sea a través de la disciplina o del aislamiento, dos fórmulas que se muestran reiteradamente inútiles: la primera suele caerse a pedazos en el curso de la historia, la segunda se manifiesta irrisoria en un mundo en el cual todos están conectados más allá de las distancias, y donde los poderes de turno (ya sean las megaempresas de El Informante o los carteles de droga en Colateral) han hecho de la vigilancia y la cacería un arte. McCauley, según le cuenta a Hanna en su charla en el café, sueña regularmente con ahogarse. Qué crees que significa, pregunta el policía. Es sobre no tener suficiente tiempo, contesta el ladrón, apenas consciente que esa urgencia por alcanzar sus deseos está en manifiesta contraposición con su terca negativa a abandonar el mundo de los asaltos: el único medio donde se siente seguro, aceptado y en control.
Es en el corazón de los tiroteos y las escaramuzas donde estos personajes pueden funcionar normalmente. Cuando todo eso se acaba, cuando el acoso se termina y sólo queda la verdad última de la muerte violenta, los personajes comprenden que lo han perdido todo: apostaron a un aislamiento que fingían odiar, con miras a una felicidad y comunión futuras que siempre estuvieron cerca, apenas del otro lado del cristal.
Y esa es la ironía que carga la tan cacareada lealtad entre profesionales que rige en Fuego Contra Fuego, y que en el cine de Mann es siempre una trampa. La misma lealtad que empuja a Graham a aceptar un trabajo que sabe que lo destruirá emocionalmente en Cazador de Hombres y que obliga al periodista de El Informante a negar a sus empleadores para alinearse con su fuente.
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La mezcla de perfección formal, desolación urbana y melancolía viril, reciclada en Oriente a partir de clichés resucitados por Mann: Asuntos Infernales (Wu Jian Dao, 2002) y Breaking News (Dai Si Gein, 2004). |
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Pero la lealtad de McCauley no está exactamente con sus compañeros de trabajo, profesionales del oficio que saben todos los riesgos y calculan todas sus chances. Más bien está –en un sentido obtuso que queda claro en la charla del café- con Hanna, su perseguidor (“Tengo un hermano en alguna parte”, le cuenta casualmente a Eady cuando van a su departamento). Volviendo sobre sus pasos para liquidar a Waingro, que traicionó al grupo vendiéndole la información a Van Zandt, el ladrón demuestra la integridad suicida que lo pondrá a disposición del policía y ambos se batirán a tiros en un aeropuerto, espacio impersonal donde la identidad de quienes –temporalmente- lo habitan se evapora, un lugar cargado de promesas de libertad vaga y de fugas hacia la nada.
Es un final amargo porque el triunfo de uno de los contrincantes no está determinado por una superioridad moral (aspecto que Mann deja claro desde las primeras escenas), sino por un asunto de astucia y suerte. Factores también asociados con la mayoría de los juegos infantiles, esas actividades que sus participantes toman con la misma seriedad que aún no son capaces de aplicar en el mundo real 3. En el universo impiadoso y ateo en el que transcurre Fuego Contra Fuego, caer baleado por ser fiel a nuestra manera de ver las cosas bien puede ser la más extraña manera de confirmar que sabemos quiénes somos, de dónde venimos y adónde queremos llegar. Que comprendemos nuestro error y –súbitamente despejados por la cercanía de la muerte- entendemos que nunca fuimos realmente los profesionales que pretendíamos ser, que todo lo hicimos mal, que nunca veremos el mar.
Ficha Técnica
Título: "Heat" ("Fuego contra fuego", en español)
Dirección: Michael Mann
País: Estados Unidos
Año: 1995
Duración: 164 m.
Interpretación: Al Pacino, Robert de Niro, Val Kilmer, Tom Sizemore, Jon Voight, Natalie Portman, Ashley Judd
Guión: Michael Mann
Producción:
Michael Mann y Art Linson
Música: Elliot Goldenthal
Fotografía: Dante Spinotti
Montaje:
Dov Hoenig, Pasquale Buba, William Goloenberg y Tom Rolf
Dirección Artística:
Marjorie Stone
Vestuario:
Deborah L. Scott